Pedirle cuentas a un pijo
Por alguna secreta raz¨®n hay gente que cree que al ¡°haberse hecho a s¨ª misma¡± la vida les debe algo muy especial, y dedica el resto de sus a?os no a disfrutarla, sino a cobr¨¢rselo
Una de las mejores lecciones pol¨ªticas que recib¨ª en mi vida me la dio, gratis, un amigo hace varios a?os en Pontevedra. Al salir de un pub vimos apoyado en la puerta a un m¨ªtico pijazo de la ciudad, engominado anacr¨®nicamente y fumando como si el pitillo le debiese algo; mi amigo le extendi¨® la mano boca abajo mientras el otro la miraba medio enloquecido. ¡°?Perdona?¡±, dijo. Y mi amigo, sin mirarlo, respondi¨®: ¡°El sello, por favor, que a lo mejor volvemos¡±. El se?or (deb¨ªa de tener 30 a?os, pero los pijos pata negra saltan de los 20 a los 55) mont¨® en c¨®lera porque, aunque ahora se puso de moda entre ciertos agrandados aparentar buen rollo con la chusma hasta que aparece el negocio o la oportunidad, la impresi¨®n que le debi¨® dar ver a mi amigo con sus pintas trat¨¢ndolo a ¨¦l, gerifalte local, de portero de discoteca, le desbord¨®. Dio una lecci¨®n pol¨ªtica, tambi¨¦n ¨¦l. Yo no sab¨ªa d¨®nde meterme de la risa que me estaba dando; el hombre me conoc¨ªa, porque yo trabajaba en Diario de Pontevedra, y en un momento de su perorata descontrolada, me se?al¨® p¨¢lido y me dijo: ¡°Y t¨²¡ T¨² me conoces, ?no pudiste haberle dicho qui¨¦n soy?¡±. ?No pudiste parar este accidente? ?No pudiste poner freno a esta locura? ?Qu¨¦ va a ser de m¨ª ahora? ?Se me est¨¢ poniendo cara de recoger vasos!
Desde entonces, cuando intuimos, all¨¢ donde estemos, que alguien es un imb¨¦cil irremediable por cuesti¨®n de clase, nos dirigimos a ¨¦l para preguntarle si hay mesa libre o si nos puede traer la cuenta. La gran mayor¨ªa (yo defiendo que la gran mayor¨ªa de este pa¨ªs es gente afable y educada, lo que pasa es que los medios tenemos querencia por la minor¨ªa, para difundirla e incluso para ponerla en n¨®mina) reacciona con gracia o cortes¨ªa, si bien alguno siempre se lo toma a la tremenda, y te dice qui¨¦n es recitando sin respirar todos los apellidos, que parece que los bautizaron para que se murieran por falta de aire en el colegio, o sus profesiones, o lo que sea aquello que les hace incompatible con servir. Como si ellos no sirviesen, o como si su oficio no tuviese una servidumbre mayor, y unos peajes m¨¢s tremendos, que el de cualquier oficio m¨¢s humilde.
Con el tiempo uno aprende que el peligro real no es el hombre desquiciado que sale de casa vestido de punta en blanco como siempre y con la misma actitud de nacimiento por cuestiones que, perezosamente, prefiri¨® no esquivar o acogi¨® con euforia, sino el que sale de casa vestido ¨²nica y exclusivamente para que no le confundan con el servicio; el que tiene una sola misi¨®n en la vida: que nadie le confunda con el que podr¨ªa ser por razones familiares, con el que podr¨ªa ser por razones econ¨®micas cuando le vaya un poco mal, con el que quiz¨¢s ya fue cuando las cosas empezaban y hubo que partirse la espalda. Responden m¨¢s airadamente si les confundes con otro porque es de lo que huyen: estuvieron o deber¨ªan estar, y est¨¢n seguros de no volver nunca. Por alguna secreta raz¨®n creen que al ¡°haberse hecho a s¨ª mismos¡± la vida les debe algo muy especial, y dedican el resto de sus a?os no a disfrutarla, sino a exigir que se les devuelva el esfuerzo del principio en forma de estatus y aprobaci¨®n de su nueva clase social prestada. De forma tan ensimismada que, si les pides la cuenta para vacilar porque les ves muy chulos, cualquier d¨ªa estallan y la cobran.
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