Qu¨¦ hacer con el pasado
Se habla mucho de la Guerra Civil, y con raz¨®n, pero esa no es la ¨²nica ¡°memoria hist¨®rica¡± que debe reivindicarse. El coste humano de la conquista de Am¨¦rica o la acci¨®n colonial en ?frica est¨¢n esperando su lugar en los manuales escolares
En memoria de Santos Juli¨¢
Las sociedades humanas tienden a presentar su propio pasado con orgullo, como una sucesi¨®n de hechos gloriosos en los que no hay nada de lo que hoy deban avergonzarse. Esa es la historia que se ense?a en las escuelas, la que se difunde para consumo de masas, la que se repite en rituales y conmemoraciones p¨²blicas. La realidad, sin embargo, es m¨¢s compleja. Ha habido hechos violentos, en los que no todos los que llamamos ¡°nuestros¡± se portaron de manera ejemplar ni todo fue execrable por parte de sus enemigos.
Los pa¨ªses que son herederos de antiguas monarqu¨ªas imperiales, o sea, casi todas las grandes potencias europeas, pocas veces se refieren a la violencia que ¡ªsiempre, sin excepci¨®n¡ª acompa?¨® a la ocupaci¨®n de tierras ajenas, sino a las motivaciones idealistas de aquella expansi¨®n: salimos de nuestras fronteras para predicar al mundo la verdadera religi¨®n, para civilizar a pueblos salvajes, para expandir los ideales de libertad que inspiran nuestro sistema pol¨ªtico¡ Nunca hubo intereses mezquinos, intenci¨®n de robar o explotar a otros, ¨¢nimo de imponerles nuestra autoridad o demostrarles nuestra superioridad. En los pa¨ªses que sufrieron aquella situaci¨®n, en cambio, domina la opini¨®n contraria y se presentan como puras e inocentes v¨ªctimas de una agresi¨®n interesada. Y el enorme sufrimiento de sus antepasados en aquellos tiempos justifica los desmanes que, con frecuencia, cometen ellos hoy; sobre su propia poblaci¨®n, en general.
El dictador libio Muamar el Gadafi, un buen ejemplo de esto ¨²ltimo, ten¨ªa mucha sangre en sus manos. Pero cuando viajaba a Europa, en especial a Italia, le gustaba llevar sobre su pecho fotos de atrocidades. No suyas, por supuesto, sino de los italianos, que, al invadir su pa¨ªs entre 1911 y 1943, usaron gases t¨®xicos o mataron a decenas de miles de civiles en campos de concentraci¨®n. Con esta c¨ªnica apropiaci¨®n de la historia, Gadafi no s¨®lo recordaba a sus interlocutores europeos sus miserias, sino que convert¨ªa el dolor de otros en capital pol¨ªtico a su propio servicio.
Esta conducta no es la excepci¨®n, sino la regla, entre pol¨ªticos y gobernantes. La historia deformada, convertida en relato can¨®nico o historia p¨²blica, es el arma predilecta de reg¨ªmenes y gobiernos para legitimarse. Tiene especial peligro por su sencillez, su f¨¢cil difusi¨®n y sus efectos excluyentes en t¨¦rminos de pluralidad cultural y pol¨ªtica. Cuanto m¨¢s autoritario sea un r¨¦gimen, mayor ser¨¢ su tendencia a manipular la historia. Como ejemplos cercanos, tenemos las intromisiones gubernamentales en museos de Polonia y Hungr¨ªa o las penas de c¨¢rcel que recaen sobre un historiador en Turqu¨ªa si menciona el genocidio armenio.
Pero esta manipulaci¨®n interesada del pasado tambi¨¦n existe en pa¨ªses con credenciales democr¨¢ticas m¨¢s s¨®lidas. La propia Italia se present¨® en 1945 ante el mundo como v¨ªctima de los nazis, y revel¨® para ello cr¨ªmenes horrendos, como los fusilamientos de inocentes en las Fosas Ardeatinas, o el campo de concentraci¨®n de la Risiera di San Sabba, convertidos en lugares de reivindicaci¨®n humanista y peregrinaje patri¨®tico. Los hechos eran ciertos. Pero los gobiernos italianos se cuidaron mucho de informar a sus ciudadanos sobre los m¨¢s de cien campos de concentraci¨®n organizados por sus tropas en el Norte de ?frica y los Balcanes o los tres d¨ªas aciagos de 1937 en que mataron a un tercio de la poblaci¨®n de Addis Abeba. En la actualidad, en Italia sigue sin haber un museo de ?frica y sin ense?arse ese pasado a los ni?os en las escuelas.
Algo muy semejante se puede decir de la ausencia, o de la distorsionada presencia, del pasado en Francia, en relaci¨®n por ejemplo con Argelia. Hace unos d¨ªas, el presidente Macron polemiz¨® con los gobernantes argelinos al describirles como militares autoritarios que para legitimar su poder se apropiaban del sufrimiento de sus conciudadanos bajo el dominio franc¨¦s. Ten¨ªa raz¨®n, pero olvid¨® otros hechos, nunca mencionados en Francia. Porque este pa¨ªs tambi¨¦n se present¨®, tras 1945, como v¨ªctima de los nazis, minimizando la colaboraci¨®n del r¨¦gimen de Vichy y agigantando, en cambio, el apoyo popular a la resistencia. Hoy existe m¨¢s de un centenar de museos sobre la II Guerra Mundial, la resistencia o las deportaciones. Uno de los pilares de esta presentaci¨®n victimista fue la masacre nazi en Oradour-sur-Glane, con 642 v¨ªctimas civiles; las ruinas de este pueblo son visitadas anualmente por decenas de miles de personas, que reciben explicaciones en un centro de la memoria construido al efecto. Este recuerdo, sin embargo, casa mal con el olvido oficial de las masacres francesas en S¨¦tif y Guelma, en 1945, en plena celebraci¨®n de la victoria contra los nazis, que costaron la vida a casi 20.000 argelinos, o las de Madagascar, que produjeron hasta 80.000 muertos. Los pol¨ªticos envueltos en ellas fueron los mismos que lanzaron la conmemoraci¨®n de Oradour-sur-Glane.
La celebraci¨®n de efem¨¦rides hist¨®ricas tiene, pues, como principal funci¨®n el cultivo del ego nacional. Para ello, se apoyan en un relato que tiene como uno de sus pilares fundamentales el victimismo. Hemos librado guerras, s¨ª, pero s¨®lo para defendernos de malvados intentos de imponernos un dominio extranjero. Nuestras salidas al exterior, en cambio, han sido desinteresadas, por el bien de la humanidad.
En Espa?a, quiz¨¢s haya llegado el momento de plantear de manera sensata nuestro pasado colonial. Esta fue la pol¨ªtica de una monarqu¨ªa imperial, con la que el Estado-naci¨®n actual apenas tiene que ver. Podr¨ªamos desvincularnos con claridad de aquellas acciones, declarar con toda la solemnidad necesaria que hoy no consideramos defendibles esos modelos de conducta. Pero seguimos proyect¨¢ndonos hacia atr¨¢s, identific¨¢ndonos con unos personajes y unos entes pol¨ªticos desaparecidos, cultivando la identidad nacionalista a partir de estereotipos defensivos, contraponiendo leyendas rosas a leyendas negras. Todo ello, muy alejado del conocimiento hist¨®rico riguroso; como hacen los l¨ªderes que, desde el otro lado del charco, se erigen en herederos y defensores de unas v¨ªctimas con las que apenas les une v¨ªnculo alguno.
El coste humano de la conquista de Am¨¦rica, el papel de nuestros antepasados en la esclavitud o la acci¨®n colonial espa?ola en ?frica son temas que est¨¢n esperando su lugar en los manuales escolares o en los museos. Se habla mucho de la Guerra Civil, y con raz¨®n, pero esa no es la ¨²nica ¡°memoria hist¨®rica¡± que debe reivindicarse. Los pol¨ªticos y sus corifeos habituales no pueden seguir repitiendo impunemente cosas que los historiadores profesionales sabemos son falsas o distorsionadas. Su inter¨¦s no debe prevalecer sobre la verdad y el derecho de los ciudadanos a conocer lo ocurrido. Hay ejemplos cercanos de c¨®mo hacer las cosas bien. En Alemania, en las ¨²ltimas d¨¦cadas, se ha hecho un gran esfuerzo p¨²blico por educar a la poblaci¨®n, no s¨®lo sobre el horror nazi, sino tambi¨¦n sobre la participaci¨®n en el mismo del conjunto de la sociedad. Quiz¨¢s por ello, los pol¨ªticos de aquel pa¨ªs, salvo los ultraderechistas de Alternativa por Alemania, se lo piensan mucho cuando hablan de historia. All¨ª han asumido que los males del pasado se combaten ense?ando a los ciudadanos una buena historia. No para fustigar a nadie, sino para aceptar la complejidad de la realidad y asumir responsabilidades. Dos principios que constituyen el terreno ideal para cultivar la tolerancia y la convivencia libre.
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