Tener los ojos abiertos
Cada vez que recuerdo una lectura, adem¨¢s de que veo, f¨ªsicamente, el libro, imagino el sitio en el que su propia sombra est¨¢ guardada. Esto se me revel¨® tras leer a Lina Mar¨ªa Parra Ochoa, Salom¨¦ Esper y Elaine Vilar Madruga
Es evidente, aunque a veces lo olvidemos, como pasa con casi todo lo que vamos dando por sentado, que las cosas que un d¨ªa comenzamos a hacer, as¨ª, de pronto, trastocan las que ven¨ªamos haciendo a lo largo de los a?os.
Digo esto porque, a consecuencia de esta newsletter, adem¨¢s de colocarlos en libreros, he comenzado a acomodar mis libros, tanto los que leo como los condenados a leerse en alg¨²n otro momento, en una suerte de cruza-injerto-h¨ªbrido de archivero de manicomio y vitrina de naturalista.
Evidentemente, no me refiero al libro en tanto objeto, pues estos los sigo acomodando bajo el orden alfab¨¦tico al que los conden¨® el presente espeso de esa pandemia que parece haber sucedido hace un siglo y hace veinte minutos; hablo de la experiencia, de la huella que dejan ciertas lecturas, pues son esas las que ahora encuentran un acomodo diferente en ese mueble que tambi¨¦n podr¨ªa ser una sombra.
Por eso, ahora, cada vez que recuerdo una lectura, adem¨¢s de que veo, f¨ªsicamente, el libro, imagino el sitio en el que su propia sombra est¨¢ guardada, es decir, el espacio de esa cruza-injerto-h¨ªbrido en donde, adem¨¢s, se han ido acu?ando mis lecturas previas, al menos, las que significaron una experiencia particular ¡ªtodo esto, por cierto, se me revel¨® tras leer La mano que cura, de la colombiana Lina Mar¨ªa Parra Ochoa, La segunda venida de Hilda Bustamante, de la argentina Salom¨¦ Esper y El cielo de la selva, de la cubana Elaine Vilar Madruga¡ª.
El caj¨®n que no cierra
Antes, sin embargo, de meterme en la novela de la colombiana ¡ªque, para hablar de ese otro mundo inadvertido para la mayor¨ªa de los mortales, ocupados no tanto en existir como en vivir a instancias de la luz de la raz¨®n, nos cuenta, en dos tiempos, la historia de la negra Ana Gregoria y su alumna Soledad, as¨ª como la de la hija de Soledad, a quien Ana Gregoria, como hiciera con su madre, le ense?ar¨¢ a enterrar los dedos en la tierra para sentir, empezar a comprender y dejar que la habiten los poderes, tras la muerte de su padre¡ª o en la novela de la cubana ¡ªque, para hablar de ese otro entorno que no dejar¨¢ nunca de ser el coraz¨®n de las tinieblas, aunque sean tinieblas distintas, cuenta la historia de unas mujeres que, antes que nada, deben elegir entre la lobreguez natural de la selva y la lobreguez desnaturalizada de la violencia del hombre¡ª, quisiera apuntar una cosa m¨¢s sobre mi mueble quim¨¦rico.
Y es que, entre sus cajones ¡ªya que mencion¨¦ a Ana Gregoria, Soledad y la hija de esta, as¨ª como mencion¨¦ a las mujeres que perpet¨²an el ciclo ritual y sacrificial del libro de Vilar Madruga, cuyos cuerpos se enfrentan una y otra vez a una decisi¨®n que cristaliza, genialmente, en una met¨¢fora casi perfecta: elegir entre ser ellas las que devoran a sus hijos o dejar que sea la selva quien lo haga, tambi¨¦n quiero decir que las protagonistas de La mano que cura comparten una costumbre particular con la protagonista de la novela de Salom¨¦ Esper, costumbre que no es otra que la de volver de la muerte¡ª, hay un caj¨®n que no cierra. Y no cierra porque ah¨ª yacen, asomadas en todo momento, lecturas que, por alguna raz¨®n, dejaron algo en pausa. Las razones por las que aquello que deb¨ªa acontecer se queda aconteciendo, por supuesto, son muchas, pero, para lo que ac¨¢ interesa, que es hablar del libro de Parra Ochoa ¡ªas¨ª como del Vilar Madruga y del de Esper, me doy cuenta¡ª, debo se?alar estas dos: se trata de lecturas a la espera de otra lectura que las acompa?e o de lecturas que intuyen su continuaci¨®n.
Pero mejor ejemplifico: hasta hace poco, en el caj¨®n que no cierra, acechaba la sombra de Malas posturas, libro de relatos de Parra Ochoa en cuyos personajes ¡ªsobre todo las narradoras de D¨ªa de visitas y Fantasmas, as¨ª como la Estefan¨ªa de La distancia entre los ¨¢rboles¡ª intu¨ªa la continuaci¨®n que lleg¨® con La mano que cura ¡ªeste tipo de prolongaciones no s¨®lo son consecuencia de lo que se cuenta, tambi¨¦n de c¨®mo se cuenta¡ª; as¨ª como, hasta hace nada, la propia La mano que cura asomaba ah¨ª, esperando a que llegara La segunda venida de Hilda Bustamante, novela cuyo tono, a pesar de ser radicalmente distinto, o precisamente por eso, llegar¨ªa a acompa?arla, o as¨ª como, hasta que entr¨¦, machete en mano, al libro de Vilar Madruga, comprend¨ª por qu¨¦, de tanto en tanto, se asomaban a en ese caj¨®n, intrigadas y sorprendidas, mis relecturas de La vor¨¢gine, de algunos cuentos de Quiroga, de Canaima y de To¨¢.
La segunda mano del cielo
¡°Ana Gregoria coge mis manos entre las de ella. Mira, mi ni?a, me dice, ponme atenci¨®n, que yo ya no te duro mucho. Entonces levanta mis manos para obligarme a mirarlas. Una mano cura y la otra mano mata, dice. Las dos juntas son los poderes, los invocan, los contienen, los moldean como barro. Ninguna es buena ni mala, porque a veces la cura es una maldici¨®n y a veces la muerte es bienvenida¡±: estas l¨ªneas contienen el coraz¨®n que late al interior de la novela de Parra Ochoa, son, en cierto modo, la bisagra entre los dos mundos que alcanza La mano que cura ¡ªas¨ª como la de Esper ser¨ªa: ¡°Pocos metros nos separan de cosas indecibles, de otra vida¡±.
Por supuesto, en la novela de Parra Ochoa, que le entrega al lector una experiencia tan hermosa como cruda e irrealmente real ¡ªquiz¨¢ por esto la novela de Esper la completa, porque su experiencia es tan divertida como extraordinariamente ordinaria¡ª, hay otras bisagras ¡ªno es casual que la narradora luche con la biblioteca que su padre le hered¨® y con la sombra que ¨¦sta parecer¨ªa emanar, apenas empieza a comprender el mundo que habita y empieza, tambi¨¦n, a convertirse, ella, en bisagra¡ª, pero esta es la esencial y es la que uno termina por aceptar sin apenas darse cuenta.
Menciono lo de que uno acepta ese mundo lleno de bisagras ¡ªlas vidas de Soledad y Ana Gregoria, as¨ª como las de las mujeres de El cielo de la selva, son, en s¨ª mismas, bisagras, pues al tiempo que se abren para dejar ver, desnudo, el mundo natural y sus violencias, se abren para dejar ver el mundo de los hombres y sus violencias¡ª porque esto no es asunto balad¨ª: tanto Parra Ochoa como Vilar Madruga apagan, un momento, la luz de la raz¨®n, permiti¨¦ndonos tener otros ojos abiertos.
Son esos otros ojos, que abrimos de repente, durante la lectura, los que, adem¨¢s de permitirnos ver cosas que no ve¨ªamos ¡ªcomo un mueble injerto, por ejemplo¡ª, nos permiten algo m¨¢s: leer como le¨ªamos antes de que nuestra lectura fuera gobernada por la pura intelectualidad ¡ªesto, que tambi¨¦n consigue La segunda venida de Hilda Bustamante, lo consiguen las tres novelas mediante prosas cuidad¨ªsimas¡ª.
Y es que, para decirlo con palabras claras ¡ªestas, a fin de cuentas, son lo ¨²nico que habita ambos mundos¡ª lo que Parra Ochoa, Vilar Madruga y Esper hacen es secuestrar al lector desde que empieza a leer y hasta que acaba ¡ªsin que caiga en cuenta, adem¨¢s, de que de pronto est¨¢ en una f¨¢bula y, de pronto, en una tragedia¡ª.
La mano que cura, El cielo de la selva y La segunda venida de Hilda Bustamante nos hacen leer como le¨ªamos de ni?os, quiero decir: sin importar si todo eso que traen adentro es o no posible.
Coordenadas
La mano que cura fue publicada por Editorial Transito, mientras que El cielo de la selva por Lava y La segunda venida de Hilda Bustamante por Sigilo. El libro de relatos Malas posturas lo public¨® Editorial Eafit. Y, para quien dese¨¦ leer alguno de los libros anteriores de Vilar Madruga, valga mencionar La tiran¨ªa de las moscas, publicado por Editorial Barret.
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