Quer¨¦taro y la espiral de nuestras violencias
Esa forma de violencia que en M¨¦xico se ha metido de repente en un estadio, persigue a los migrantes, a los defensores del territorio, a los deudos fusilados fuera de un velorio, a las mujeres violentadas
Los estadios Azteca y Ol¨ªmpico Universitario guardan muchos de mis recuerdos infantiles y de juventud.
Por haber asistido tantas veces a partidos de f¨²tbol, no comparto el lugar com¨²n que asevera que antes eran lugares id¨ªlicos, en donde no exist¨ªa violencia alguna y los rivales pod¨ªan abrazarse y cantar juntos su amistad. Recuerdo un partido en el que el padre de un amigo nos escondi¨®, a ese amigo de mi infancia y a m¨ª, bajo las butacas de concreto, para protegernos de la lluvia de objetos que ca¨ªan desde arriba, as¨ª como el miedo que experiment¨¦ ante la primera estampida que me alcanzara en un pasillo.
Por supuesto, estas que refiero son formas de violencia rid¨ªculas, comparadas con lo que sucedi¨® en la Corregidora de Quer¨¦taro el s¨¢bado pasado. Si las menciono aqu¨ª, sin embargo, es porque creo que, en el tiempo que media entre aquellos recuerdos y nuestro presente, se encuentra la descomposici¨®n que nos explica.
Durante las ¨²ltimas d¨¦cadas, al tiempo que el Estado se contra¨ªa y los gobiernos se replegaban, la impunidad se volv¨ªa moneda de cambio, los servicios b¨¢sicos se erosionaban, la educaci¨®n ca¨ªa en el abandono y lo ¨²nico que parec¨ªa organizarse era el crimen, la sociedad se vio fracturada por los mandamientos de la competitividad y la precariedad, que poco a poco nos convirtieron en islas desconectadas. Los individuos, entonces, fuimos perdiendo la capacidad de mirar al otro, compartir sus emociones, acompa?ar sus dolores, conectar nuestras existencias y valorar la vida en sus diversas formas, al tiempo que tambi¨¦n perd¨ªamos la capacidad de imaginar y de pensar otras formas de ser y estar. En torno nuestro, entonces, sin que pudi¨¦ramos verlas, sin que los gobiernos aceptaran que estaban ah¨ª y sin que el Estado actuara en consecuencia, se fueron superponiendo nuevas violencias, violencias cada vez menos rid¨ªculas.
De manera gradual pero sostenida, insisto, mientras la urgencia de la vida cotidiana se convert¨ªa en la ¨²nica forma de vida y el Estado ¡ªmediante la incapacidad, pero tambi¨¦n la indiferencia manifiesta de los gobiernos¡ª renunciaba al monopolio de la violencia f¨ªsica leg¨ªtima, violencias cada vez m¨¢s intolerables se fueron superponiendo y aquellas que alguna vez nos parecieron rid¨ªculas ¡ªeran, en realidad, tolerables¡ª dejaron su lugar a estas que hoy nos hacen estremecernos ante una pantalla en la que vemos a un grupo de muchachos destrozando la cabeza de otro muchacho.
Parad¨®jicamente, una breve biograf¨ªa de la suerte ante las diversas formas de violencia que hemos enfrentado durante las ¨²ltimas d¨¦cadas, sirve para ejemplificar la superposici¨®n de violencias intolerables a la que me refiero, as¨ª como la descomposici¨®n que le ha dado lugar: ¡°si no me avisa el chavo ese, me roban la cartera¡±; ¡°me robaron la cartera, pero por suerte hab¨ªa dos polic¨ªas y no me asaltaron¡±; ¡°lo asaltaron, no hab¨ªa ni un solo polic¨ªa cerca, pero, como sea, no lo secuestraron, porque hab¨ªa mucha gente¡±; ¡°lo secuestraron en plena calle, a la vista de todos, fue terrible, ninguna autoridad nos ayud¨®, pero aunque sea no lo mataron¡±; ¡°lo mataron, pero no lo desaparecieron¡±.
¡°Lo mataron, pero no lo desaparecieron¡±: apenas unas cuantas d¨¦cadas despu¨¦s de que la violencia en un estadio fuera un monedazo en la cabeza o doscientos mililitros de orina en la espalda, es decir, apenas unas cu¨¢ntas d¨¦cadas despu¨¦s de esa violencia que hoy nos resulta rid¨ªcula, ni siquiera de esta forma de la suerte ante las violencias parecen estar libres los estadios, como no lo est¨¢ ning¨²n lugar del territorio mexicano: ¡°no sabemos nada, s¨®lo eso, que no sabemos nada, pues, que puede estar muerto o no, que est¨¢ muerto, igual, qui¨¦n sabe d¨®nde, o no, eso no, no sabemos ni eso¡±.
Vivimos en un pa¨ªs en donde la violencia ha alcanzado tales cimas, tras haberse superpuesto una y otra vez sobre s¨ª misma, mientras nosotros y nuestros gobiernos y nuestro Estado prefer¨ªamos acusar nuestra realidad de rid¨ªcula, en vez de asumirla como asfixiante, que la duda es tan atroz como la certeza y tan com¨²n como la desesperanza. Ante este golpe de realidad: ?Qui¨¦n puede creer, por ejemplo, que no hubo muertos en la Corregidora de Quer¨¦taro?
Peor a¨²n: ?Qui¨¦n se dir¨ªa sorprendido de que hubiera habido muertos? Incluso peor: ?Qui¨¦n podr¨ªa asegurar que no se ha impuesto, otra vez, la desaparici¨®n? Esa forma de violencia, la m¨¢s intolerable, que en M¨¦xico se ha metido de repente en un estadio pero que persigue, desde hace a?os, a los migrantes, a los defensores del territorio, a los deudos fusilados fuera de un velorio, a las mujeres violentadas.
Recuerdo, otra vez, aquella noche en el Ol¨ªmpico Universitario en la que el padre de mi amigo de la infancia nos escondi¨® debajo de la hilera de butacas de concreto, pero no me parece, ahora, que aquella violencia fuera rid¨ªcula: era tolerable, era la violencia que toda sociedad humana conlleva. No pequemos de bienpensantes: no ha existido ni existir¨¢ nunca una sociedad humana que no entra?e alguna forma de violencia, pues esta, de cierto modo, ni se crea ni se destruye, solo se transforma.
El asunto es c¨®mo nos relacionamos con esa transformaci¨®n: si la encausamos o la dejamos encausarnos, si la controlamos o la dejamos controlarnos. El asunto, pues, es como recuperamos nuestras violencias tolerables.
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