Una posici¨®n ingrata
He aprendido a tener deseos de una forma de espa?olidad m¨¢s plural que redujese extremismos y que aplacase banderas
Hay posiciones intr¨ªnsecamente ingratas. La m¨ªa, sin duda, lo es. Madrile?a concienzudamente plural, ubicada en una comunidad aut¨®noma biling¨¹e y con un entorno laboral y parcialmente personal que se identificar¨ªa antes con alg¨²n tipo de articulaci¨®n de Els Pa?sos Catalans que con Espa?a, me muevo entre arenas movedizas: resulto demasiado simpatizante de los nacionalismos subestatales para quienes me quieren en la Meseta e irremediablemente espa?ola (y quiz¨¢ hasta espa?olista) para quienes me tratan por esta parte del Mediterr¨¢neo. Padeciendo, por tanto, la ingratitud de mi postura, siempre me queda poner al mal tiempo buena cara y reflexionar sobre qu¨¦ es lo que se puede aprender cuando se sale del centro simb¨®lico de nuestro Estado con el Nacionalismo banal de Michael Billig bajo el brazo: es decir, sabiendo que entre los homo sapiens nadie se libra de tener identidades y que lo que nos suele diferenciar son las distintas dosis de poder que nos permiten naturalizarlas e invisibilizarlas o, por el contrario, querer manifestarlas y reclamarlas.
Lo primero que he aprendido es justamente esto, que la neutralidad no existe, aunque suela constituir un espejismo tranquilizador para quienes siguen creyendo en objetividades y equidistancias. Porque si es evidente que pedir un requisito ling¨¹¨ªstico de valenciano/catal¨¢n o tener un modelo de inmersi¨®n educativa es, por supuesto, una decisi¨®n pol¨ªtica, tambi¨¦n lo es, aunque pase mucho m¨¢s desapercibida, no demandarlo o educar solo en castellano en territorios biling¨¹es en los que esta ¨²ltima lengua no es el idioma materno de buena parte de sus habitantes.
He aprendido que las lenguas minoritarias corren el peligro de ser minorizadas, de modo que el garantizar los derechos ling¨¹¨ªsticos de quienes no tienen como lengua propia el castellano implicar¨¢ tener que proteger su espacio, si bien no siempre resultar¨¢ pr¨¢ctico en t¨¦rminos comunicativos ni sonar¨¢ l¨®gico desde un criterio de simple econom¨ªa interactiva. Si nos rigi¨¦semos exclusivamente por las mayor¨ªas y por aquello que tiene utilidad vivir¨ªamos en un mundo m¨¢s sencillo, pero menos democr¨¢tico y respetuoso con una especie animal ¡ªla nuestra¡ª que no puede no ser simb¨®lica.
He aprendido que, seg¨²n se?alaban recientemente en este mismo peri¨®dico los profesores Josep Maria Fradera, Xos¨¦ Manoel N¨²?ez Seixas y Jos¨¦ Mar¨ªa Portillo, una lengua no es una naci¨®n, sino una forma de expresi¨®n y de comunicaci¨®n, y que, como a todos nos gusta poder vivir en el idioma en el que pensamos y so?amos, todos ellos, no solo el nuestro, necesitan de inversi¨®n y promoci¨®n para que puedan mantenerse activos, independientemente de que los respalden quinientos millones de hablantes o apenas diez.
He aprendido que los c¨ªrculos no se pueden cuadrar y que defender la pluralidad es inc¨®modo, porque cuando se trata de cuestiones que llevan asociados debates sobre el modelo de Estado, decisiones sobre pol¨ªticas p¨²blicas, s¨ªmbolos y sentimientos de pertenencia, pueden justificarse con la raz¨®n cosas que, desde la emoci¨®n, resultar¨¢n pesadas, molestas y prescindibles. No me voy a enga?ar: a m¨ª siempre me aburrir¨¢ el exceso de ruido identitario; me agotar¨¢ saber que en ciertas situaciones hablar castellano o valenciano/catal¨¢n, decir Estado o Espa?a, Comunidad Valenciana o Pa¨ªs Valenci¨¤ me radiografiar¨¢ frente a un potencial interlocutor susceptible; nunca dejar¨¢n de decepcionarme quienes, por definici¨®n, alaban todo lo que hace pa¨ªs ¡ªm¨²sica, poes¨ªa, ciencia¡¡ª por poca calidad que esto tenga; y me encolerizar¨¢ que se abanderen derechos ling¨¹¨ªsticos para justificar medidas que no son sino cierres etnicistas y esencialistas. Pero estoy en una posici¨®n ingrata, ya lo advert¨ª desde el principio, y la alternativa, esa que supondr¨ªa dejar el aprendizaje del valenciano/catal¨¢n en territorios biling¨¹es al deseo de cada cual o pensar que hay ciertas pol¨ªticas ling¨¹¨ªsticas que son eliminables ante un castellano que, al fin y al cabo, a todos nos hace iguales me resulta sencilla de coraz¨®n, pero inadmisible con la raz¨®n. Porque, dejado al albur individual, lo minoritario y lo minorizado (sea lo que sea, no solo lo ling¨¹¨ªstico) perder¨ªa irremediablemente espacio en un mundo en el que terminar¨ªa habiendo exclusivamente Goliats.
Ante tanta ingratitud, he aprendido, finalmente, a tener deseos de una forma de espa?olidad m¨¢s plural que pudiera sacarme del embrollo, que redujese extremismos y que aplacase banderas (quiz¨¢, como apuntaba hace pocos d¨ªas Javier Moreno Luz¨®n, yo tambi¨¦n tenga ansias de patriotismo). Una espa?olidad que fuera en s¨ª misma h¨ªbrida y en las que muchos y muchas nos sinti¨¦semos enriquecidos por una diversidad que consider¨¢semos nuestra. Una espa?olidad sin voracidad que aspirase al consenso, pero que no tuviese miedo de tener que gestionar unas inevitables dosis de disenso. Una espa?olidad en la que, quienes nos sentimos espa?oles y espa?olas sin esencias, pero con ganas de identidad, pudi¨¦ramos encontrar f¨¢cilmente la nuestra. S¨¦ que son deseos ingenuos, pero es que, a diferencia de la realidad, desear no me sit¨²a en una posici¨®n ingrata.
Zira Box es profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universitat de Val¨¨ncia.
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