Isabel II: un adi¨®s del siglo XX
De 1926 a 2022, todo ha cambiado en el Reino Unido: se ha ganado una guerra mundial, se ha perdido un imperio, se ha entrado y salido de la UE y ha habido una d¨¦cada para la contracultura y otra para la revoluci¨®n conservadora
Los chelines y guineas son historia, el espresso venci¨® al t¨¦, hay m¨¢s papistas que anglicanos y el sistema imperial de medidas apenas sobrevive gracias a la lealtad sagrada a la pinta de cerveza. De un extremo a otro de la vida de Isabel II, no hay casi nada que no haya cambiado en el Reino Unido: si su padre ejerc¨ªa su dominio sobre ¡°un continente, cien pen¨ªnsulas, dos mil r¨ªos y diez mil islas¡±, ella ya no lleg¨® a tiempo de ser emperatriz de la India y su hijo es muy posible que solo vaya a reinar sobre unos pocos caprichos geogr¨¢ficos y para¨ªsos fiscales. S¨ª, de 1926 a 2022, ha cambiado todo en un Reino Unido que, desde el continente, se ve¨ªa como ¡°un lago pl¨¢cido¡± de estabilidad: se ha ganado una guerra mundial, se ha perdido un imperio, se ha entrado y salido de la Uni¨®n Europea y ha habido una d¨¦cada para la contracultura y otra para la revoluci¨®n conservadora. Quiz¨¢ no sea mal corolario de estos a?os el apuntar que al himno nacional ¡ªGod save the queen¡ª le sali¨® como hijuela un himno punk y que los dos han convivido en paz perfecta, en esa entente de tradici¨®n y progreso que ha cifrado lo mejor del genio brit¨¢nico. Porque el Reino Unido ha estado a punto de perder incluso una de sus naciones constituyentes ¡ªEscocia¡ª, pero entre las cosas que no han cambiado est¨¢ un modelo mon¨¢rquico asentado en la Historia y a la vez perjudicado o beneficiado por la ejemplaridad del soberano: si el duque de Windsor hubiera sido un buen rey, Isabel nunca hubiera sido reina.
Al hablar de la corona de Inglaterra, sin embargo, hay un ingrediente que ¡ªcomo supo Bagehot, su gran tratadista decimon¨®nico¡ª resulta tan inevitable como inexplicable: el afecto. Tras pulverizar la longevidad de la reina Victoria sobre el trono, y tras celebrar ¡ª70 a?os¡ª su jubileo de platino, Isabel II ha sido, ante los suyos, la princesa que colabor¨® en el esfuerzo b¨¦lico, la joven reina de cuento de hadas, la madre que mandaba instalar en el despacho la cuna de sus hijos y la abuela venerable en la que los brit¨¢nicos han podido ¡°ver la realeza¡±, como escribi¨® el fil¨®sofo Roger Scruton, ¡°con todos sus s¨ªmbolos, aspiraciones y recuerdos m¨¢s prestigiosos¡±. En cualquiera de estas fases ha sido la clave de b¨®veda de la institucionalidad brit¨¢nica, pero tambi¨¦n parte del paisaje familiar de todas las generaciones que ahora viven en las islas, inmutable como la lluvia fina, los acantilados de Dover o la expresi¨®n de espera de su hijo Carlos. Si la distancia con el pueblo es un habitual argumento antimon¨¢rquico, Isabel II bien podr¨ªa haber dicho que conoci¨® a m¨¢s brit¨¢nicos que nadie: cualquier viajero por el pa¨ªs no deja de pasmarse ante la cantidad de recordatorios que dan fe de la hiperactividad mon¨¢rquica, de la inauguraci¨®n del intercambiador de transportes de Hull en 1976 a, tedio sobre tedio, el cincuentenario de la primera promoci¨®n de dermat¨®logos de Glasgow. Quiz¨¢ por eso hay brit¨¢nicos en contra de la monarqu¨ªa, pero Isabel II puso muy dif¨ªcil estar contra la reina. Y quiz¨¢ por eso, porque la corona es una magistratura personal, ha habido territorios ¡ªNueva Zelanda, la mencionada Australia¡ª que no han querido dejar de tenerla como jefa de Estado.
Otros soberanos reinaron en tiempos de m¨¢s ¨¦pica, pero ella se hizo con la Corona al poco de conocer uno de sus peores momentos ¡ªla abdicaci¨®n de Eduardo VIII¡ª, y no solo volvi¨® a dorar su prestigio, sino que, en la hora de su muerte, pod¨ªa subrayar ¨¦xitos pol¨ªticos de toda relevancia. La reina se atrevi¨® a hacer lo que, antes de ella, nadie pens¨® que pudiera hacerse: se entrevist¨® con el Papa de Roma, visit¨® la rep¨²blica de Irlanda, supo liderar el paso del Imperio a la Commonwealth, asisti¨® a la ¡°devoluci¨®n¡± de los parlamentos de Escocia y Gales y a la ¡°patriaci¨®n¡± de la Constituci¨®n del Canad¨¢. Con los c¨®digos de comportamiento de la monarqu¨ªa parlamentaria en la sangre desde ni?a, Isabel siempre mantuvo esa neutralidad activa que, a lo largo del XIX, configur¨® al soberano brit¨¢nico como una ¡°luz por encima de la pol¨ªtica¡±: sab¨ªa bien que la Corona, para ser de todos, no deb¨ªa ser de nadie ni estar patrimonializada por nadie. Hubo rumores sobre su preocupaci¨®n ante el secesionismo escoc¨¦s, y hubo m¨¢s rumores sobre supuestas simpat¨ªas por el Brexit, pero su mayor implicaci¨®n ¡ªy tuvo que mediar una pandemia¡ª fue mostrarse partidaria de la vacunaci¨®n ante la covid.
Lo interesante de los tiempos no iba a quebrar ese silencio, aunque siempre se las arreglar¨ªa para apoyar la moral del pa¨ªs, del desastre de Suez a las Malvinas, de las devaluaciones de la libra a los a?os de plomo en el Ulster, Irak y Afganist¨¢n. La cruz m¨¢s amarga quedar¨ªa en casa, sin embargo: divorcios, muertes tr¨¢gicas como la de Diana de Gales, atentados tambi¨¦n mortales como el de Mountbatten, las lujurias de Andr¨¦s, los celos y envidias de Enrique y Meghan y los manejos dinerarios de Carlos. Cualquiera de estos sucesos hubiera condenado a un monarca a cierto halo de fatalidad, pero si fue respetada por los tabloides, tambi¨¦n fue porque la encontraron respetable. ¡°Como en las mejores familias¡±, zanj¨® all¨¢ por el annus horribilis del 92, ¡°tenemos nuestros j¨®venes caprichosos e impetuosos y nuestros desacuerdos familiares¡±. A ella extravagancias se le conoc¨ªan pocas, aunque cada ma?ana a las 9 acud¨ªa un gaitero a tocar bajo su ventana en Balmoral, donde ha muerto.
Est¨¢ muy de acuerdo con la dimensi¨®n del personaje que la figura de Isabel II se hiciera mayor conforme se acercaba su ocaso. ?ltima pervivencia del siglo XX en el XXI, su mera existencia ten¨ªa ya algo de reliquia, y quienes hemos estado en estos a?os en las islas hemos podido vivir lo que ha sido una larga, inmensa despedida: de pronto, todo ese calendario que marcaba la vida nacional como una liturgia ¡ªel discurso en el Parlamento, el Royal Ascot, el homenaje a los ca¨ªdos de la Guerra¡ª empezaba, por cuestiones de edad, a hacerse sin ella. Si hasta ahora no ha habido ni un amago de sentimentalismo ¡ªel rasgo, quiz¨¢, m¨¢s contrario a su car¨¢cter¡ª, a partir de hoy, el dolor genuino de mucha gente solo podr¨¢ encauzarse con el rigor y la belleza de unas honras f¨²nebres en las que los brit¨¢nicos son maestros. Se vio hace a?o y medio, cuando muri¨® el duque de Edimburgo, en una ceremonia que, de modo inevitable, tuvo algo de premonitorio. Ah¨ª, solitaria, doliente, encorvada por los a?os, asida sin embargo a su deber sin aspavientos, Isabel II volvi¨® a encarnar una dignidad que elevaba a admiraci¨®n la compasi¨®n de tantos.
Para alabar a Isabel II, uno de sus primeros ministros recurri¨® a Isabel I, y le aplic¨® la misma descripci¨®n de la vieja monarca: ¡°Tiene el coraz¨®n y las tripas de un hombre¡±. Sexismos anta?ones aparte, Churchill ya hab¨ªa calado algo de su personalidad cuando, todav¨ªa en la infancia de la reina, escribe asombrado sobre su ¡°car¨¢cter¡±, sobre ¡°un aire de autoridad y reflexi¨®n que impacta en una ni?a¡±. El anciano pol¨ªtico terminar¨ªa por ir a Buckingham como devoto primer ministro de la reina.
Isabel II representaba hasta hoy ese mundo antiguo, donde las muchachas aprend¨ªan franc¨¦s y piano y equitaci¨®n hasta su puesta de largo: en su ¨²ltimo acto p¨²blico, tuvo algo de justicia po¨¦tica que recibiera a la que ya fue su tercera jefa de Gobierno, Liz Truss. En su primer discurso como monarca, pronunciado en ?frica, hab¨ªa jurado: ¡°Toda mi vida, por larga o corta que sea, estar¨¢ consagrada al servicio de mi pa¨ªs y de mi imperio¡± ¡ªde lo que quedaba del imperio¡ª. Ha sido, felizmente, una vida muy larga. Hace solo unos meses, las salvas que sellaron las conmemoraciones del ¨²ltimo jubileo quer¨ªan simplemente reconocer ¡ªcomo un tributo de gratitud¡ª que hab¨ªa cumplido.
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