El monumento vac¨ªo
La tendencia en boga asume que lo m¨¢s conveniente consiste en sustituir a victimarios con v¨ªctimas en el espacio p¨²blico. Pero en una ¨¦poca como la nuestra, ?el mejor monumento no es un lugar hueco que no busca imponer una narrativa ¨²nica?
Primero, un hombre en una columna, al modo de Sim¨®n el Estilita, a quien suponemos blanco y europeo, ataviado con una t¨²nica y un jub¨®n renacentistas, con la diestra al aire ¡ªgesto que implica magisterio, alguien que presume las tierras que reci¨¦n ha descubierto y se apropiar¨¢ en nombre de la Corona de Castilla¡ª, encima de otros cuatro hombres, tonsurados y reclinados: Crist¨®bal Col¨®n y los frailes Pedro de Gante, Bartolom¨¦ de las Casas, Juan P¨¦rez de Marchena y Diego de Deza. Despu¨¦s, la cabeza estilizada de una mujer, de ojos almendrados, labios gruesos, el septum perforado y unas trenzas entreveradas: su nombre, se nos anuncia, ser¨¢ Tlali. A continuaci¨®n, su antecedente: una cabeza olmeca, con rasgos m¨¢s bien africanos e irremediablemente masculinos, cuyo significado se nos escapa. Y, al final, un hombre blanco y barbado ¡ªpara su mala suerte, no muy distinto de las im¨¢genes idealizadas de los conquistadores¡ª que nos explica, con gran erudici¨®n y aplomo, el significado de la pieza que le ha comisionado el Gobierno de la Ciudad de M¨¦xico para sustituir a Col¨®n.
Cuatro im¨¢genes que presuponen otras tantas: la tradici¨®n hisp¨¢nica que se empe?a en convertir a Col¨®n en superh¨¦roe y aquella, m¨¢s reciente, que lo identifica como s¨ªmbolo primordial del imperialismo en las Am¨¦ricas; las decenas de esculturas del almirante derribadas en Estados Unidos a ra¨ªz del asesinato de George Floyd a manos de la polic¨ªa y las derribadas en otras partes del continente; las marchas en Reforma que, desde 1992, han protestado contra la permanencia de Col¨®n desde perspectivas indigenistas, anticolonialistas o feministas; la estatua descabezada de Col¨®n en Boston y las cabezas cortadas por los sicarios del crimen organizado. Y, detr¨¢s, otros ecos: de los arcos romanos a las antimonumentas; de las ruinas del Templo Mayor a la Virgen de Guadalupe y la pir¨¢mide de cart¨®n-piedra instalada en el Z¨®calo; de la estatua de Cuauht¨¦moc, no muy lejos de la glorieta en cuesti¨®n, a las piezas que se preservan, tampoco muy lejos, en Antropolog¨ªa; y de los rostros mestizos de los transe¨²ntes a los semblantes rubicundos de los turistas a las pieles tostadas de las mujeres ind¨ªgenas que venden flores o artesan¨ªas en los camellones.
Si la pol¨¦mica ha concitado tanto inter¨¦s, emoci¨®n y rabia es porque concentra algunas de las principales tensiones de nuestro tiempo. Como suele ocurrir en esta ¨¦poca de polarizaci¨®n extrema en las redes ¡ªesa otra suplantaci¨®n del espacio p¨²blico en nuestra era neoliberal¡ª, lo peor es el desd¨¦n hacia la falta de matices que deber¨ªa implicar cualquier debate sobre el espacio p¨²blico, las memorias y el olvido, las identidades y los s¨ªmbolos nacionales.
Muy pronto los antagonistas de L¨®pez Obrador y Claudia Sheinbaum se lanzaron ferozmente contra la remoci¨®n de Col¨®n y la obra de Pedro Reyes comisionada para sustituirlo; del otro lado, los seguidores de la 4T defendieron con la misma furia ambas acciones. Al su lado, un grupo se manifest¨® a favor de la defenestraci¨®n, aunque deplorando la elecci¨®n del artista, fuese por la asignaci¨®n directa o por tratarse de un hombre blanco encargado de modelar a una mujer ind¨ªgena, y a¨²n otros se?alaron la disonancia cognitiva de quienes exigieron que se delegase la obra en manos ind¨ªgenas sin tampoco serlo.
En medio de estas batallas se entrecruzan pugnas ancestrales que no se resolver¨¢n solo con estar a favor o en contra, y que tampoco concluir¨¢n con una consulta m¨¢s autorizada o abierta: la soluci¨®n elegida, tras el esc¨¢ndalo, por la jefa de Gobierno. Porque, en contra de lo que muchos asumen, el espacio p¨²blico nunca ha sido un ¨¢mbito de convivencia pac¨ªfica ¡ªo no solo eso¡ª, sino casi su reverso: el lugar donde distintos actores ¡ªindividuos, colectivos, partidos y autoridades¡ª miden sus fuerzas, se confrontan, luchan entre s¨ª y, en el mejor de los casos, llegan a acuerdos.
Desde la antig¨¹edad, el poder siempre ha buscado no solo apropiarse del espacio p¨²blico, sino del futuro: los monumentos son tiempo congelado. Manifestaciones f¨ªsicas del ansia por asentar un discurso hist¨®rico un¨ªvoco a las generaciones venideras que, por fortuna, se halla condenado al fracaso: los gobernantes del presente jam¨¢s podr¨¢n asegurarse el porvenir, ese territorio inestable donde nuevos poderes se encargar¨¢n de destruir, olvidar, reinterpretar o trastocar esos vanos intentos de permanencia.
Cada monumento ¡ªcada escultura colocada en el espacio p¨²blico¡ª refleja esta tensi¨®n entre el poder y el arte, entre los vencedores y los vencidos, entre los gobernantes y los gobernados, entre el dinero, la censura y la autocensura, entre las ¨¦lites y los despose¨ªdos. Todas buscan legitimar al poder en turno, por lo general enlaz¨¢ndolo con una gesta u origen heroico. Pero, como el tiempo es lo ¨²nico que el poder no puede determinar a priori, con frecuencia ocurre que las intenciones originales del monumento se pierden o desdoran, y en contados casos se les incorpora como s¨ªmbolos m¨¢s o menos constantes de un grupo, una colectividad o una naci¨®n.
De ah¨ª que los monumentos parezcan hechos justo para ser sustituidos: un templo romano en lugar de uno g¨¢lico o ib¨¦rico, una iglesia en lugar de un altar pagano ¡ªo una pir¨¢mide¡ª, un emblema de progreso en lugar de una ruina y as¨ª ad infinitum. Lo que antes representaba al establishment ¡ªun ¡°descubridor¡±, un conquistador, un pr¨®cer¡ª, hoy significa lo contrario. En esta din¨¢mica, resulta casi rid¨ªculo discutir la pertinencia de remover a Col¨®n: una figura anacr¨®nica ¡ªy no me refiero al Col¨®n hist¨®rico, sino a su estatua¡ª que encarna lo peor del colonialismo ¡ªsin referencia a su apellido¡ª masculino, blanco y europeo. En cualquier caso, lo mejor ser¨ªa una amplia consulta ciudadana, que muy probablemente arrojar¨ªa a este col¨®n a una bodega.
M¨¢s complejo resulta con qu¨¦ sustituirlo. La tendencia en boga ¡ªla episteme de los nuevos poderes en busca de legitimaci¨®n¡ª asume que lo m¨¢s conveniente consiste en sustituir a victimarios con v¨ªctimas, como si este solo esfuerzo trastocara no solo el paisaje p¨²blico, sino la historia pasada y las injusticias presentes. Si el s¨ªntoma es Col¨®n, lo natural ser¨ªa curarlo con quienes fueron borrados por su culpa: los ind¨ªgenas. Y si, adem¨¢s se trata de una mujer, el nuevo poder asume, sin demasiada reflexi¨®n, un ¨¦xito absoluto. Una mujer ind¨ªgena. ?Pasada, presente, real, idealizada?
La cuesti¨®n, otra vez, no resulta tan simple como el poder quisiera. Para ejemplificarlo, replico aqu¨ª una hip¨®tesis descabellada discutida entre amigos. ?Y si mejor se sustituyera a Col¨®n por algo que en verdad nos una a todos los mexicanos? A alguien se le ocurri¨® que lo mejor ser¨ªa un monumento al chile en nogada, orgullo nacional. Entonces alguien pregunt¨®: ?y qui¨¦n ser¨ªa el encargado de esculpirlo? Conforme al discurso ultra identitario de moda, intervino alguien m¨¢s, el artista solo podr¨ªa ser otro chile en nogada.
La discusi¨®n no parar¨ªa all¨ª: ?capeado o sin capear?, ?el original poblano o el preferido por la mayor¨ªa?, ?un monumento al chile en nogada ideal o a un chile en nogada en espec¨ªfico? Sin duda, muchos protestar¨ªan por su origen clerical en una sociedad laica. Los republicanos, por su asociaci¨®n con Iturbide. Las feministas, por la opresi¨®n de las monjas. Los ecologistas, por el acitr¨®n, pues la biznaga est¨¢ en peligro de extinci¨®n. Veganos y vegetarianos, por la crueldad contra los animales provocada por el relleno. Y as¨ª¡
Por graciosa ¡ªo no¡ª que nos parezca, la analog¨ªa revela las dificultades de cualquier elecci¨®n. De un modo u otro, alguien se sentir¨¢ ofuscado y ofendido. Aun con una consulta popular, los ganadores no pueden saber si se encuentran en el lado correcto de la historia y tampoco pueden asegurar la preeminencia futura de su discurso. Todo monumento es una demostraci¨®n de poder; todo monumento es un monumento a la exclusi¨®n.
Ante este panorama, ?no ser¨ªa mejor imaginar un espacio p¨²blico desprovisto de ellos? ?La mejor conclusi¨®n a estas batallas no ser¨ªa dejar el sitial vac¨ªo? ?Algo as¨ª como el Z¨®calo capitalino donde ya no se existe ni siquiera el z¨®calo que le dio nombre? ?La glorieta de Col¨®n sin Col¨®n como el m¨¢s elocuente s¨ªmbolo de la invisibilidad y la ausencia de quienes fueron excluidos por su llegada a lo que ¨¦l cre¨ªa las Indias? En una ¨¦poca como la nuestra, ?el mejor monumento no es el monumento inexistente, un espacio hueco que no busca imponerle a nadie, ni a nuestros contempor¨¢neos ni a nuestros descendientes, una narrativa ¨²nica, sino un vac¨ªo y una duda sobre qui¨¦nes somos y qu¨¦ hemos hecho con este territorio al que llamamos M¨¦xico?
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