Las cosas de los que se han ido
Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atr¨¢s, por desplazamientos no voluntarios, los objetos cuya presencia da forma a una vida
La fot¨®grafa venezolana Fabiola Ferrero, que ha explorado con sus fotos la debacle de su pa¨ªs, me habl¨® hace unas semanas de Mair¨ªn Reyes, y desde entonces no he podido sacarme esa an¨¦cdota escueta de la cabeza. Esta mujer se gana la vida visitando las casas que sus compatriotas venezolanos han dejado atr¨¢s al irse del pa¨ªs: son familias de clase media, por lo general, que salieron en su momento de Venezuela con la convicci¨®n o la esperanza del regreso, y no cerraron su vida pasada, sino que conservaron sus propiedades y creyeron que un d¨ªa volver¨ªan a ellas. Miles, decenas de miles, hicieron lo mismo; miles creyeron lo mismo tambi¨¦n. Con los a?os se dieron cuenta, sin embargo, de que el regreso a su pa¨ªs destrozado era imposible, y es entonces cuando llaman a Reyes y le piden que se haga cargo. Ella visita las casas abandonadas despu¨¦s de muchos a?os, y hace un cat¨¢logo detallado de las cosas: de todas las cosas, desde un llavero para puertas que ya no existen hasta los ¨¢lbumes con las fotos de los abuelos inmigrantes, esos italianos ¡ªes un ejemplo¡ª que llegaron a principios del siglo XX para buscarse una vida mejor.
Cuando ya ha terminado una tabla de Excel, Mair¨ªn Reyes habla por videollamada con la familia que ya no volver¨¢ y pregunta por el destino de cada una de las cosas: regalarla, donarla, venderla, tirarla a la basura. Su m¨¦todo es estricto. Organiza ventas de garaje para rescatar algo de dinero de la cat¨¢strofe, y hasta puede que se encargue tambi¨¦n de la venta de la casa. Fabiola Ferrero ha fotografiado esas ventas, esas copas de cristal que tal vez valgan algo todav¨ªa, ese dinero olvidado que es lo que menos vale. En una de sus fotos, rodeado de penumbra, se ve un caj¨®n oscuro en el cual relumbran las monedas. Al parecer, todas las casas tienen un lugar semejante: un caj¨®n donde se guardaban las monedas por el principio inviolable de que el dinero no se tira, hasta que las crueldades de la hiperinflaci¨®n terminaban por dejarlas sin el m¨¢s m¨ªnimo valor. Entonces se quedan atr¨¢s, objetos desprovistos de poder alguno, y tal vez alg¨²n d¨ªa valgan como curiosidades; pero dudo mucho que lleguen a coleccionarse como se coleccionan los viejos billetes cubanos que el Che Guevara, director del Banco Nacional de Cuba, sol¨ªa firmar en los albores de la Revoluci¨®n.
He contado muchas veces en privado lo que cuento aqu¨ª, y cada vez me pregunto por qu¨¦ me ha impresionado tanto el oficio de Mair¨ªn Reyes ¡ªal mismo tiempo pr¨¢ctico y emocional, notarial y melanc¨®lico¡ª, m¨¢s all¨¢ de la precisi¨®n sin melodrama con que ilumina las vidas individuales contrariadas por las fuerzas de la pol¨ªtica. No es algo infrecuente en la Am¨¦rica Latina de los ¨²ltimos a?os. No puedo no pensar, por ejemplo, en lo que ha contado varias veces el escritor Sergio Ram¨ªrez, que tambi¨¦n ha sido expulsado de su pa¨ªs: no por culpa de una econom¨ªa destrozada por la corrupci¨®n, la incompetencia y el populismo desquiciado, sino por la persecuci¨®n implacable de un d¨¦spota que lo ha tenido siempre entre ojos. A finales de 2021, Sergio Ram¨ªrez se enter¨® de que el r¨¦gimen de Daniel Ortega preparaba su arresto ¡ªinventando sus acusaciones absurdas, echando mano de esos delitos que s¨®lo existen en las dictaduras¡ª, y tuvo que salir de su casa y de su pa¨ªs de un d¨ªa para el otro. Lo dej¨® todo atr¨¢s, pero lo que m¨¢s le doli¨® fue su biblioteca enorme, esos miles de vol¨²menes que son la biograf¨ªa sentimental de un escritor: La comedia humana que le compr¨® a un librero de Clermont-Ferrand, y que sus amigos llevaron a Nicaragua durante varios meses de viajes privados; los libros firmados con dedicatorias irrepetibles por colegas que ya han muerto; el ejemplar especial del Quijote para el cual hizo construir un atril de madera que le acababan de entregar cuando tuvo que huir al exilio. Desde entonces, el dictador Ortega no lo ha dejado en paz: no solo le ha robado su casa, sino que le ha quitado la nacionalidad nicarag¨¹ense y hasta ha anulado su t¨ªtulo universitario, pero de nada habla Sergio Ram¨ªrez con tanta melancol¨ªa como de sus libros perdidos.
Un reportaje de Al Jazeera contaba por estos d¨ªas la historia de Yasser, un profesor universitario del norte de Gaza, que escap¨® hacia el Sur al tercer d¨ªa de la guerra, dejando atr¨¢s una casa que le tom¨® 15 a?os construir. Al volver, tan pronto como lo permiti¨® el cese al fuego, la encontr¨® convertida en escombros; y desde all¨ª, desde las ruinas de cemento y vigas de hierro, hablaba de lo que le hab¨ªa pasado. Otros como ¨¦l daban sus declaraciones frente a las c¨¢maras, siempre desde los lugares que fueron los suyos, sentados sobre los restos de la destrucci¨®n, frente a un fuego improvisado en una lata. ¡°Perd¨ª todos mis libros¡±, dice un ni?o de 11 a?os, ¡°y me hace falta mi cama¡±. Su padre, o un hombre que debe de ser su padre, describe el lugar para la c¨¢mara, y sin apenas mover las manos, m¨¢s bien con ligeras indicaciones de la cara, va diciendo: ¡°Ahora estamos en la cocina. Eso era la nevera, eso era el horno¡±. El reportaje no nos ahorra el clich¨¦ de la mu?eca rota en medio de los restos, y a m¨ª, por lo pronto, me alegra que no lo haga: nos corresponde a nosotros imaginar (o intentar hacerlo) la vida que no hemos visto, la vida que est¨¢ detr¨¢s de la imagen vista tantas veces.
Nadie puede saber de verdad, si no lo ha vivido, lo que es dejar atr¨¢s las cosas cuya presencia da forma a una vida. Puedo abrir nuevamente el caj¨®n de los clich¨¦s y decir que cada cosa es una memoria, y no por manida la idea es menos cierta: el problema de los clich¨¦s es que lo son por haber sido verdades muchas veces con anterioridad. Pero el asunto va m¨¢s all¨¢ de eso, como lo intuye cualquiera, pues las cosas abandonadas significan desplazamientos humanos que nunca son voluntarios, aunque en algunos casos parezcan decisiones que se toman; la realidad es que son vidas que alguna fuerza m¨¢s o menos irresistible ha expulsado de alg¨²n lugar, y en eso nuestro siglo, todav¨ªa tan joven, ya es horrendamente pr¨®digo. Hace unos meses, leyendo el Informe final de la Comisi¨®n de la Verdad, que es el documento encargado de hacer el balance del conflicto colombiano (pero ¡°balance¡± es una palabra hip¨®crita), me encontr¨¦ con la cifra espeluznante de 730.000 desplazados por la violencia, y me cost¨® una fracci¨®n de segundo caer en la cuenta de que la cifra era la de un solo a?o cr¨ªtico. Fueron millones a lo largo de d¨¦cadas, como son ya millones los venezolanos que han emigrado, como son millones tambi¨¦n los hombres y mujeres y ni?os an¨®nimos que las guerras de este siglo han condenado a una vida distinta de la que escogieron o planearon. Ese desarraigo brutal est¨¢ ocurriendo en todas partes, con distintos carices y magnitudes distintas, a veces en la intimidad y a veces en grandes escenarios, a veces a individuos que conocemos y a veces a multitudes sin rostro, y un d¨ªa s¨®lo quedar¨¢, como noticia de esas vidas, el rastro de sus cosas abandonadas.
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