Arena negra, cordero y cr¨ªa
Una no se despierta cada ma?ana sobre una cama desde la que se ven arrayanes, el mar y una cordillera nevada
Se oyen risas, corren, se les escapa alg¨²n grito que escucho desde la cama. Es agosto, pero hace fr¨ªo, y el grupo de mujeres con el que viajo se ha abrigado y ha salido con prisa hacia la playa para observar las estrellas.
Las temperaturas son marginales pero van a mejorar, dijo el comandante hace unas horas. Despu¨¦s anunci¨® que no podr¨ªamos aterrizar seg¨²n lo previsto. Un poco m¨¢s tarde, con reserva de combustible para 10 minutos, llegamos a Puerto Montt. Nos sorprendi¨® que el mar de nubes que hab¨ªamos estado contemplando estuviera tan bajo, que durante todo el tiempo de incertidumbre el suelo hubiera estado tan cerca de nosotras.
Pensaba entonces en la primera vez que visit¨¦ Chilo¨¦, en c¨®mo eran mis ojos y c¨®mo miraban, y en c¨®mo mi cuerpo, ahora, tambi¨¦n ocupa un lugar distinto. Aquella primera vez, una amiga me dec¨ªa col¨®cate aqu¨ª, mira hacia arriba, m¨¦tete en la ba?era, y me tomaba fotos. Yo disfrutaba ¡ªy sufr¨ªa in¨²tilmente cada vez que no me reconoc¨ªa en la imagen¡ª compartiendo las fotograf¨ªas en las que sal¨ªa bien. Ahora soy yo la que mira y me importa bastante menos c¨®mo se me ve. Miro a trav¨¦s de mis ojos, pero tambi¨¦n lo hago a trav¨¦s de las personas a las que miro, y ahora mismo dispongo de los 14 ojos de las siete alumnas con las que viajo.
En Puerto Montt alquilamos dos coches y despu¨¦s de 200 kil¨®metros llegamos a la localizaci¨®n acordada. Una se?ora nos esperaba en mitad de la nada con una linterna en la mano: ¡°No corra, mijita, que es todo cuesta abajo y pedregoso¡±. La casa est¨¢ en un bosque de arrayanes delante del Pac¨ªfico. Deseo que sea de d¨ªa y ver el paisaje, pero tambi¨¦n fantaseo con un atardecer delante del fuego para acabar de desaparecer del todo. Entonces llegar¨¢ otro tipo de silencio, el que interrumpen el viento y los ruidos de los animales, o las risas de las mujeres con las que viajo.
Por las ma?anas, un pajarillo se acerca a mi ventana y da golpecitos en el cristal. Pienso, cada vez que lo hace, que debe ser alguna de ellas golpeando mi puerta, pero es un pajarillo que no exige nada y me regala el pensamiento de saberme afortunada, porque una no se despierta cada ma?ana sobre una cama desde la que se ven arrayanes, el mar y una cordillera nevada.
Miro a trav¨¦s de los ojos de mis alumnas y reconozco la urgencia porque las cosas sucedan. A mediod¨ªa salimos a pintar a la playa. Arena negra, cordero y cr¨ªa: una pintura de Rosa Bonheur. Miramos el agua y nos preguntamos qu¨¦ sentido tiene intentar pintarla. Los chillidos de las gaviotas se interrumpen por el ritmo de los golpes del metal contra la madera: una anciana corta le?a. De vuelta a la casa saco de la biblioteca 84, Charing Cross Road y me tumbo en un sof¨¢. ?He tenido que llegar hasta el fin del mundo para encontrarme con esto en una casa de alquiler?, le pregunto a mi editora. ¡°?No lo conoc¨ªas! Qu¨¦ delicia de libro¡¡±, me responde. Despu¨¦s, el libro pasa a manos de Silvia, que acaba la lectura con los ojos llorosos. Isabel y Jana lo devoran unas horas m¨¢s tarde.
Las temperaturas iban a ser duras, pero parece que el mal tiempo ¡ªque todo lo malo¡ª lo haya engullido el cuadro que cuelga en la entrada de la casa: el agua de un mar negro se funde sobre una arena todav¨ªa m¨¢s oscura y tres hombres y una mujer se re¨²nen alrededor de un piano frente a una gigantesca construcci¨®n de palafitos que parece haber sobrevivido a un incendio, un Remando al viento en versi¨®n chilota.
De regreso a Puerto Montt repaso lo que he visto a trav¨¦s de los ojos j¨®venes que me acompa?an. Cuando entrego el coche en el aeropuerto, Jana me pregunta: ?Pensar¨¢n que eres nuestra madre? Me digo, con la voz de Marta Sanz, que la carne va oliendo a rancio, y que echa de menos a todos los hijos que no ha concebido.
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