No, no es libertad de expresi¨®n
Las dos C¨¢maras no se rigen por los mismos c¨®digos que una tertulia televisiva, un tuit o una columna de opini¨®n. El insulto, las vejaciones, el linchamiento, la ofensa y las injurias no forman parte del derecho a verbalizar las ideas

El 14 de marzo de 1991, en el campus de una universidad p¨²blica neoyorquina (Binghampton), se organiz¨® una conferencia para presentar una asociaci¨®n conservadora de acad¨¦micos, la National Association of Scholars (NAS). Richard Hofferbert, un profesor de Ciencia Pol¨ªtica cuya reputaci¨®n en el campus suger¨ªa que, supuestamente, hab¨ªa invitado a sus clases a miembros del Ku Klux Klan, era el ponente principal, y el tema era la ca¨ªda del muro de Berl¨ªn. Durante la conferencia, uno de los estudiantes presentes mostr¨® una actitud grosera (seg¨²n los testimonios, tir¨® al suelo una foto que el ponente hab¨ªa hecho circular entre el p¨²blico), que dio pie a que otro profesor de la NAS, Saul Levin, presentara una denuncia. Tanto el peri¨®dico universitario como la televisi¨®n local se?alaron, en la cobertura del hecho, que se hab¨ªa tratado de una conducta anecd¨®tica, tras la cual la conferencia continu¨® en ambiente tenso pero sin m¨¢s problemas.
Sin embargo, dos semanas despu¨¦s, varios peri¨®dicos de gran tirada se hicieron eco en editoriales y noticias de la versi¨®n victimista elaborada por los acad¨¦micos de la NAS, d¨¢ndole valor de verdad y asumiendo un tono cr¨ªtico, claramente acusador, hacia la universidad y los estudiantes. Hay que esperar al 21 de abril del mismo a?o para que The New York Times recogiera la noticia, se?alando la enorme diferencia entre lo que hab¨ªan referido en la investigaci¨®n universitaria las acusaciones y los testigos: ¡°La asociaci¨®n dijo que al ponente se le hab¨ªa negado el derecho a la libertad de expresi¨®n mediante lo que ¨¦l y el Dr. Levin describieron como una ¡®turba¡¯ de estudiantes, la mayor¨ªa de ellos negros, que ¡®irrumpi¨®¡¯ en la sala de conferencias. El Dr. Levin y el Dr. Hofferbert afirmaron que varios estudiantes empu?aban palos y garrotes¡±. Esta versi¨®n, desmentida en la investigaci¨®n, fue, no obstante, la que se difundi¨®; si en 1991 hubiera habido redes sociales, sin duda habr¨ªa sido la versi¨®n m¨¢s viralizada y nuestros tel¨¦fonos habr¨ªan recibido memes de estudiantes afroamericanos con palos.
Esta an¨¦cdota suele referirse para explicar los or¨ªgenes del mito que criminaliza y ridiculiza el ¡°lenguaje pol¨ªticamente correcto¡±, descrito por algunos autores como ¡°la creaci¨®n de un enemigo fantasma¡± por parte de la derecha. Para entender su alcance real es necesario tener en cuenta cu¨¢l era el contexto de los campus estadounidenses. La apertura acad¨¦mica que hab¨ªan provocado movimientos de Nueva Izquierda como el feminismo o la defensa de los derechos civiles ¡ªpor ejemplo, revisando el canon literario para incluir mujeres y autores de minor¨ªas ¨¦tnicas, o creando departamentos de Estudios de la Mujer o de Estudios Africanos, etc¨¦tera¡ª se vio claramente frenada por el neoliberalismo de la era Reagan. En esta tesitura, los neocons, los paleoconservadores y las m¨²ltiples asociaciones y think tanks del entorno del Partido Republicano alentaron desde los a?os ochenta un enorme movimiento de victimizaci¨®n. En un acto que cabe reconocer ¡ªs¨ª¡ª como de brillante inversi¨®n ret¨®rica, y ayudados por los medios conservadores, convirtieron en un ataque a ¡°su¡± libertad de expresi¨®n cualquier reivindicaci¨®n de un discurso respetuoso con las minor¨ªas y atento a la diversidad. Conspirativamente, sus conferencias, textos y panfletos atribu¨ªan las bases intelectuales de esta supuesta censura a la teor¨ªa cr¨ªtica y el posmodernismo, es decir, dos escuelas de pensamiento importadas a Estados Unidos por los autores marxistas de la Escuela de Fr¨¢ncfort y los deconstructivistas franceses. Una intenci¨®n ulterior, m¨¢s all¨¢ del lenguaje, aspiraba a eliminar los programas de discriminaci¨®n positiva (affirmative actions) que hab¨ªan abierto las aulas y los puestos de trabajo a mujeres y a minor¨ªas.
Y les sali¨® bien. De hecho, les sali¨® tan bien que quienes m¨¢s se creyeron las exigencias de tal correcci¨®n pol¨ªtica fueron muchas voces progresistas, fascinadas de pronto por la falacia determinista que atribuye poderes m¨¢gicos al lenguaje y que asume que este crea la realidad. Surgieron as¨ª, in crescendo, las tendencias censoras que no solo empezaron a prohibir ciertas palabras, sino que acabaron por vetar en los temarios acad¨¦micos temas concretos, y libros y autores completos, y que han terminado provocando un verdadero problema en muchos campus. No es casualidad que el te¨®rico de los estudios culturales Stuart Hall describa amargamente la correcci¨®n pol¨ªtica como ¡°el contragolpe que los ochenta dieron a los sesenta¡±.
He rescatado el fen¨®meno de c¨®mo surge el mito de la correcci¨®n pol¨ªtica porque la ¨²ltima d¨¦cada nos ha expuesto a una situaci¨®n similar. Tenemos claramente identificados unos pol¨ªticos y unos partidos, adscritos a posiciones extremas y normalmente ultraconservadoras, que radicalizan sus discursos m¨¢s y m¨¢s, mientras el entramado institucional parece darles la raz¨®n en que eso es libertad de expresi¨®n; la ¨²nica respuesta es mostrarse escandalizado y, resignadamente, hacer declaraciones. Y aunque estamos llamado ¡°polarizaci¨®n¡± a este proceso, las hemerotecas muestran evidente asimetr¨ªa en c¨®mo los dos ¡°polos¡± recurren a este discurso del odio.
La consecuencia evidente es una degradaci¨®n del discurso p¨²blico que impregna todo. Los exabruptos y salidas de tono empezaron a tolerarse en los medios (no solo en televisi¨®n; hay columnas de opini¨®n en diarios de gran tirada que destilan bilis hace d¨¦cadas) y en el intercambio partidista (especialmente en las redes sociales de partidos radicales). La coartada era, por lo general, junto a la boutade desafiante de toda la vida, una reivindicaci¨®n de lo natural, lo espont¨¢neo; incluso de sinceridad. Progresivamente, adem¨¢s, los medios se han convertido mayoritariamente en c¨¢maras ecoicas, y cuanto m¨¢s gamberra o estridente sea una declaraci¨®n, m¨¢s la amplifican como noticia. Da lo mismo qui¨¦n dice qu¨¦: presidenta auton¨®mica, presentadora incompetente o sacerdote cat¨®lico exaltado, todos encuentran micr¨®fono o titular con absoluta facilidad, muchas veces porque los editores saben que eso se traduce en visitas a la web.
Lo ocurrido ¨²ltimamente a tenor de la Ley de Garant¨ªa Integral de Libertad Sexual es la manifestaci¨®n radical de que hace tiempo que ese discurso salt¨® a las instituciones. Lo hemos presenciado, como m¨ªnimo, desde que irrumpi¨® la autodenominada ¡°nueva pol¨ªtica¡±, as¨ª que no cabe gran sorpresa por lo visto estos d¨ªas. Pero las instituciones, especialmente las dos C¨¢maras parlamentarias, no se rigen por los mismos c¨®digos que una tertulia televisiva, un tuit o una columna de opini¨®n. No son lo mismo, y sus normas comunicativas no pueden confundirse.
Y, sobre todo, no puede confundirse la libertad de expresi¨®n, protegida por el sistema democr¨¢tico, con la libertad de acci¨®n ling¨¹¨ªstica; la primera es un valor absoluto, pero la segunda se subordina a los contextos. Cualquier diputado, cualquier ministro o cualquier senador debe poder exponer cualquier contenido, incluso de expresividad negativa, mediante un formato verbal que encaje, si ya no en los l¨ªmites de la cortes¨ªa parlamentaria, al menos en la m¨ªnima educaci¨®n.
Ser¨ªa deseable que, como sociedad, sepamos impedir la consolidaci¨®n de nuevos enemigos fantasma. El insulto, las vejaciones, el linchamiento, la ofensa y las injurias ¡ªcuyo m¨¢ximo despliegue se da en los ataques al feminismo, de todo signo¡ª no tienen nada que ver con la libertad de expresi¨®n, sino con instaurar un clima cuyo logro es, precisamente, frustrar cualquier di¨¢logo: ?qu¨¦ se contesta a un insulto? Estos d¨ªas, junto a la repetici¨®n en bucle de las intervenciones ofensivas, han circulado algunos v¨ªdeos del modo implacable en que el entonces presidente de la C¨¢mara de los Comunes John Bercow atajaba las transgresiones verbales de Boris Johnson. Hay maneras.
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