?Adi¨®s al derecho de asilo?
La acci¨®n desquiciada de asaltar la Embajada mexicana en Quito no puede quedar impune para que ning¨²n gobernante se atreva a seguir el ejemplo de Noboa
Apenas supe la noticia de que la polic¨ªa ecuatoriana hab¨ªa asaltado brutalmente la Embajada de M¨¦xico en Quito, deteniendo al exvicepresidente Jorge Glas, quien gozaba de asilo diplom¨¢tico, me sent¨ª transportado a ese d¨ªa distante, hace m¨¢s de 50 a?os, cuando yo mismo logr¨¦ refugiarme en la Embajada argentina en Santiago de Chile, la ¨²nica opci¨®n de que dispon¨ªa para que no me matara la dictadura de Pinochet despu¨¦s del golpe de septiembre de 1973.
Tanto yo como Glas ahora e innumerables latinoamericanos en el pasado ten¨ªamos la certeza de que esos recintos diplom¨¢ticos donde busc¨¢bamos amparo eran inviolables, puesto que constitu¨ªan el territorio sagrado de un pa¨ªs soberano. La tradici¨®n de que cuando un Estado persegu¨ªa a un individuo por motivos pol¨ªticos era posible guarecerse en una legaci¨®n extranjera se hab¨ªa establecido durante el sangriento siglo XIX de nuestro continente, cuando las elites que perd¨ªan el poder debido a guerras civiles o golpes de Estado armaron ese modo de salvar as¨ª la vida. Una pr¨¢ctica que respetaban sus adversarios victoriosos, que entend¨ªan que ma?ana eran ellos los que pod¨ªan encontrarse golpeando a las puertas de una embajada para emprender su propio exilio.
A lo largo del siglo XX esa tradici¨®n se fue institucionalizando en una serie de acuerdos y leyes, no solo a nivel interamericano (de la OEA en Caracas en 1954), sino tambi¨¦n en tratados m¨¢s amplios (Convenci¨®n de Viena de 1961). Tanto peso ten¨ªan aquellos tratados, que incluso un r¨¦gimen como el de Pinochet, que viol¨® todos los derechos humanos de los chilenos, desapareciendo, ejecutando, torturando, acosando a los partidarios del derrocado presidente Allende, acept¨® esas normas de convivencia internacional, a pesar de que significaba que sus enemigos pudieran sobrevivir al golpe y, alg¨²n d¨ªa, retornar al pa¨ªs y encabezar la resistencia.
Por cierto que llegar hasta una embajada como la argentina, esquivando a la polic¨ªa que patrullaba los alrededores, era una haza?a. De hecho, una tarde, paseando por el jard¨ªn de ese recinto, cay¨® a mis pies, lanzadas desde el otro lado del muro, una mochila y una bolsa de dormir cuyo desafortunado due?o no alcanz¨® a juntarse con sus pertenencias. Vi los dedos de sus dos manos aferrados a ese muro, pero solo por un instante: una sucesi¨®n de disparos de tropas chilenas termin¨® con aquel intento de fuga.
Fue una experiencia perversa y dolorosa que marc¨® tambi¨¦n los l¨ªmites de mi seguridad: mientras me quedaba de este lado de las tapias que me rodeaban, estaba protegido. Claro que eso no disipaba el temor: muchas veces imagin¨¦, durante los interminables meses que pas¨¦ en la embajada en espera de un salvoconducto para partir de Chile, que la polic¨ªa secreta de Pinochet tratar¨ªa de infiltrar a alguien entre nosotros con el fin de conseguir informaci¨®n o tal vez para asesinar a los disidentes m¨¢s destacados. Tal sospecha paranoica me sirvi¨®, casi medio siglo m¨¢s tarde, para construir uno de los relatos centrales de mi novela Allende y el museo del suicidio, pero nunca lleg¨®, por suerte, a materializarse en la vida real.
Los mil individuos hacinados en esa embajada, y tantos m¨¢s en otros locales diplom¨¢ticos dispersos por la ciudad, lograron salir de Chile gracias al derecho de asilo, el mismo derecho que ahora ha sido vulnerado por el Gobierno contumaz de Daniel Noboa en Ecuador.
Ese acto sin precedentes ha tenido ya consecuencias dram¨¢ticas y peligrosas. M¨¦xico ha roto relaciones con Ecuador, una condena a la que se han sumado naciones latinoamericanas tanto de izquierda (Brasil, Colombia, Chile) como de derecha (Argentina, Uruguay, Paraguay). Tal crisis menoscaba la cooperaci¨®n fraternal que se requiere para combatir problemas tan acuciantes como el narcotr¨¢fico, la delincuencia, la migraci¨®n y el cambio clim¨¢tico que asedian a nuestros pueblos. Sin la confianza m¨ªnima que dan, precisamente, ciertos acuerdos internacionales a que se adhieren gobiernos de diverso signo pol¨ªtico, es dif¨ªcil resolver las tensiones ¨¢lgidas y conflictos que surgen inevitablemente en una era tan inestable como la que estamos viviendo.
M¨¢s all¨¢, por ende, de las secuelas pr¨¢cticas de este asalto sin precedentes a la embajada de un pa¨ªs amigo, es el modo en que atenta contra el sue?o de la gran patria latinoamericana, ese proyecto de Bol¨ªvar, Mart¨ª y Allende, y tambi¨¦n de Sucre, el gran h¨¦roe de la independencia del mism¨ªsimo Ecuador.
Es fundamental, por lo tanto, que esta acci¨®n desquiciada de Noboa no quede impune, que ning¨²n gobernante en otra naci¨®n se atreva a seguir su ejemplo. No solo para restablecer la confianza entre nuestros pa¨ªses, sino para darle tranquilidad a quienes van a terminar siendo las futuras v¨ªctimas de este crimen.
Es inevitable, me deprime admitirlo, que ma?ana o pasado ma?ana habr¨¢ de nuevo quienes han de necesitar amparo ante el peligro de la persecuci¨®n del r¨¦gimen de turno. Es imprescindible que, cuando sean acogidos en una embajada extranjera, sepan que sus vidas de veras est¨¢n a salvo. Ser¨ªa terrible que sufrieran el destino doliente y final que tuvo aquel desconocido que lanz¨® su mochila y su bolsa de dormir por encima del muro de la Embajada argentina en Santiago de Chile hace tantas d¨¦cadas.
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