?El mejor oficio del mundo?
En medio de un cambio de paradigma equiparable al producido por la invenci¨®n de la imprenta, hemos asistido a algunos episodios que han puesto de relieve la falta de transparencia del universo medi¨¢tico
Dice Erasmo en su Elogio de la estulticia que ¡°el esp¨ªritu humano llega con mayor facilidad a la ficci¨®n que a la realidad¡±. Si en un serm¨®n ¡°se habla de algo trascendental y profundo, la gente bosteza, se aburre, y acaba durmi¨¦ndose¡±. En cambio, si el orador cuenta su cuento a gritos ¡°todos se espabilan y siguen el serm¨®n con la boca abierta¡±. A gritos vemos nosotros pelear a algunos periodistas en las tertulias televisadas que ¨²ltimamente vienen ocupando la atenci¨®n p¨²blica en vergonzosa competencia con el desvar¨ªo de las redes sociales. Las acaloradas trifulcas medi¨¢ticas, amenizadas por la filtraci¨®n de conversaciones grabadas entre polizontes, pol¨ªticos, fiscales, magistrados, editores y agitadores televisivos, acabar¨¢n por arruinar la imagen del periodismo como ¡°el mejor oficio del mundo¡±, seg¨²n definici¨®n de Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Despu¨¦s de escuchar las cintas de Villarejo algunos podr¨ªan pensar, como Voltaire, que los periodistas somos los canallas de la literatura, y llegar a la misma conclusi¨®n que Balzac: ¡°Si la prensa no existiera habr¨ªa que no inventarla¡±.
En esto nos encontramos ante un debate nada balad¨ª, que no tiene que ver solo con el amarillismo y la presunta delincuencia de algunos escribidores. Afecta a la convivencia social y a la estabilidad del sistema pol¨ªtico. Jefferson dec¨ªa que, puesto que la democracia est¨¢ basada en la opini¨®n p¨²blica, entre tener un Gobierno sin peri¨®dicos o peri¨®dicos sin gobierno prefer¨ªa esto ¨²ltimo. Los diarios, y por extensi¨®n los otros medios de comunicaci¨®n, son en cualquier caso parte del sistema representativo. A quienes est¨¢n acostumbrados a mirarlos como un antipoder les provoca por eso no poca confusi¨®n que los grandes conglomerados de medios, vigilantes del Gobierno, puedan ser tambi¨¦n sus c¨®mplices; o del que est¨¦ en ejercicio o del que vaya a venir. Los periodistas presumimos muchas veces de hablar con la voz del pueblo, pero el pueblo nos considera habitantes del palacio. Y al luchar por nuestra independencia, vivimos en la esquizofrenia de defender las instituciones democr¨¢ticas a base de provocar no pocas veces su fractura. Frente a los propagandistas de la ficci¨®n tratamos de mediar entre la realidad y nuestros lectores u oyentes, igual que los diputados lo hacen entre la autoridad y quienes la eligen o soportan. Todo esto ha funcionado as¨ª m¨¢s o menos durante doscientos a?os, hasta que la sociedad de la informaci¨®n puso de relieve las carencias de nuestra industria y de la arquitectura pol¨ªtica que contribuye a sujetar.
Nos enfrentamos ahora a un cambio de paradigma equiparable al producido por la invenci¨®n de la imprenta. Entonces, la cultura sali¨® de los monasterios, se liberaliz¨® el pensamiento, se extendi¨® la ense?anza, se potenci¨® el comercio, ayudado por los descubrimientos de nuevos territorios: cambi¨® la naturaleza del poder y su distribuci¨®n. Pero no fue un proceso pac¨ªfico; las guerras de religi¨®n asolaron Europa y produjeron decenas de miles de v¨ªctimas, a las que se a?adieron las de las masacres de ind¨ªgenas en la conquista del Nuevo Mundo. La nueva globalizaci¨®n digital, en la que la distorsi¨®n de la opini¨®n p¨²blica juega un papel evidente, se anuncia ahora tambi¨¦n con tambores de guerra.
Cada gran invenci¨®n cient¨ªfica o tecnol¨®gica que ha conocido la humanidad se ha inscrito bajo el com¨²n denominador de la democratizaci¨®n del poder. Dar el poder al pueblo fue el resultado de la expansi¨®n del ferrocarril; de la multiplicaci¨®n de las comunicaciones; del uso generalizado de la energ¨ªa o de la extensi¨®n de los medios de comunicaci¨®n de masas. De cada uno de esos eventos se derivaron transformaciones profundas del comportamiento social. La autoridad competente, al sentir amenazados sus privilegios, se resisti¨® siempre al cambio, combinando censura y propaganda. Y ¨²ltimamente lo ha hecho recurriendo a la posverdad, la difusi¨®n de bulos y la esperp¨¦ntica definici¨®n de los hechos alternativos. No importa si el relato dominante es respetuoso o no con la verdad. Lo importante es el estruendo y la brillantez de la ficci¨®n que permita a la audiencia pasmarse hasta quedar con la boca abierta.
En semejantes circunstancias debemos preguntarnos sobre c¨®mo se forma la opini¨®n p¨²blica, o las p¨²blicas opiniones, que fundamentan la democracia y se transmiten al ejercicio del sufragio. La experiencia demuestra que, como todas las revoluciones, la digital puede ser tambi¨¦n enormemente violenta: ha comenzado a plagar de v¨ªctimas el paisaje de nuestras sociedades y ha engendrado una nueva clase pol¨ªtica y econ¨®mica, una nueva ¨¦lite, destinada a liderar el proceso, a asumir y controlar el poder que se entrega a los ciudadanos, administr¨¢ndolo a su albedr¨ªo.
En medio de esta situaci¨®n hemos asistido a algunos episodios que han puesto de relieve la falta de transparencia del universo medi¨¢tico. Ya he comentado en ocasiones la falta de un debate pol¨ªtico e intelectual en gran parte de los parlamentos y de los medios occidentales, a los que parece no sorprender ni irritar que en nombre de la defensa de la democracia la Casa Blanca y sus ac¨®litos europeos no duden en apoyar su estrategia, si es preciso, en tiran¨ªas como la saud¨ª o la venezolana. Tambi¨¦n hemos sido testigos de un gran debate en las redes sobre el comportamiento rufianesco de un pu?ado de polic¨ªas y periodistas espa?oles dedicados a inventar falacias, falsificar pruebas y organizar contubernios a fin de difamar y chantajear a l¨ªderes pol¨ªticos o competidores. Esa discusi¨®n, que lider¨® durante d¨ªas el di¨¢logo en los rincones de la cloaca cibern¨¦tica, apenas ha merecido espacio en los medios tradicionales. Y es una l¨¢stima, porque a la debilidad creciente de los mismos, ultrapasados por la sociedad digital, se suma as¨ª el escepticismo sobre su independencia. De paso, el comportamiento incivil de algunos ha arrojado toneladas de descr¨¦dito absolutamente inmerecidas sobre el periodismo profesional. Tantas veces como denunciamos las corrupciones de los pol¨ªticos, deber¨ªamos esforzarnos en una autocr¨ªtica que brilla por su ausencia a la hora de juzgar complicidades y caranto?as reporteriles con delincuentes con placa, o de analizar la presi¨®n del poder econ¨®mico sobre nuestra autonom¨ªa profesional. Algunos lo han intentado y han sido ya v¨ªctimas del nuevo racismo intelectual llamado cancelaci¨®n. Precisamente de estas cosas he estado hablando hace unos d¨ªas con Miguel Henrique Otero, afamado periodista, propietario de El Nacional de Caracas, exiliado en Madrid y despojado de su diario por la dictadura de Maduro. ?l vio bloqueada, o sea censurada, su circulaci¨®n en internet por la Telef¨®nica de Espa?a, que ha expuls¨® de la Red no solo a su peri¨®dico sino a otros muchos medios independientes contrarios al chavismo. Otero se manifest¨® ante el edificio hist¨®rico de la compa?¨ªa y difundi¨® una protesta en las redes que no ha merecido apenas repercusi¨®n en los medios espa?oles. De modo que no solo en Venezuela; tambi¨¦n le quieren cancelar a Otero en nuestro pa¨ªs. Quiz¨¢ sea porque no grita sino razona, y no fabula sino denuncia la realidad. Pero ¨¦l y yo seguimos pensando como Gabo que ejercemos, junto a muchos otros miles, en este pa¨ªs nuestro y en el suyo, en el inmenso territorio americano de la Mancha, el mejor oficio del mundo. Y en el que se muere con las botas puestas.
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