Un cementerio en Alemania
El esfuerzo inmenso de sentido com¨²n y de concordia pr¨¢ctica de la Uni¨®n Europea se sustenta sobre los escombros de un continente arrasado por la guerra y envilecido por el genocidio
Desde la ventana de la habitaci¨®n del hotel se ve¨ªa un ¨¢ngulo de lo que al principio me pareci¨® un parque, un muro de piedra y por encima copas de ¨¢rboles oto?ales, amarillos y rojos en el gris plomizo de la tarde, en una llovizna que flotaba en el aire. Al entrar en la habitaci¨®n hab¨ªa ca¨ªdo de golpe sobre m¨ª toda la aflicci¨®n gradual del viaje. Lo ¨²nico que hab¨ªa visto de Stuttgart, desde la ventanilla empa?ada del taxi, era una desolaci¨®n de calles perif¨¦ricas, bloques de oficinas, edificios industriales, todo con esa modernidad reglamentaria sin alma de las ciudades alemanas reconstruidas tras la guerra. La estaci¨®n de tren de Fr¨¢ncfort me hab¨ªa abrumado unas horas antes con una confusi¨®n de gente afanosa en los andenes y de mensajes terminantes e indescifrables en los altavoces. Nada me cuesta menos que encontrarme perdido en el mundo. Una editora amable me hab¨ªa guiado hasta el punto exacto del and¨¦n en el que se situar¨ªa mi vag¨®n y no se apart¨® de m¨ª hasta que el tren no se puso en marcha. Pod¨ªa haber un retraso importante, un cambio inesperado de v¨ªa. Entre el gent¨ªo que llenaba andenes y vest¨ªbulos se distingu¨ªan muchas caras de emigrantes, familias enteras con ni?os, mujeres con velos. Pens¨¦ que en estos tiempos una estaci¨®n de tren espa?ola deja una sensaci¨®n mucho mayor de calma y orden. Ahora todo el mundo en Alemania se queja de los retrasos de los trenes.
En la claridad escasa del atardecer distingu¨ª l¨¢pidas verticales entre los ¨¢rboles. Seg¨²n anochec¨ªa la llovizna se iba convirtiendo en lluvia copiosa. El sonido y el olor de la lluvia son un regalo melanc¨®lico para quien viene de la permanente sequ¨ªa espa?ola. Anduve bajo un paraguas por una parte de la ciudad en la que hab¨ªa muy pocas luces encendidas y no se ve¨ªa a casi nadie. Me cruc¨¦ con un corredor que se alumbraba con una peque?a linterna atada a su gorro de lana, como una l¨¢mpara de minero. Mientras estuve solo iba por la calle como un esp¨ªa infortunado en una novela antigua de John le Carr¨¦.
A la ma?ana siguiente hab¨ªa salido el sol y la ciudad era otra. Por la ventana de la habitaci¨®n se ve¨ªa mejor el cementerio cercano. La verja estaba abierta de par en par. Nada m¨¢s cruzarla yo ya no estaba en Stuttgart y en el presente sino en una isla en el tiempo, en un bosque como del romanticismo alem¨¢n, con ¨¢rboles muy altos y tumbas cubiertas de musgo y l¨ªquenes, en un paisaje pintado o imaginado por Friedrich. El suelo era una alfombra mullida y rumorosa de hojas sobre la hierba empapada por la lluvia de toda la noche, hojas de casta?os, de arces, de robles, de tilos, de ailantos. Pero muchos de los ¨¢rboles a¨²n no se hab¨ªan desprendido de las suyas, y otros eran de hoja perenne, as¨ª que a pesar del sol y el cielo despejado hab¨ªa anchas zonas de penumbra. Despu¨¦s de d¨ªas de mucho trabajo, de ruido, de hablar y escuchar en exceso, estar solo y en silencio ten¨ªa un efecto curativo. En ese clima tan h¨²medo un musgo espeso cubr¨ªa las partes bajas de los troncos y muchas de las l¨¢pidas m¨¢s antiguas. El musgo y el liquen se a?ad¨ªan al desgaste del tiempo. Entre las hojas amarillas y rojas del suelo brillaban las bayas escarlata de los tejos, tan suculentas para los p¨¢jaros, los cuervos de graznido ronco m¨¢s poderoso en aquel silencio que las sirenas lejanas de las ambulancias.
Hab¨ªa visto un rato antes en el hotel, en el televisor sin sonido, las llamaradas y ruinas de las ciudades en Ucrania, martirizadas con barbarie met¨®dica por los misiles rusos. Hab¨ªa visto la geometr¨ªa funeraria de los dirigentes del Partido Comunista Chino, la cara inexpresiva y la mirada muerta de Xi Jinping, tan inquietante en su impasibilidad como la cara fr¨ªa de verdugo de Vlad¨ªmir Putin. En las l¨¢pidas muy gastadas del cementerio consegu¨ªa a veces leer nombres y fechas, del siglo XVIII, de las primeras d¨¦cadas del XIX, vidas enteras comprimidas entre el nacimiento y la muerte, tr¨¢gicas en su concisi¨®n: en una tumba est¨¢ el nombre de una mujer que muri¨® de parto a los 20 a?os, y junto a ella su hija reci¨¦n nacida y muerta, el mismo d¨ªa.
Separado por un muro bajo, en una esquina de sombra, est¨¢ el cementerio jud¨ªo. Son casi todas tumbas de cierta importancia, con l¨¢pidas altas y muy bien labradas, con inscripciones en hebreo. Pero sobre ellas no ha actuado solo la lima del tiempo. Me voy fijando, y la mayor parte de las l¨¢pidas muestran huellas de haber sido atacadas, con picos, con martillos, con una sa?a que en muchos casos ha borrado por completo las inscripciones de los nombres, o partido y arrancado las placas de m¨¢rmol. Sobre la piedra y el m¨¢rmol gastados por la intemperie una crueldad homicida de hace m¨¢s de ochenta a?os mantiene intactas las se?ales de un odio al que no le bastaba el exterminio de los vivos y exig¨ªa tambi¨¦n la profanaci¨®n de los muertos. Del 9 al 10 de noviembre de 1938, en la Noche de los cristales rotos, la sinagoga de Stuttgart fue incendiada, y noventa ciudadanos jud¨ªos asesinados, y muchos m¨¢s fueron encarcelados.
Pero no hay una placa o una gu¨ªa que recuerde aquello. Bastan las se?ales de la antigua furia para alumbrar la memoria de quien ponga un poco de atenci¨®n. En otros tiempos, cuando estudi¨¢bamos lo m¨¢s negro de la historia del siglo XX, ten¨ªamos la sensaci¨®n de sumergirnos en un pozo irrespirable, pero tambi¨¦n abolido, en una pesadilla menos aterradora porque pertenec¨ªa a los confines seguros del pasado. En los primeros noventa, el salvajismo de la llamada limpieza ¨¦tnica en lo que hab¨ªa sido Yugoslavia pudo ser un aviso de que el viejo monstruo carn¨ªvoro no hab¨ªa perecido, pero aquella guerra quedaba lejos, en los m¨¢rgenes de Europa, aunque estuviera tan cerca, apenas a la distancia de un vuelo corto en avi¨®n. Sabemos que la historia es una combinaci¨®n tan compleja de circunstancias, pormenores, peripecias humanas, que no hay periodo que pueda repetirse. Tambi¨¦n sabemos que el poder sin l¨ªmites enloquece a los seres humanos, que la codicia extrema no se detiene ante el delito ni el crimen, que la mente humana es extraordinariamente vulnerable a la irracionalidad y al fanatismo, a los delirios del resentimiento, a la seducci¨®n de los salvadores vengativos, m¨¢s letales a¨²n cuando la tecnolog¨ªa les ofrece armas capaces de destruir el mundo. El esfuerzo inmenso de sentido com¨²n y de concordia pr¨¢ctica de la Uni¨®n Europea se sustenta sobre los escombros de un continente arrasado por la guerra y envilecido por el genocidio. El cementerio antiguo de Stuttgart es un parque donde hay personas ociosas que toman el sol, o pasean a sus perros, o prestan atenci¨®n a los cantos diversos de los p¨¢jaros. Pudo ser una ma?ana igual de luminosa y tranquila, en el oto?o de 1938, cuando los asaltantes llegaron armados de picos y martillos para borrar los nombres y extirpar la memoria de quienes llevaban muertos muchos a?os.
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