A la mitad de un p¨¢rrafo
A medio p¨¢rrafo, como quien no quiere la cosa, Cervantes escribe la muerte de Alonso Quijano para que Don Quijote se vuelva intemporal
Imagino sin fundamento que a Miguel de Cervantes Saavedra le lleg¨® la muerte a la mitad de un p¨¢rrafo y que esa l¨ªnea qued¨® perdida para siempre en el pergamino arrugado que ya nadie levant¨® de la mesa, manchado con gotas de cera de vela. Lo vistieron en el h¨¢bito franciscano para ahorrar cualquier costo por el entierro y se lo llevaron en andas a la Iglesia de las Trinitarias, donde duerme hasta el Sol de hoy, pero al desandar las dos calles de vuelta a la casa donde muri¨® nadie pens¨® en levantar los ¨²ltimos pliegos, p¨¢ginas perdidas¡ Quiz¨¢ porque se daba por hecho que el autor inmortal ya hab¨ªa dejado su epitafio en forma de autorretrato impreso en un libro y porque hab¨ªa tambi¨¦n decidido sellar el destino de su Quijote a la mitad de otro p¨¢rrafo.
A medio p¨¢rrafo, como quien no quiere la cosa, Cervantes escribe la muerte de Alonso Quijano para que Don Quijote se vuelva intemporal. Lo hace narrando que el hombre demediado, el que hab¨ªa perdido la raz¨®n por obra y gracia de la lectura de tantos libros recupera su entendedera arrepentido de tantas p¨¢ginas de aventuras sin par, en contricci¨®n penitente por dos vol¨²menes de gloria y se queda dormido poco antes de expirar. En esos instantes que se suceden, Cervantes retrata con justicia la confusi¨®n de Sancho que pide de hinojos que su amo vuelva a las andadas, mientras los otros testigos (y no pocos lectores) lloran la resignaci¨®n de que el Loco est¨¢ a punto de partir en santa paz¡ pero tengo para m¨ª que en el ?ltimo Sue?o podemos leer que Don Quijote se despierta de tan dormido, inexplicablemente atado a un camastro en la panza de una nao para no caer en medio de los huracanes que baten las olas y que llega a la Nueva Espa?a enfundado en la gloriosa obligaci¨®n de alcanzar a Sancho en alg¨²n punto cercano a Veracruz y que ambos cabalgan hasta redescubrir la vieja Tenochtitlan convertida en la muy noble Ciudad de M¨¦xico, de tezontle rojo y gris chiluca.
Siguen entonces no pocas aventuras que los llevan a un pueblo minero de mil casas en cuevas al pie del Cerro de Ranas en eso que llama el alma Guanajuato y que ambos campean por el territorio de una nueva mancha tipogr¨¢fica hasta perderse en la selva Lacandona tan cerca del Soconusco que deseaba gobernar el propio Miguel de Cervantes¡ y de all¨ª que en el primer largo p¨¢rrafo de otra novela infinita los fantasmas que fundan Macondo se encuentran en plena selva una armadura oxidada en cuya pechera reposa un escapulario con la imagen de la mujer m¨¢s bella del mundo, Emperatriz de Lavapi¨¦s, como polvo enamorado entre los huesos de una osamenta en medio de un p¨¢rrafo donde de pronto despierta Alonso Quijano sin haberse movido de un lugar de La Mancha para entonces s¨ª morir en paz como su autor que se despide del mundo en lo que ahora llaman el Barrio de las Letras en la villa y corte de Madrid al filo de otro confinamiento por tanto contagio de la peste y pestilencia de una ¨¦poca que ha olvidado leerlo para honra y deleite de todos los sentidos sin considerar la capacidad inexplicable de sus obras, capaces de transportar al m¨¢s incr¨¦dulo al insospechado paraje donde San Jorge derriba al drag¨®n en pleno coraz¨®n de Liubliana, a la mitad de un p¨¢rrafo in¨¦dito que narra el milagro de uno y todos los libros a la sombra de una rosa, p¨¦talo a p¨¦talo desdibujada sobre un p¨¢ramo nevado como p¨¢gina en blanco que cada quien ha de escribir en silencio a?o con a?o, por los siglos de los siglos.
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