R¨¦quiem desde el Iztacc¨ªhuatl
Muy pronto no quedar¨¢ ning¨²n glaciar. Aun as¨ª, hay pol¨ªticos para quienes valen m¨¢s los pasatiempos que lo que deber¨ªa ser su obsesi¨®n
La historia ha dejado claro, una y otra vez, que aquello que alguna vez fue una obsesi¨®n pol¨ªtica, puede terminar convirti¨¦ndose en pasatiempo. Hacia mediados del siglo XVIII, sobre nuestro planeta no quedaba casi ning¨²n territorio que no hubiera sido recorrido por conquistadores, colonizadores, comerciantes, evangelizadores, aventureros o simples viajeros.
La obsesi¨®n por la conquista horizontal del globo terr¨¢queo hab¨ªa terminado; quedaba, tan solo, su conquista vertical. Quiz¨¢ por eso, hacia finales del XVIII y principios del XIX, los ingleses, que no quer¨ªan dejar de conquistar, convirtieron al monta?ismo, primero, y al alpinismo, despu¨¦s, en dos de sus pasatiempos principales.
Como siempre ha sucedido, dichos pasatiempos, que hab¨ªan nacido localmente ¡ªlo mismo suceder¨ªa, por ejemplo, con el futbol¡ª, se contagiaron pronto al resto de Europa y al continente americano, a trav¨¦s, sobre todo, de cr¨®nicas, reportajes, ficciones y poemas ¡ªentre los primeros monta?istas y alpinistas de la historia, adem¨¢s de naturalistas y pol¨ªticos retirados, se cuentan decenas de novelistas y poetas¡ª.
Los grandes picos de Europa, los Andes sudamericanos y, poco despu¨¦s, las descomunales monta?as de los Himalaya se convirtieron en el objetivo de todos aquellos que decid¨ªan abandonar la cotidianidad de manera moment¨¢nea para entrar en guerra con los elementos y con su propia resistencia, a¨²n a pesar de que la muerte pod¨ªa ser el fin de la aventura ¡ªse calcula que, hacia mediados del XIX, por cada quinientos seres humanos que intentaron hacer cumbre en el Mont Blanc, murieron diecisiete¡ª.
Poco despu¨¦s, hacia finales del XIX, influenciados por la carrera que se llevaba a cabo en los confines norte y sur del planeta, donde se luchaba por los polos, esos ¨²ltimos planos v¨ªrgenes del mundo; es decir, influenciados por la fiebre azul de los hielos perpetuos, el objetivo de los monta?istas y de los alpinistas de tercera y cuarta generaci¨®n se desplaz¨® de la roca, las cumbres y el aire hacia otro de los elementos que siempre hab¨ªan estado ah¨ª pero que, de repente, se hab¨ªa vuelto imprescindible, central en la experiencia l¨ªmite de lo desconocido: los glaciares.
Como tantos otros escritores de su ¨¦poca, Mark Twain ¡ªrecuerda Macfarlane, a quien este art¨ªculo debe bastante¡ª se dejar¨ªa seducir por esa fiebre azul y, tras embarcar a su familia y a varios de sus amigos m¨¢s cercanos en un viaje que durar¨ªa cerca de dos meses y que los llevar¨ªa a tres continentes, se plantar¨ªa en los picos de Europa, donde lo asombrar¨ªan, m¨¢s que los colores, las texturas o las temperaturas de los glaciares, su lentitud, el movimiento monumentalmente pausado de esos mastodontes congelados, ese arrastrarse imperceptible ¡ªentonces, un glaciar recorr¨ªa, en promedio, un metro y medio al a?o¡ª que los convert¨ªa en la mayor y en la m¨¢s poderosa fuerza de erosi¨®n sobre la tierra.
Quiz¨¢ porque le pareci¨® que aquella lentitud chocaba, que aquel moverse casi imperceptible de los gigantes helados era, en realidad, el opuesto exacto de la prisa, de la velocidad que reci¨¦n hab¨ªa atrapado a la humanidad en su bucle, en esa pendiente atroz de aceleracionismo econ¨®mico, vital y existencial en la que a¨²n seguimos dando vueltas, Twain decidir¨ªa optar por el humor al referirse a los glaciares: ¡°Guie a la expedici¨®n por el empinado camino de mulas y tom¨¦ la mejor posici¨®n en el centro del glaciar, pues Baedeker dice que la parte central avanza m¨¢s deprisa. Sin embargo, a t¨ªtulo de medida econ¨®mica, dej¨¦ algunos de los bultos m¨¢s pesados del equipaje en las orillas, para que avanzaran como carga pesada. Esper¨¦ y esper¨¦, pero el glaciar no se mov¨ªa¡±.
Poco despu¨¦s, Twain contin¨²a: ¡°Llegaba la noche, empez¨® a hacerse oscuro... y aquello segu¨ªa sin moverse. Entonces se me ocurri¨® que quiz¨¢ Baedeker hubiera confeccionado un horario; estar¨ªa bien averiguar las horas de salida. No tard¨¦ en dar con una frase que arroj¨® una luz deslumbrante sobre el asunto. Dec¨ªa: el glaciar Gorner viaja a una velocidad media de casi dos cent¨ªmetros al d¨ªa. Pocas veces me he sentido tan ultrajado. Pocas veces hab¨ªa sido traicionada mi confianza tan gratuitamente. Hice un peque?o c¨¢lculo: casi dos cent¨ªmetros al d¨ªa, es decir, unos ocho metros al a?o; distancia estimada hasta Zermatt, casi cinco kil¨®metros m¨¢s una decimoctava parte¡±.
Sigue Twain: ¡°Tiempo necesario para dejar el glaciar atr¨¢s, ?algo m¨¢s de quinientos a?os! El compartimento de pasajeros de este glaciar ¡ªla parte m¨¢s veloz¡ª no llegar¨ªa a Zermatt hasta el verano de 2388, y la parte de equipaje, que viajaba por el carril lento, no llegar¨ªa hasta unas generaciones despu¨¦s... Como medio de transporte de pasajeros, el glaciar me parece un fracaso¡±. Fracaso, es curioso, pero esta es la misma palabra ¡ªfracaso¡ª que utiliza el Dr. Atl una y otra vez para referirse a sus pinturas de los volcanes y a los poemas de Las sinfon¨ªas del Popocat¨¦petl.
¡°Cuando le¨ª mis poemas, me parecieron insignificantes y hasta cursis, un verdadero fracaso¡±, escribe el Dr. Atl en Gentes profanas en el convento, mientras que, en una carta dirigida a Chucho Gonz¨¢lez, su editor y amigo, dice que, ¡°salvo algunos dibujos, los ¨®leos de los volcanes son un fracaso, porque los Atl-colores fracasan ante los glaciares¡±. Como Twain, como tantos otros escritores y pintores, el Dr. Atl tambi¨¦n se hab¨ªa sentido atra¨ªdo por la conquista vertical y sus maravillas.
Como Twain, el Dr. Atl tambi¨¦n quiso dejar su testimonio de esas maravillas congeladas que, a pesar de su fracaso, deb¨ªan ser retratadas o deescritas, sobre todo, por los artistas, pues ¡°un pintor tiene sobre un cient¨ªfico y sobre un matem¨¢tico la inmensa ventaja de ver. No necesita telescopios ni hacer c¨¢lculos ni fotograf¨ªas para conocer las formas y el movimiento de las cosas¡±.
Como Twain, adem¨¢s, el Dr. Atl vivi¨® preocupado de la aceleraci¨®n econ¨®mica, vital y existencial del mundo en el que viv¨ªa: tras ser su partidario, luch¨® por impedir, por ejemplo, la explotaci¨®n de hidrocarburos en el valle de M¨¦xico, pues, dec¨ªa, la sobreexplotaci¨®n del petr¨®leo llevar¨ªa al mundo a su fin. El Dr. Atl no sab¨ªa, por supuesto, cuando hizo aquella advertencia, que sus palabras ser¨ªan premonitorias, que la sobreexplotaci¨®n de hidrocarburos traer¨ªa consigo, sino el fin del mundo ¡ªtodav¨ªa¡ª, el fin de los glaciares.
Hace apenas unos d¨ªas, cient¨ªficos de la UNAM certificaron la desaparici¨®n del glaciar Ayoloco del Iztacc¨ªhuatl, uno de los que el Dr. Atl fracas¨® al intentar pintar. Entre la muerte del Dr. Atl y el d¨ªa de la escritura de este art¨ªculo, los glaciares del planeta han perdido casi diez billones de toneladas de hielo.
Muy pronto, no quedar¨¢ ning¨²n glaciar. No habr¨¢ forma de que los futuros Twain o Atl fracasen, hermosamente. Aun as¨ª, hay pol¨ªticos que, a diferencia de los pintores y escritores, se empe?an en no ver. Para ellos, valen m¨¢s los pasatiempos que lo que deber¨ªa ser su obsesi¨®n.
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