Cuando los pol¨ªticos dan miedo
Tal vez llegue el momento en que lo verdaderamente revolucionario sean la sensatez y el sentido de Estado, pero para ello es importante que la ciudadan¨ªa vuelva a la pol¨ªtica y se muestre exigente con sus representantes
Que la pol¨ªtica se hubiera convertido en un espect¨¢culo m¨¢s de nuestra sociedad (no en vano as¨ª denominada hace m¨¢s de medio siglo por Guy Debord) comportaba un peligro que ha terminado por materializarse. El peligro era el de que, por una u otra raz¨®n, el espect¨¢culo fuera qued¨¢ndose sin espectadores. La versi¨®n m¨¢s plausible hasta hace poco era que el abandono se produjera, lisa y llanamente, por aburrimiento. En efecto, la reiteraci¨®n de los mismos argumentos, el mismo incumplimiento de las promesas electorales, las mismas presuntas regeneraciones convertidas en meros relevos personales y otros ¨ªtems an¨¢logos, habr¨ªan ido provocando el desinter¨¦s ciudadano hacia unos guiones perfectamente previsibles que los nuevos actores no hac¨ªan otra cosa que representar por en¨¦sima vez, apenas remasterizando las viejas versiones. En estas condiciones, el desenlace resultaba perfectamente previsible: el espect¨¢culo hab¨ªa dejado de entretener.
En este esquema, compartido por muchos ciudadanos hasta hace bien poco, la negativa consideraci¨®n que obten¨ªan los representantes p¨²blicos se sustanciaba en el desd¨¦n, cuando no directamente en el desprecio. En cualquier caso, lo que se desprend¨ªa de ello era el desinter¨¦s, digamos que por contagio, hacia la esfera de la pol¨ªtica en general, esto es, la desafecci¨®n respecto a las formas establecidas de gestionar lo p¨²blico. Hay que decir que semejante reacci¨®n preocupaba de manera desigual a los profesionales de la pol¨ªtica. Aquellas formaciones que contaban con una base electoral extremadamente fiel, por no decir cautiva, asist¨ªan a este proceso con un secreto regocijo en la medida en que afectaba en mayor medida a sus adversarios. Desentendi¨¦ndose de esta manera del deterioro de la democracia, contribu¨ªan de manera determinante a acentuarlo.
No contemplaban, desde luego, tales formaciones que los ciudadanos pudieran volver la espalda a la pol¨ªtica por motivos de naturaleza diferente a los se?alados. Todos los cuales, por cierto, parec¨ªan dejarse resumir en el reproche gen¨¦rico m¨¢s frecuente que recib¨ªan los profesionales de la pol¨ªtica: no cumplir con la tarea para la que fueron elegidos (en alguna variante del ¡°no nos representan¡±), agravada en el caso de algunos con el reproche complementario de aprovecharse de su posici¨®n privilegiada para su propio y exclusivo beneficio privado (en ocasiones, incluso en los m¨¢rgenes de la ley). Se comprender¨¢ que hubiera quienes radicalizaran el desd¨¦n y el desprecio se?alados y se sirvieran de este ¨²ltimo reproche para convertir a los aludidos no ya en personajes despreciables sino directamente odiosos (cosa por cierto que algunos de sus adversarios pol¨ªticos se encargaban de potenciar).
Ahora bien, por duras que pudieran parecer tales consideraciones, permanec¨ªan en el ¨¢mbito de lo simb¨®lico: la antipat¨ªa o incluso el odio que pudiera generar un determinado pol¨ªtico (rellenen ustedes este casillero con el nombre que estimen m¨¢s adecuado) eran del mismo tipo que la que nos genera un personaje de ficci¨®n que protagonice los comportamientos m¨¢s abyectos, o cualquier personaje p¨²blico con rasgos que nos desagraden profundamente. Pues bien, es este planteamiento el que parece haber cambiado, y de manera sustancial. Hemos dado un paso m¨¢s all¨¢ sobre la consideraci¨®n negativa que hasta ahora se ten¨ªa de los pol¨ªticos en general. Y ello es consecuencia de que la met¨¢fora del espect¨¢culo, que mediatizaba toda nuestra relaci¨®n con lo p¨²blico, ha terminado por revelarse in¨²til para entender lo que ocurre.
El asalto al Capitolio por parte de seguidores del entonces presidente estadounidense el d¨ªa de Reyes de 2021, lejos de constituir un episodio preocupante pero aislado, debe ser considerado como un aut¨¦ntico parteaguas. Porque ha comportado un cambio cualitativo notable sobre la percepci¨®n de los pol¨ªticos que ven¨ªamos comentando, incluso en su versi¨®n m¨¢s extrema, la de considerarlos odiosos. Ahora generan algo m¨¢s que odio: generan miedo. La representaci¨®n teatral se ha interrumpido: la realidad ha invadido el escenario. Trump en concreto dej¨® de ser el personaje rid¨ªculo, vanidoso y engre¨ªdo que hac¨ªa, en su exageraci¨®n, las delicias de la izquierda pero al que, finalmente, el aparato del Estado ten¨ªa bajo control en la medida en que le obligaba a jugar dentro de una determinada cancha y bajo unas determinadas reglas. Un personaje cuyas desmesuras transcurr¨ªan fundamentalmente en el ¨¢mbito de la virtualidad de las redes con sus incendiarios tuits. De pronto, el entonces presidente apareci¨® como alguien temible y del que, por tanto, hab¨ªa que defenderse.
Esto, obviamente, lejos de ser algo preocupante para la izquierda, representar¨ªa todo un regalo si consiguiera que la ciudadan¨ªa lo viera como un rasgo atribuible en exclusiva a Trump y, por extensi¨®n, a las derechas, pero pasa a constituir un severo problema para la democracia si dicha ciudadan¨ªa tiende a atribu¨ªrselo a la totalidad de los pol¨ªticos. Se nos dir¨¢ que no hay motivos para que tal cosa suceda, en la medida que no todas las fuerzas pol¨ªticas, ni much¨ªsimo menos, participan ni del ideario ni de las actitudes trumpistas. Pero tampoco todas las fuerzas pol¨ªticas participan, al menos de igual manera, de determinados comportamientos dignos de reproche social (con la corrupci¨®n en lugar muy destacado) y el hecho es que un amplio sector de ciudadanos ya ha decidido que se les puede atribuir a todas sin excepci¨®n.
He aqu¨ª una situaci¨®n en la que se impone pensar, porque no estoy seguro de que se deje interpretar de id¨¦ntica forma que otras situaciones de anta?o, tal y como parecen creer aquellos que, incapaces de escapar de la l¨®gica del espect¨¢culo, todo lo resuelven saliendo a escena a proclamar una impostada y teatral alerta antifascista. Acaso el lado bueno de todo esto sea que un importante sector de la ciudadan¨ªa le habr¨ªa visto las orejas al lobo y habr¨ªa podido percatarse de la irresponsabilidad que supon¨ªa su propio alejamiento de la pol¨ªtica. Pero su posible regreso a la misma ya no ser¨ªa el del hijo pr¨®digo que vuelve, arrepentido, al hogar, sino el de aquel que retorna m¨¢s sabio y con la lecci¨®n aprendida: sabiendo lo que le debe exigir a sus representantes. Lo que la experiencia acumulada nos permite empezar a sospechar es que, si alg¨²n d¨ªa el CIS colocara a los pol¨ªticos no como una de las principales preocupaciones de los ciudadanos sino como uno de sus principales temores, no ser¨¢ el mensaje falaz y vacuo de la regeneraci¨®n, de los nuevos rostros (m¨¢s j¨®venes, por supuesto) o de los nuevos gestos (siempre trivialmente iconoclastas, ya me entienden), el que nos saque del atolladero. Tal vez entonces, por fin, haya llegado la hora de que la pol¨ªtica recupere la dignidad da?ada y, en gran medida, perdida. Parece fuera de toda duda que para que ello ocurra tendr¨¢ que haber renuncias por parte de sus protagonistas. Pero peor que nos est¨¢ yendo por no renunciar dif¨ªcilmente nos podr¨¢ ir.
Entender¨ªa que ustedes sonrieran al leer lo que sigue, pero tal vez no habr¨ªa que descartar que llegue un momento en el que lo que de veras resulte revolucionario, tras tanto histrionismo, actuaci¨®n teatral y palabra vana, sean la sensatez y la visi¨®n de Estado. La cuesti¨®n no es si esa posibilidad es m¨¢s o menos viable, m¨¢s o menos probable. La cuesti¨®n es si es necesaria. A veces el bien es algo mucho m¨¢s que deseable o conveniente: es, sencillamente, aquello de lo que depende que podamos seguir viviendo juntos.
Manuel Cruz es fil¨®sofo y expresidente del Senado. Es autor del libro Transe¨²nte de la pol¨ªtica (Taurus).
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