Amor y duelo
Recorr¨ª muchos a?os aqu¨ª y all¨¢ tratando de solucionar lo que estuviera mal en m¨ª, eso que obstru¨ªa mi encuentro con el amor de pareja, para darme cuenta de que el amor est¨¢ en otras cosas, cosas que a veces una no percibe o no dimensiona
La primera vez que escuch¨¦ decir a un hombre que me quer¨ªa, sent¨ª como si sus palabras me comprometieran. Ese hombre 10 a?os mayor me sigui¨® desde entonces al r¨ªo en su bicicleta. Me sigui¨® luego cuando iba al pan, a comprar comida, cuando me iba lejos de los adultos, cuando jugaba con sus hermanas. En la costa los ni?os and¨¢bamos sueltos, camin¨¢bamos juntos, nos avis¨¢bamos de peligros visibles e invisibles. Los hermanos del hombre en cuesti¨®n me dec¨ªan: viene por ti, tienes que irte. Y yo sal¨ªa pitando. Al principio corr¨ªa, luego mis padres me regalaron una bicicleta que yo hab¨ªa pedido con el pretexto de ir m¨¢s r¨¢pido por los mandados. Me avergonzaba tener que decir que alguien que me quer¨ªa me hac¨ªa sentir culpa por tener un cuerpo. Cuando se lo dije a mi madre, me sugiri¨® usar una playera holgada para nadar. Recuerdo c¨®mo se hinchaba la playera con el agua y lo dif¨ªcil que era sumergirse con ella para mirar las piedras y los peces de colores en el r¨ªo. Recuerdo el dolor que me caus¨® reconocer que la playera no me hac¨ªa desaparecer, sino que era el m¨¦todo que hab¨ªan hecho usar a mi propia madre a mi edad para evitar que se le vieran los pechos crecientes. Fue la primera vez que sent¨ª miedo al reconocerme como mujer, como ni?a. Eventualmente dej¨¦ de ir al r¨ªo porque uno se volvieron cinco. Cinco muchachos que rondaban los veinte a?os me persegu¨ªan argumentando sentir amor por m¨ª.
Tuve que olvidarme del olor a pasto reci¨¦n arrancado y de las ciruelas que crec¨ªan sobre los ¨¢rboles en los terrenos libres. Ten¨ªa una ruta perfecta para huir del amor de ese ni?o (en mi mente, ¨¦l y sus amigos eran como yo: ni?os). Arrojaba mi bicicleta justo antes del patio de la casa con espineras y corr¨ªa a toda velocidad para salir del otro lado, donde me esperaba mi padre trabajando fierro, molesto porque despu¨¦s de huir me gustaba ver fijamente la luz azul de la soldadura. Nunca pudieron alcanzarme, pero no dejaron de perseguirme.
Un d¨ªa vino a visitarnos la abuela y tuve que dec¨ªrselo: ese muchacho dec¨ªa que quer¨ªa casarse conmigo. Llor¨¦, no sab¨ªa por qu¨¦ lloraba si se supon¨ªa que el amor era para celebrarse. Mi abuela se encerr¨® con mis padres y hablaron en voz baja. Luego me dijo: te vas a jugar al pante¨®n y yo voy a cuidarte. El pante¨®n era un lugar hermoso, el musgo cubr¨ªa las l¨¢pidas y a los muchachos les daba miedo seguirme hasta ah¨ª. Tom¨¦ mi bici, sal¨ª de casa mirando a todas partes. Y entonces, los muchachos salieron de sus escondites listos para perseguirme. Yo sab¨ªa derrapar, sab¨ªa lanzarme de la bicicleta en movimiento, sab¨ªa todas las maniobras que hay que saber para huir, pero esta vez estaban demasiado cerca. ?Qu¨¦ har¨ªan conmigo cuando me alcanzaran? ?Tendr¨ªa que casarme y ser como mi amiga Mar¨ªa, que hab¨ªa parido antes de cumplir los 15? Antes de que llegaran, apareci¨® mi abuela a la vuelta de la casa, empu?ando algo debajo de su blusa, me dijo ?vete! Y yo avent¨¦ mi bicicleta y corr¨ª en direcci¨®n al lugar del eterno descanso. La escuch¨¦ decirles: los mato si los vuelvo a ver cerca. A?os m¨¢s tarde supe que empu?aba una pistola blanca, la misma con la que defendi¨® a sus ocho hijas de los hombres que trepaban los muros para tratar de violarlas.
Esa noche fue demasiado silenciosa, la costa chica parec¨ªa haberse enfriado.
Unas semanas despu¨¦s tuvimos que irnos, fue como una huida: mi mam¨¢ conduc¨ªa el carrito con las pocas cosas que no hab¨ªan vendido y mi pap¨¢ iba a su lado borracho. Mi padre nunca beb¨ªa, pero los vecinos de los chicos que me persegu¨ªan lo hab¨ªan obligado a tomar, pistola en mano. Se dec¨ªa que eran asesinos a sueldo, se dec¨ªa que traficaban mujeres.
Esa fue mi introducci¨®n a la idea del amor. Me parec¨ªa m¨¢s sincero el cari?o de mi perra que el del hombre que me dec¨ªa que me quer¨ªa, acurrucado entre las matas, jadeando mientras yo me ba?aba. Tambi¨¦n en esos a?os me jur¨¦ amor eterno con mi amigo Charito, el ni?o afeminado. ?ramos como parte de un club, junto con Mar¨ªa, la hija de la prostituta, que hab¨ªa sido adoptada por un t¨ªo lejano, un viejito paral¨ªtico que vend¨ªa verdura en una banqueta afuera del mercado. Cuando el t¨ªo muri¨®, Mar¨ªa sigui¨® el destino al que la gente la hab¨ªa condenado. Nadie le ofreci¨® un techo ni pan y tuvo que entregarse al ¡°amor de los hombres¡±. La ¨²ltima vez que habl¨¦ con Charito, ya salido del cl¨®set, hace un par de a?os, me dijo que Mar¨ªa estaba irreconocible y que parec¨ªa veinte a?os mayor que nosotros. Me dijo que le hab¨ªa susurrado: hermana, v¨¢monos de aqu¨ª, pero ella ya ni siquiera lo recordaba. Ten¨ªa miedo de algo, de alguien acechando en las sombras del tugurio.
Cada que Charito y yo habl¨¢bamos de nuestra infancia, del r¨ªo, de los tacuates a los que la gente llamaba ¡°indios¡± o ¡°salvajes¡±, ten¨ªamos que tener unas copas encima. Evit¨¢bamos mirarnos a los ojos. Privilegiados, ayudados por nuestras familias, hab¨ªamos logrado salir de esa violencia sistem¨¢tica, hab¨ªamos estudiado unos a?os en la universidad, nos hab¨ªamos enamorado de nuestro propio sexo y del opuesto, hab¨ªamos podido teorizar sobre las cosas que nos hab¨ªan herido. El an¨¢lisis de nuestro dolor suavizaba las cosas al punto de volvernos amn¨¦sicos, hip¨®critas.
Nunca le he podido contar a Charito que la segunda persona de la que me enamor¨¦, a los 18 a?os, cuando viv¨ªa sola en la ciudad m¨¢s monstruosa que he conocido, organiz¨® una intrusi¨®n colectiva hacia mi cuerpo en un momento de sedaci¨®n involuntaria. Ese tipo tambi¨¦n me dec¨ªa que me quer¨ªa. El efecto de esa violaci¨®n, un embarazo ef¨ªmero, me regal¨® eso que nunca pude definir y para lo que me ha servido ante todo la poes¨ªa: viv¨ª ¡°una sensaci¨®n de amor tan grande que me arruin¨® la vida en el mundo¡±. Mi balsa de rescate, esa pobre definici¨®n de mi dolor, me mantuvo a flote. Versos que pon¨ªan en palabras la elevaci¨®n, el ¨¦xtasis y la imposibilidad de conservarme en ese ¨²nico estado, no importa si decid¨ªa tener al hijo o arrojarlo. Lo cierto es que ese amor nonato me salv¨®, me hizo huir, pedir ayuda, conservar mi vida. Una noche, cuando estaba decidida a no tenerlo, lo escuch¨¦ latir. Todo el cuarto lat¨ªa con ¨¦l, las paredes, la casa entera. ?Qu¨¦ iba a hacer con ese ni?o si nac¨ªa? ?A qu¨¦ heridas estar¨ªa condenado? Ese hijo me hizo entender que el destino del amor tambi¨¦n es despedirse.
Aprend¨ª m¨¢s fehacientemente del amor cuidando a mis perras. Ellas me ense?aron que es un sentimiento trascendente. El m¨¢s necesario en estos tiempos, el m¨¢s mal visto. No s¨¦ por qu¨¦ la gente entiende amar como un gesto de vulnerabilidad si para los perros amar es robustecerse. Es como un superpoder, algo que saben propio, es lo que les da su rol en el mundo. Con sumisi¨®n, el amor de los perros no se lleva a cabo, se vuelve miedo. Por eso nunca he querido entrenar a mis perros, me gusta reconocerlos salvajes, me hace sentir que estoy presenciando algo vestigial, un error en la m¨¢trix: un animal que ha rechazado su naturaleza feroz para hacernos compa?¨ªa.
Hace un par de semanas se muri¨® Kichi, una de las perras que m¨¢s he querido. La primera vez que nos vimos me recibi¨® como si llevara vidas esper¨¢ndome. Era la que iba siempre a mi lado, la que en las carreras en el campo se esforzaba por no perderme de vista cuando yo aumentaba la velocidad sobre la bicicleta en las largas bajadas. Todo sucedi¨® muy r¨¢pido. Despu¨¦s de que se inundara nuestra casa, mi perra m¨¢s peque?a estaba enferma, vomitaba, convulsionaba, rodaba por las escaleras con los ojos en blanco. La veterinaria dijo que estaba traumada, pero yo tambi¨¦n enferm¨¦. Kichi comenz¨® a acostarse encima de nosotras. Nos lam¨ªa. Le lam¨ªa la crisma, me lam¨ªa las manos para quitarme la fiebre.
Un d¨ªa Kichi amaneci¨® enferma, estaba pre?ada as¨ª que su cuerpo, repleto y vulnerable, se venci¨®. Entend¨ª lo que hab¨ªa hecho: hab¨ªa tomado lo nuestro y lo hab¨ªa hecho suyo. La ¨²ltima vez que la vi viva, miraba a un punto fijo en la oscuridad. Es la primera y la ¨²ltima vez que la vi sumisa. Se estaba rindiendo ante lo ¨²nico ante lo que vale la pena rendirse. ?Qu¨¦ miras, Kichi? No hab¨ªa nada hacia donde ve¨ªa y, aunque le girara el rostro por mi miedo hacia otro lado, Kichi volv¨ªa la vista al mismo punto. Esa mirada s¨®lo la he visto en los moribundos, ese mirar al vac¨ªo buscando su suerte. Quise negarme. ?C¨®mo iba a irse ella, si parec¨ªa eterna? Si llev¨¢bamos vidas esper¨¢ndonos.
La noche en que trajeron sus restos, algo abri¨® la puerta de mi cuarto y entr¨® ella. Yo estaba entre dormida y despierta, inmersa en ese momento placentero de amnesia que nuestro cuerpo nos regala posterior a la p¨¦rdida de un ser querido o de un evento tr¨¢gico, en el profundo cansancio, ya sin fiebre. Ella entr¨® moviendo su cuerpecito alegremente, se subi¨® a la cama y se acurruc¨® conmigo. La busqu¨¦ al d¨ªa siguiente mientras recuperaba mi memoria. Su visita, su alegr¨ªa al despedirse, me hizo la vida y el duelo m¨¢s livianos. A mucha gente le parecer¨¢ un poco extra?o que la muerte de un animal duela tanto, pero ?no es cierto que lo que tienen en com¨²n el duelo por un nonato y una perra que dio su vida por la de uno es ese amor sin m¨¢cula? Nada de claroscuros, nada de sumisi¨®n, de juegos de poder, de conductas enredadas, de traumas.
Me es inevitable unir la idea del amor a la del duelo. No quiero creer que estoy errando, desde mi punto de vista esto es igual a aceptar que la vida termina, que es muerte vivir. Que cada desamor es un recordatorio de nuestro destino com¨²n.
Recorr¨ª muchos a?os aqu¨ª y all¨¢ tratando de solucionar lo que estuviera mal en m¨ª, eso que obstru¨ªa mi encuentro con el amor de pareja, para darme cuenta de que el amor est¨¢ en otras cosas, cosas que a veces una no percibe o no dimensiona. Mi hermana trans me mira recelosa cuando hablo de esto. Ella, que de alguna forma al aceptarse a s¨ª misma finalmente acept¨® que el amor ser¨ªa dif¨ªcil, que se ver¨ªa interferido por la negligencia, por el rechazo. Pero tambi¨¦n con su aceptaci¨®n vino la certeza de que siempre existir¨¢ la esperanza por la uni¨®n, por perdonar al g¨¦nero opuesto, al propio, a una misma.
No he podido escribir nada que est¨¦ a la altura de lo que hizo Kichi. El amor no es algo que pueda escribirse, pienso. Es algo que uno intenta describir. Creo que el amor es Dios, algo sin dimensiones que recibe un nombre escueto y se reduce a nuestra escasa comprensi¨®n de las cosas. Como un papel gigantesco que es doblado dentro de una caja para que quepa y del cual s¨®lo podemos ver un lado. Yo lo he sentido, yo he corrido por las monta?as, junto a mis perras, he caminado por el desierto, nadado en el mar con la sensaci¨®n de tenerlo a cuestas, adentro, encima m¨ªo, estoy segura. Y, curiosamente, me ha alcanzado en el culmen de mi propia soledad. Ah¨ª, mis objetos de amor irradian, me doy cuenta que, justamente como Dios, pertenecen con el tiempo a un orden de cosas que deber¨ªan conservarse en secreto, es decir: ser olvidadas.
Este texto fue le¨ªdo por Clyo Mendoza durante la Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO), como parte del proyecto ¡®Conversaciones¡¯
Suscr¨ªbase aqu¨ª a la newsletter de EL PA?S M¨¦xico y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este pa¨ªs
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.