Parole, parole, parole¡
Cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visi¨®n del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como com¨²n y compartido
¡ª What do you read, my Lord?
¡ª Words, Words, Words¡
Estamos tan acostumbrados a suponer que la filosof¨ªa carece totalmente de efectividad que a veces nos pasa desapercibida la posibilidad de que pueda tener cierto inter¨¦s para explicar algunos de los fen¨®menos sociales que nos ocurren, como es el caso del que a continuaci¨®n se?alar¨¦.
Me refiero al hecho de que hoy las palabras son como dardos. Quien no quiere lastimar a sus semejantes tiene que andarse con much¨ªsimo tiento a la hora de hablar, escribir o cantar. Quien quiera herirles, en cambio, lo tiene m¨¢s f¨¢cil que nunca. Esto podr¨ªa ser un s¨ªntoma de progreso civilizatorio y de buena educaci¨®n, si implicase que ha aumentado nuestro cuidado de la palabra. Pero lo inquietante es que la hipersensibilidad discursiva coexiste con un desprecio in¨¦dito hacia la lengua (sintaxis y ortograf¨ªa incluidas), a la que se ataca como responsable de los peores males de nuestro tiempo, y con un aumento de la tolerancia hacia el salvajismo verbal y hacia los bulos m¨¢s descabellados. Y aqu¨ª es donde la filosof¨ªa puede dar algunas pistas.
Es sabido que el lenguaje fue el objeto privilegiado de la reflexi¨®n filos¨®fica en el siglo XX. Durante la primera mitad se trat¨® principalmente del lenguaje como representaci¨®n verdadera (cient¨ªfica) o enga?osa (ideol¨®gica) del mundo. Pero, en la segunda mitad, la filosof¨ªa redescubri¨® la dimensi¨®n ret¨®rica y po¨¦tica del lenguaje. Tambi¨¦n los poetas hablan de un mundo pero, a la vez que lo describen, construyen ese mundo. Esto resalta la dimensi¨®n productiva de la palabra (no en vano nuestro vocablo ¡°poes¨ªa¡± procede de una palabra griega que significa ¡°producci¨®n¡±). Ciertamente, los mundos creados por los poetas son ficticios, pero ya los sofistas de la antig¨¹edad descubrieron la eficacia de la palabra como instrumento para el ejercicio del poder y sugirieron que la realidad social no es m¨¢s que una ficci¨®n hecha de palabras, pero en la que creen la mayor¨ªa de los hablantes, de manera que quien domine ese uso productivo de la palabra dominar¨¢, por ello, el mundo social.
El pensador brit¨¢nico J. L. Austin llam¨® la atenci¨®n en 1955 sobre los enunciados que llamaba ¡°performativos¡±, como ¡°S¨ª, juro (o prometo)¡±, pronunciado en una ceremonia de investidura, o ¡°Se abre la sesi¨®n¡±, pronunciado por el presidente de un tribunal, se?alando que de ellas no puede decirse que sean verdaderas o falsas, sino ¨²nicamente afortunadas o desafortunadas (seg¨²n consigan o no realizar la acci¨®n que enuncian). Para hacernos una idea de este tipo de eficacia verbal podr¨ªamos a?adir a la lista el ¡°?Fuego!¡± gritado por el jefe del pelot¨®n de fusilamiento. Desde entonces, los t¨¦rminos ¡°performativo¡± y ¡°performatividad¡± se han convertido en bandera de esta funci¨®n creativa del lenguaje que hoy reivindican tanto los artistas como los activistas pol¨ªticos (pasando por alto, todo hay que decirlo, que Austin nunca pens¨® esas expresiones como f¨®rmulas m¨¢gicas capaces de crear por s¨ª mismas hechos extradiscursivos, y que su eficacia no depende de las palabras mismas, sino de las situaciones jur¨ªdicas en las que se emiten). A partir de la d¨¦cada de 1960, una influyente corriente de la filosof¨ªa francesa sostuvo que realidades tales como la sexualidad, la enfermedad mental o la delincuencia son ¡°hechos discursivos¡± producidos por los discursos m¨¦dicos, jur¨ªdicos, policiales, religiosos o pol¨ªticos que generan ¡°efectos de verdad¡± (o sea, que se trata de una suerte de ¡°fantasmas¡± creados por las palabras que nos hacen creer en la existencia de tales cosas), y que la insistencia en una realidad exterior al discurso era un vicio metaf¨ªsico del que hab¨ªa que desprenderse.
Este tipo de doctrinas atravesaron el Atl¨¢ntico etiquetadas como ¡°teor¨ªa¡± para instalarse en las universidades norteamericanas, y desde all¨ª fueron reexportadas a Europa a finales del siglo pasado transmutadas en ¡°pr¨¢ctica¡±. Desde entonces, se han convertido en inspiraci¨®n de muchas de las pol¨ªticas p¨²blicas de los poderes institucionalizados. Y esto, al menos en parte, explica la coyuntura presente.
Si reducimos las cosas ¡ªal menos las cosas sociales¡ª a ¡°hechos discursivos¡± producidos por las palabras que hablan de ellas, se siguen dos consecuencias inevitables. La primera es que no hay cosas propiamente dichas, ya que su dependencia de las pugnas discursivas entre interlocutores rivales hace que tengan tan poca consistencia y sean tan maleables, et¨¦reas e ingr¨¢vidas como las pompas de jab¨®n de las que hablaba el poeta: pueden disolverse en la nada al menor efecto de discurso. De ah¨ª la facilidad con la que, en nuestros d¨ªas, pueden construirse cosas o ¡°hechos alternativos¡±. La segunda es que quien piensa que son las palabras las que hacen las cosas ha de tener much¨ªsimo cuidado con lo que dice: llamar a alguien ¡°enfermo¡± puede causarle una enfermedad. Por este procedimiento se corre el riesgo de que el tratamiento de los enfermos se convierta en algo secundario con respecto al cuidado del vocabulario que los designa, del mismo modo que hoy los vendedores nos suplican que valoremos con un sobresaliente la atenci¨®n verbal que nos han prestado, aunque la mercanc¨ªa que nos han vendido est¨¦ averiada. Las mejores palabras duelen como aguijones y se castigan como pu?aladas, mientras que las peores cosas se toleran o se pasan por alto con el desprecio y el escepticismo de quien s¨®lo las considera relativamente reales. Sin duda, combatir, regular o prohibir los discursos y las palabras es mucho m¨¢s f¨¢cil que combatir las injusticias, pero tambi¨¦n es mucho m¨¢s ineficaz, pues ello desembocar¨¢ en un orden en el que las pr¨¢cticas discursivas estar¨¢n asfixiantemente hiperreguladas, pero no evitar¨¢ que la realidad siga siendo injusta, que los enfermos sigan estando enfermos o que las mercanc¨ªas sigan estando averiadas.
Esa visi¨®n de la pol¨ªtica como pr¨¢ctica discursiva que pretende producir ¡°performativamente¡± (o sea, mediante el discurso) cambios en la normatividad social no es nueva: los ministerios de propaganda la ven¨ªan practicando desde su creaci¨®n, por no remontarnos a las ¨¦pocas de la Congregaci¨®n para la Doctrina de la Fe, aunque hay que reconocer que la propaganda pol¨ªtica se ha ennoblecido notablemente al convertirse en asesor¨ªa de comunicaci¨®n con fundamento acad¨¦mico. Pero cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visi¨®n del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como com¨²n y compartido, lo cual no solamente hace que las disputas sean irresolubles sino que convierte la discusi¨®n p¨²blica en una mera lucha por un poder desnudo y abstracto en la que s¨®lo resuenan los nombres propios, vaciando enteramente de sentido el resto del lenguaje, que pierde por esta v¨ªa todo su cr¨¦dito y toda su capacidad de producir entendimiento entre los hombres. Al final de la contienda, y aunque no haya un vencedor claro, es posible que las cosas (acerca de las que presuntamente se trataba en la disputa) hayan sido enteramente destruidas o abandonadas y que las palabras que se dec¨ªan inspiradas en ellas yazgan desperdigadas entre los desechos como armaduras huecas de una lengua muerta.
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