Confesiones de un vicioso
Mi lectura de un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo, que no ten¨ªa t¨ªtulo ni autor, fue mi iniciaci¨®n no s¨®lo en el rito de la lectura, sino tambi¨¦n en el de la sensualidad
En una conversaci¨®n de d¨ªas pasados con Elena Poniatowska, mediada por Antonio Ramos Revilla, director de la Casa del Libro de la Universidad Aut¨®noma de Nuevo Le¨®n, hablamos del universo infinito de las lecturas, empezando por aquellas de la infancia que se recuerdan siempre con el gusto de la nostalgia.
Para Elena su primer libro, le¨ªdo en franc¨¦s, fue Heidi, la novela sobre la huerfanita de las monta?as alpinas, de la escritora suiza Johanna Spyri, famosa en muchas lenguas a partir de su publicaci¨®n en 1880, y que lo sigue siendo al punto de que ha pasado a convertirse en una historieta anime en Jap¨®n.
Yo record¨¦ que hab¨ªa hallado el sentido de la aventura en los personajes de las historietas c¨®micas de identidad oculta, como El Fantasma, creado por Lee Falk en 1936, ¡°el duende que camina¡± sentado en el trono de la Calavera en una cueva en lo profundo de la selva, desde donde sal¨ªa a v¨¦rselas con s¨®rdidos malandrines.
Y dec¨ªa tambi¨¦n que la mejor manera de inducir a alguien a volverse un vicioso de la lectura, es colocarlo frente a una vitrina de libros prohibidos, encerrados bajo llave, pues sin duda se har¨¢ de una ganz¨²a para sacarlos y leerlos en clandestinidad.
Cuando terminaba la escuela primaria, tuve acceso a un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado. Su due?o era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence. Viv¨ªa solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por ¨²nica compa?¨ªa, desde que su hermano Tel¨¦maco se hab¨ªa suicidado de un balazo en la cabeza; tiempos en que la gente ten¨ªa nombres hom¨¦ricos.
Lo guardaba con celo en un caj¨®n de pino, de esos de embalar jab¨®n de lavar ropa, junto con libros tan dispares como El Conde Montecristo, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila, y s¨®lo lo prestaba bajo juramento de secreto. Esa era su biblioteca prohibida. De modo que mi lectura de ese cuaderno, que no ten¨ªa t¨ªtulo ni autor, fue mi iniciaci¨®n no s¨®lo en el rito de la lectura, sino tambi¨¦n en el de la sensualidad.
Trataba acerca de la condesa Gamiani, refinada en juegos sexuales no s¨®lo con hombres de cualquier cala?a, criados o nobles, y con otras mujeres, sino tambi¨¦n con animales, principalmente perros de caza. S¨®lo muchos a?os despu¨¦s, en mis correr¨ªas por tantas librer¨ªas, volv¨ª a encontrarme con este libro que se llamaba, en verdad, Gamiani: dos noches de excesos, y descubr¨ª que no hab¨ªa sido escrito por una mano an¨®nima, sino por Alfred de Musset.
Esa sensualidad de las lecturas ha permanecido intacta en m¨ª desde entonces, y se ha trasladado al cuerpo mismo de los libros. Siempre entro en ellos oliendo primero su perfume, y no dejo de recordar aquellos tomos en r¨²stica de cuadernillos cerrados que era necesario romper con un abrecartas, una manera de ir penetrando poco a poco en los secretos de la lectura oculta en cada pliego sellado. Por eso es que desconf¨ªo tanto de esas horribles predicciones de un futuro en que no habr¨¢ m¨¢s libros que acariciar y que oler, porque toda lectura ser¨¢ electr¨®nica y esas caricias deberemos traspasarlas a las fr¨ªas pantallas de cuarzo.
Pero tambi¨¦n volvemos en la memoria a los libros que fueron herramientas para aprender a escribir. A Ch¨¦jov regreso con toda confianza, como quien visita una casa a la que se puede entrar sin llamar porque sabemos que la puerta no tiene cerrojo, y lo imagino siempre sosteniendo sus quevedos de m¨¦dico provinciano para examinar a las legiones de peque?os seres que se mueven por las p¨¢ginas de sus cuentos, tan tristes de tan c¨®micos, y tan desvalidos.
Como O¡¯ Henry tambi¨¦n, ahora tan olvidado, pero cuyos cuentos, que repas¨¦ tantas veces en un tomo de tapas rojas, siguen siendo para m¨ª una lecci¨®n de precisi¨®n matem¨¢tica, como perfectos teoremas que se resuelven sin tropiezos; y lo imagino aburrido en su exilio del puerto de Trujillo en la costa del caribe de Honduras, adonde hab¨ªa huido despu¨¦s de defraudar a un banco, y donde escribi¨® su novela De coles y reyes en la que invent¨® el t¨¦rmino banana republic.
Y hay otros libros que tampoco se olvidan porque fueron puertas de entrada a otras lenguas. La perla, de John Steinbeck, el primero que le¨ª en ingl¨¦s, esforz¨¢ndome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en la escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en 1966. Y la vez que recostado bajo un tilo en el Volkspark de Berl¨ªn en 1973, cerr¨¦ el ejemplar de La metamorfosis y le dije triunfalmente a Tulita, mi mujer: ¡°ya puedo leer a Kafka en alem¨¢n¡±.
Lecturas infinitas e infinitas esperas por m¨¢s lecturas. Tengo m¨¢s libros de los que alcanzar¨¦ a leer durante mi vida, y sin embargo, cada vez que entro en una librer¨ªa me domina la avidez de quien no es due?o de uno solo. Todo vicio tiene su ingrato s¨ªndrome de abstinencia.
Sergio Ram¨ªrez es escritor y Premio Cervantes 2017.
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