M¨¦xico: desparecer a la vista de todos
El horror en que vivimos atrapados hace tanto nos ha acostumbrado a la desconexi¨®n, a las rupturas entre el espacio p¨²blico y el privado
Un hombre camina sobre la banqueta, rumbo a su trabajo.
El hombre vive en Guadalajara y todos los d¨ªas lleva a cabo el mismo recorrido, por lo que este se le ha vuelto mon¨®tono.
El 22 de enero de este a?o, sin embargo, dicha monoton¨ªa estall¨® por los aires, cuando el hombre escuch¨® una voz que le ped¨ªa auxilio, una voz desesperada, agotada, al borde del desfallecimiento.
Sobresaltado, el hombre gir¨® sobre su eje una, dos, tres veces; retrocedi¨® luego algunos metros y los volvi¨® a andar otra vez: nada, el due?o de aquella voz que le segu¨ªa pidiendo ayuda, no aparec¨ªa por ning¨²n sitio. Era como si ah¨ª solo quedara esa voz, el eco de su apremio, el ruego.
Cada vez m¨¢s consternado, el hombre dirigi¨® su atenci¨®n hacia los negocios y las casas que lo rodeaban, ya no solo en busca de aquel que ped¨ªa ayuda sino esperando que alguien m¨¢s, alguien como ¨¦l, hubiera escuchado aquella s¨²plica y estuviera, tambi¨¦n, desesperado. No encontr¨®, sobra decir, lo que buscaba: el mundo que ve¨ªa y el que escuchaba parec¨ªan desconectados.
El horror en que vivimos atrapados hace tanto nos ha acostumbrado a la desconexi¨®n, a las rupturas entre el espacio p¨²blico y el privado: como si la existencia fuera cosa de uno, como si no form¨¢ramos parte de algo mucho m¨¢s grande; cuando la vida, a consecuencia del miedo y la violencia, se reduce a supervivencia, no hay lugar al reconocimiento del otro y los espacios comunes se vuelven lugares de peligro, al tiempo que los ¨ªntimos derivan en reductos a proteger con el cuchillo entre los dientes.
Pero volvamos al hombre que sigue dando vueltas por la calle: nadie, ni en los locales que separaban a los despachadores de los clientes mediante rejas de metal ni en las casas amuralladas sobre s¨ª mismas como castillos medievales, parec¨ªa escuchar la llamada de auxilio que ¨¦l segu¨ªa escuchando y que, de pronto, sonaba acompasada por el ruido de unos golpes, unos golpes insistentes y tercos que estallaban tras cada palabra desesperada y que, al final, terminaron por atraer la atenci¨®n del hombre hacia el asfalto ¡ª?c¨®mo pod¨ªa ser que aquella s¨²plica saliera de ah¨ª?¡ª.
Sorprendido, en el sentido literal de la palabra, es decir, estupefacto, el hombre vio, en la peque?a, en la min¨²scula boca de una coladera que ten¨ªa a unos metros ¡ªcoladera marcada con el n¨²mero 84 y la leyenda BPIGAM¡ª, la punta de un hueso que buscaba el exterior, como periscopio del Mictl¨¢n. Era aquel hueso, un hueso que a la postre ser¨ªa reconocido como humano, como la tibia de un hombre, el que, golpeando contra el metal, produc¨ªa el sonido que hab¨ªa empezado a acompasar la s¨²plica de quien yac¨ªa dentro de aquella coladera reconvertida en mazmorra ¡ªvivimos, por cierto, en un pa¨ªs en el que un cad¨¢ver, en el mercado negro, cuesta 3.000 pesos¡ª.
Incr¨¦dulo, incapaz de comprender lo que pasaba, el hombre se lanz¨® sobre aquella coladera, con la intenci¨®n de abrirla y de ayudar a quien yac¨ªa confinado ah¨ª adentro, pero entonces descubri¨® algo que no hab¨ªa notado antes, durante los segundos que transcurrieron entre su entendimiento y la aceptaci¨®n de que aquello que cre¨ªa que pasaba era real: a la coladera le hab¨ªa sido a?adido un seguro, una barra de metal que la cruzaba de un lado al otro. Y a ese seguro le hab¨ªan puesto un candado que se sujetaba a una varilla, tambi¨¦n empotrada en el suelo.
Admitiendo su incapacidad para abrir aquel encierro ¡ªal parecer, esto queda tras la ruptura del espacio p¨²blico y el privado: zulos bajo las calles que todos caminamos¡ª y de poner fin as¨ª al sufrimiento de quien estaba a punto de desaparecer ¡ªo de volver a desaparecer, porque su primera desaparici¨®n hab¨ªa ocurrido cinco d¨ªas antes, tras ser asaltado, golpeado brutalmente y encerrado en aquella coladera en la que, por suerte para ¨¦l, hab¨ªa otros restos humanos¡ª, el hombre llam¨® a la polic¨ªa.
Sucedi¨®, entonces, lo que sucede tantas veces en nuestro pa¨ªs: cuando llegaron los servicios de emergencia ¡ªprimero, la polic¨ªa, luego, los bomberos, y, finalmente, elementos de la Guardia Nacional¡ª, el hombre que hab¨ªa sido condenado a desaparecer en plena v¨ªa p¨²blica fue felizmente rescatado, aunque, con su rescate, se conden¨® a la desaparici¨®n otra cosa: su historia.
Y es que si antes de su rescate, aquel hombre hab¨ªa desaparecido para sus familiares y segu¨ªa desapareciendo de manera continua para todos aquellos que pasaban sobre su coladera, obviando sus llamadas de auxilio, tras ser liberado fue el sistema, el mismo que ha dado lugar al presente en que vivimos, el que volvi¨® a desaparecerlo.
A desaparecerlo como desaparecen tantos hombres y mujeres a pesar de haber aparecido: neg¨¢ndole el derecho al testimonio. La autoridad, claro, se apresur¨® a decir que ¨¦l hab¨ªa sido rescatado y que eso era lo importante.
El caso, aseguraron, pasar¨ªa a la Fiscal¨ªa y ya se informar¨ªa m¨¢s adelante, a?adieron, asegurando o queriendo asegurar el manto de silencio.
Un silencio que la sociedad, en general, hace posible, porque lo acepta obediente, indiferente o, m¨¢s bien, resignada.
Si no escuchamos las llamadas de auxilio, por qu¨¦ querr¨ªamos escuchar los testimonios.
Parecer¨ªa que no entendemos que el silencio es la ¨²ltima forma de la desaparici¨®n.
Y que luchar contra ¨¦l, es luchar contra la desconexi¨®n en que vivimos.
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