La servidumbre de los cuerpos
La epidemia de la covid-19 ha demostrado que somos vulnerables y hemos de adaptarnos a nuestras servidumbres corporales, inventando un modo distinto de tratar con los cuerpos ajenos
En sus estudios sobre la sociolog¨ªa del cuerpo, Le Breton expuso con gran ¨¦xito la idea de que la t¨¦cnica y la ideolog¨ªa estaban construyendo la nueva corporalidad de la Modernidad. M¨¢s restringida la velocidad del cambio por condicionantes ¨¦ticos que por barreras tecnol¨®gicas, el cuerpo humano escapaba de su condici¨®n natural y dejaba progresivamente de ser un cuerpo org¨¢nico para convertirse en un cuerpo pl¨¢stico, prot¨¦sico, digital, cibern¨¦tico y, finalmente, inmaterial. De golpe y sin previo aviso, esta perspectiva parece haberse esfumado. A causa de la pandemia de la covid-19, las insuficiencias de la t¨¦cnica y de la estructura productiva se han hecho patentes y la penuria de simples equipos de protecci¨®n ha echado por tierra el sue?o de la inmortalidad cibern¨¦tica. Quiz¨¢ no era un sue?o, sino una pesadilla en los comienzos de su gestaci¨®n. Las relaciones humanas se han hecho m¨¢s restringidas y corp¨®reas a la par que virtuales; el cuerpo no puede darse ya por garantizado ni es el tel¨®n de fondo que enmarca las dem¨¢s cualidades de la persona, sino un aviso de alerta que se anticipa a cualquier otra percepci¨®n. El miedo al contagio se ha instalado firmemente y evitar el cuerpo del otro es una gu¨ªa de conducta legalmente impuesta.
Alrededor del cuerpo todo ha cambiado. Simmel enfatizaba la importancia del rostro, la mirada y el reconocimiento visual, la sensorialidad, los detalles, la etiqueta de la gestualidad. En lugar de proyectarse, ahora el gesto se reprime, sobresalta al otro, obliga a pedir disculpas por el acercamiento excesivo. C¨®digos complejos y elaborados por un aprendizaje de siglos, basados en la capacidad de ver, o¨ªr, tocar, oler y gustar, tendr¨¢n que rehacerse y de momento est¨¢n en suspenso, en el torpe ensayo de olvidarlos e instalar a tientas los nuevos.
Mientras las pilas de agua bendita est¨¢n vac¨ªas, el gesto ritual ha revivido a la puerta de los centros comerciales, donde el rastro del aroma levemente punzante del hidrogel se expande a veces hasta las calles. Tememos las nubes de respiraci¨®n que acompa?an nuestro paso y el de los otros. Sospechamos del aire y el agua por si arrastrasen got¨ªculas contaminantes. La voz del otro, su risa, su c¨¢ntico, su estornudo o su beso; todo es posible v¨ªnculo de transmisi¨®n del mal. Para evitar la nariz y la boca de los otros, tapamos con m¨¢scaras nuestra cara, enfundamos el cuerpo en trajes de astronauta cuando la actividad nos obliga al contacto f¨ªsico.
La exhibici¨®n de los cuerpos bien mantenidos se hab¨ªa declarado consustancial a la Modernidad. ?C¨®mo se ejerce la seducci¨®n en los espacios encapsulados, fragmentados por mamparas acr¨ªlicas, con la distancia regulada a un m¨ªnimo de dos metros? La vestimenta y el adorno eran signos del cuerpo, pero no hacen falta signos, o al menos no de ese tipo, cuando han dejado de frecuentarse los espacios de encuentro. En la rebeld¨ªa de los j¨®venes no hay s¨®lo la prepotencia de quien se cree inmune, tambi¨¦n se afirma la necesidad de reponer la p¨¦rdida del contacto, del juego.
Las manos eran antes una herramienta para conocer el mundo, y la pandemia las convirti¨® en fuente de riesgo. Tocar es ya un ejercicio prohibido o, cuando menos, fuertemente desaconsejado. Por prescindir del cuerpo, ahora rehuimos la exploraci¨®n y la caricia. Un ligero chocar de codos sustituye malamente al apret¨®n de manos, al roce suave de las yemas de los dedos. Se ha generado una nueva avaricia de la proximidad; hay que escatimar, limitar personas y espacios, decidir con qui¨¦n se quiere o necesita compartir la cercan¨ªa. Entre el afecto y la consciencia, se instala la loter¨ªa del riesgo. Lejos de quien querr¨ªamos estar cerca, el azar nos coloca pr¨®ximos a los desconocidos irrastreables que posaron sus manos hace un rato en la misma barandilla o los que respiraron en el mismo ascensor y cabina. Sentimos nostalgia por la p¨¦rdida de los grupos intermedios, la de quienes sin ser ¨ªntimos compart¨ªan con nosotros la mesa festiva, el espect¨¢culo, la reuni¨®n religiosa o el debate presencial.
En toda pol¨ªtica hay alg¨²n tipo de coacci¨®n o restricci¨®n sobre el cuerpo; en la pandemia, las prohibiciones y restricciones tratan de limitarse al nivel inocuo de la recomendaci¨®n, pero su eficacia escasa obliga a imponer sanciones de todo tipo al incumplimiento, desde multas hasta privaci¨®n de libertad. En el plano personal, la norma y su desobediencia se acompa?an de un arco de sensaciones, desde la festiva del reto y la aventura hasta la dolorosa del desasosiego y la culpa. Lo que comenz¨® con el anuncio de un breve cierre de los espacios educativos ha ido prolong¨¢ndose mes tras mes, sin que el fin del confinamiento haya tra¨ªdo una libertad real de movimientos, ni a corta ni a larga distancia. Imposible hacer proyectos en medio de tanta incertidumbre, cuando la amenaza sigue latente y agazapada, pronta a revivir por circunstancias propias o ajenas. Suplicamos, para que declaren a nuestros territorios libres de riesgo de contagio, para facilitar la llegada de los otros/consumidores. Y bregamos, actuamos contundentemente para evitar que vengan a nuestro territorio los otros/no consumidores, o los que proceden de territorios contaminados.
La Modernidad hab¨ªa creado infinidad de ocupaciones relacionadas con el cuidado, mantenimiento y esplendor del cuerpo. M¨¢s all¨¢ de la lucha contra la enfermedad, la medicina se hab¨ªa expandido hacia los l¨ªmites de la est¨¦tica, el modelado, la correcci¨®n de las imperfecciones. Pero el temor al cuerpo ajeno, al contacto con los otros, ha mermado la asistencia en los gimnasios, las salas de fisioterapia, las manicuras y dem¨¢s servicios personales. El acceso, gratuito o pagado, al cuerpo del otro tambi¨¦n se ha redefinido en un nuevo equilibrio entre la oportunidad y la prudencia.
No sabemos cu¨¢nta gente quedar¨¢ marcada por las secuelas de la enfermedad, el estr¨¦s, las convivencias intensivas no deseadas, el sedentarismo, el desuso de los servicios sanitarios y, en los casos peores, el desempleo y el hambre. Pero no s¨®lo pasa factura el da?o directo, objetivo y medible. A los mayores, la pandemia nos ha dejado m¨¢s aislados y viejos, anclados en el estatuto ambiguo de la necesidad de protecci¨®n. A los enfermos y a los que van a morir, m¨¢s solitarios; quiz¨¢ sea la oportunidad de repensar la deriva organicista de la medicina y, por ende, del sistema sanitario, que ha avanzado en el conocimiento de las parcelas del cuerpo a costa de olvidar al paciente en su totalidad de persona. A los forasteros, la pandemia les ha convertido en m¨¢s sospechosos y rechazables. A las mujeres, m¨¢s sobrecargadas por el cuidado. A los afortunados que atravesaron la enfermedad sin sufrir sus s¨ªntomas les ha premiado con un nuevo t¨ªtulo de aristocracia de sangre.
Para compensar tanto sufrimiento, inventamos risas donde no hay ganas, esperanza contra todo pron¨®stico; lo que antes dec¨ªan agarrarse a un clavo ardiendo. El clavo ardiendo es la vacuna, la contenci¨®n. Sabemos que tardar¨¢ en llegar y, aun cuando el ant¨ªdoto sea capaz de ofrecer suficiente protecci¨®n, persistir¨¢n las desigualdades y la dificultad de acceso. ?Qui¨¦n podr¨¢ pagarla, asegurar las dosis, a pesar de las econom¨ªas endeudadas? ?Cu¨¢ntos cuerpos enfermar¨¢n, morir¨¢n entretanto?
Lo que el coronavirus nos ha mostrado a todos es que la Modernidad puede tener caminos de vuelta atr¨¢s. Que somos vulnerables y hemos de adaptarnos a las servidumbres de nuestro cuerpo, inventando un modo distinto de tratar con los cuerpos ajenos.
Mar¨ªa ?ngeles Dur¨¢n es catedr¨¢tica de Sociolog¨ªa e investigadora especializada en el an¨¢lisis del trabajo no remunerado.
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