Katherine Mansfield, nuestra contempor¨¢nea
Nuestra sensibilidad de un siglo despu¨¦s se reconoce en las historias de la escritora porque ellas mismas han estado irradiando con sigilo su influjo a varias generaciones de lectores y escritores
Hace casi exactamente un siglo, el 9 de enero de 1923, Katherine Mansfield muri¨® despu¨¦s de un gran v¨®mito de sangre. Su marido hab¨ªa venido a visitarla al sanatorio de Fontainebleau en el que estaba recluida y Mansfield subi¨® delante de ¨¦l las escaleras hacia su habitaci¨®n con tanta impaciencia que sus pulmones enfermos no pudieron resistir el esfuerzo. Esa impaciencia nerviosa contra el infortunio y contra cualquier clase de imposici¨®n era un rasgo de su car¨¢cter, un principio rector de su vida. Hab¨ªa cumplido 34 a?os solo unos meses atr¨¢s, en octubre de 1922. Llevaba cuatro a?os enferma de tuberculosis. Para hacerme una idea de su juventud no debo pensar en una mujer muerta hace cien a?os sino en las personas de la generaci¨®n de mis hijos. Solo as¨ª puedo calibrar lo prematuro y lo injusto de la muerte de Katherine Mansfield, y tambi¨¦n la precocidad de su talento, y la amplitud de la promesa que no pudo cumplir, todo lo que habr¨ªa escrito si no hubiera muerto tan joven.
Dos meses antes que ella muri¨® Marcel Proust, a los 51 a?os. Tambi¨¦n fue una muerte temprana, pero Proust sab¨ªa que su novela inmensa estaba terminada en lo esencial, que hab¨ªa culminado el gran trabajo de su vida. Mansfield sent¨ªa la angustia de lo inacabado, de lo malogrado, de lo que se quedar¨ªa sin hacer, el remordimiento de no haber emprendido libros de mayores dimensiones, de haberse limitado al formato del cuento, ¡°peque?as historias como p¨¢jaros en jaulas¡±, dec¨ªa ella misma. Hay personas, a la vez inseguras y temerarias, dotadas de una gran capacidad para socavarse a s¨ª mismas. Katherine Mansfield ten¨ªa la destreza de comprimir duraciones y amplitudes de novela en las 15 o 20 p¨¢ginas de un relato, igual que era capaz de fijar el pormenor de un instante en una sola frase de fluir liviano y armadura musical. Pero las jerarqu¨ªas oficiales de la literatura act¨²an pesadamente incluso sobre aquellos que se han atrevido a romperlas, y el cuento era entonces, y sigue siendo ahora, un g¨¦nero menor, m¨¢s a¨²n si quien lo cultivaba era una mujer, y si trataba en apariencias de asuntos superficiales o mundanos, escenas dom¨¦sticas, fiestas en jardines, episodios fragmentarios de vidas que empezaban de golpe, como sin previo aviso, y terminaban de manera abrupta, en el aire, en la ambig¨¹edad de lo no dicho o de lo indeciso.
T.S. Eliot aplic¨® el adjetivo letal de ¡°femeninas¡± a las historias de Katherine Mansfield. Virginia Woolf mantuvo con ella una amistad dif¨ªcil, y confes¨® en su diario que el ¨²nico escritor hacia el que sent¨ªa celos era ella. En el ambiente de enrarecido clasismo de Bloomsbury, Mansfield era una presencia lateral y algo ex¨®tica, una rareza, un agente doble. Ven¨ªa de una familia acomodada de Nueva Zelanda, y ese origen colonial le vedaba una plena pertenencia. Tra¨ªa consigo una leyenda de promiscuidad vivida con una desenvoltura muy ajena a las maneras formales tras las que escond¨ªan los fieles de Bloomsbury sus propias disidencias er¨®ticas. Su gran amor en el internado hab¨ªa sido una princesa maor¨ª. Tocaba el violoncelo. Trabaj¨® de extra en pel¨ªculas mudas. Se hab¨ªa casado y su matrimonio hab¨ªa durado solo un d¨ªa. Hab¨ªa estado embarazada de un hombre que no era su marido fugaz, y estaba sola cuando perdi¨® a su hijo poco antes del parto. Se cas¨® por segunda vez con un cr¨ªtico de origen obrero, John Middleton Murry, que hab¨ªa logrado una beca para Oxford, pero que no hab¨ªa perdido un acento que lo delataba sin remedio en los salones literarios de Londres. Mansfield y su marido, junto a D.H. Lawrence y su mujer, fundaron una especie de doble pareja abierta escandalosa que estall¨® al cabo de unos meses de convivencia imposible. Hab¨ªa probado ¡°toda la variedad¡±, anot¨® no se sabe si con desconcierto o envidia Virginia Woolf. Dec¨ªa de s¨ª misma que era ¡°a very MODERN woman¡±, acentuando el adjetivo con may¨²sculas.
Era moderna en su pelo muy corto y en el flequillo sobre las cejas, en la ropa desenvuelta que vest¨ªa, en una vida afectiva en la que el impulso de la soberan¨ªa personal chocaba muchas veces con la necesidad del amor, igual que su instinto de nomadismo y desarraigo se correspond¨ªa con el deseo y la a?oranza de una quietud dom¨¦stica, de un lugar tranquilo y seguro en el que dedicarse a la escritura, curarse de la enfermedad y sentir abrigado el coraz¨®n. Su inteligencia no era ideol¨®gica, sino narrativa y po¨¦tica. La radicalidad de sus principios est¨¢ en su comportamiento cotidiano y en su observaci¨®n a la vez compasiva e implacable de las vidas humanas, las de las mujeres y tambi¨¦n las de los hombres, las de las ni?as y los ni?os, los ancianos, los ricos, los criados, en una prodigiosa variedad que incluye hasta los animales y las plantas, los gatos, los perros, los insectos, una polilla que entra por una ventana abierta a la noche de verano, una mosca que cae en un tintero. Lo que escribe sobre una de esas mujeres solitarias que pueblan sus cuentos, Miss Brill, lo est¨¢ diciendo de s¨ª misma: ¡°Se hab¨ªa convertido en una verdadera experta en escuchar como si no escuchara, en quedarse sentada durante unos minutos en las vidas de otras personas mientras hablaban a su alrededor¡±.
Nunca olvidada, Katherine Mansfield siempre ha estado un poco al margen. 2022 fue un a?o de centenarios imponentes, el de Ulises, el de La tierra bald¨ªa, el de Proust. En esa lista no se ha incluido nunca, que yo sepa, el centenario de The Garden Party, que es el ¨²ltimo libro de Katherine Mansfield publicado en vida, y que incluye alguno de sus mejores relatos, no inferiores en originalidad o en altura literaria a cualquiera de las revelaciones m¨¢s celebradas de aquel a?o. A su aire, Mansfield participa del gran proyecto modernista de despojamiento de las prolijidades, las sobreabundancias, los amontonamientos abrumadores a los que hab¨ªan llegado las artes hacia 1900: un mismo empe?o de simplicidad y limpieza alienta en los arquitectos, en los compositores, en los pintores, en los dise?adores de muebles y de ropa, en los escritores. Los cuentos de Katherine Mansfield est¨¢n tan limpios de excrecencias decorativas como una fachada vienesa de Adolf Loos, un bodeg¨®n de Juan Gris, una partitura de Erik Satie. Desde la primera frase ya estamos plenamente en el interior de una historia, un poco aturdidos, porque la autora no nos ha cargado con ninguna informaci¨®n previa. El aturdimiento lo disipa la alerta, porque como reci¨¦n llegados tenemos que fijarnos en todo tipo de detalles significativos que se disipar¨¢n en un instante. Escribi¨® en una carta: ¡°No debe haber ni una sola palabra fuera de lugar, o una palabra que pueda quitarse¡±.
Dice Proust que una obra innovadora crea su propia posteridad, al ir seduciendo uno por uno a lo largo del tiempo a los aficionados capaces de apreciarla y de difundirla, y a los artistas que sigan su ejemplo. Nuestra sensibilidad de un siglo despu¨¦s se reconoce en las historias de Katherine Mansfield porque ellas mismas han estado irradiando con sigilo su influjo, durante m¨¢s de cien a?os, a varias generaciones de lectores y escritores. As¨ª se ha difundido su irreverencia hacia las formalidades y las tonter¨ªas sociales, su atenci¨®n a los ignorados, a los d¨¦biles, a los solitarios, sus retratos de las rebeld¨ªas secretas o abiertas de las mujeres, la precisi¨®n casi bot¨¢nica de su estilo, la urgencia ente exaltada y angustiada de su celebraci¨®n de la belleza de las cosas, contempladas con la plena conciencia de que su vida joven estaba acab¨¢ndose.
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