La manufactura de la crispaci¨®n
Lo m¨¢s rentable o provechoso ahora no es fabricar consentimiento, sino divisi¨®n, los enfrentamientos que arrinconan o silencian la moderaci¨®n y los consensos
No s¨¦ cu¨¢ntas veces habr¨¦ citado esas palabras infames, pero lo cierto es que se me han convertido con los a?os en una de las posibles met¨¢foras de nuestro tiempo: no s¨®lo en mi pa¨ªs, sino en cualquiera de nuestras democracias cada vez m¨¢s descoyuntadas. En 2016, los colombianos fuimos a las urnas para aprobar o rechazar los acuerdos de paz que hab¨ªan firmado, tras cuatro a?os de negociaciones tensas, el gobierno y la guerrilla de las FARC. El referendo estuvo marcado desde el comienzo por las mentiras inveros¨ªmiles de la oposici¨®n que rechazaba los acuerdos; cuando esa oposici¨®n result¨® victoriosa, es decir, cuando los acuerdos de paz fueron derrotados en referendo, el gerente de esa campa?a tuvo un raro acceso de honestidad involuntaria durante una entrevista espont¨¢nea. Confes¨® que la estrategia hab¨ªa consistido en dejar de explicar los acuerdos y m¨¢s bien apelar a la indignaci¨®n. ¡°Est¨¢bamos buscando¡±, dijo con franqueza impagable, ¡°que la gente saliera a votar verraca¡±. Por si usted no tiene a mano su diccionario de colombianismos: enfadada, enfurecida, cabreada. Es decir, como a veces parece que est¨¢ todo el mundo todo el tiempo.
Alguna vez, frente a un grupo de periodistas y defensores del periodismo, habl¨¦ de los mercaderes de la crispaci¨®n. Son ellos: los que han descubierto desde hace varios a?os la inmensa rentabilidad pol¨ªtica de mantener a la gente en un estado de permanente irritaci¨®n, de enfado siempre encendido o listo para encenderse como si respondiera a un interruptor. Por supuesto que siempre hay razones para la irritaci¨®n o la molestia en nuestras sociedades falibles, pero me parece que los ciudadanos hemos perdido hace rato la lucidez necesaria para separar las indignaciones leg¨ªtimas de las fabricadas, y nos hemos entregado a los enfados artificiales, a las divisiones y los enfrentamientos que otros fabrican como si dejaran caer panfletos desde una avioneta. Ya est¨¢ muy estudiado ¡ªaunque el memorando no le haya llegado a todo el mundo¡ª el papel que cumplen las redes sociales en nuestro estado de constante irritaci¨®n, y hace ya varios a?os que los expertos, algunos hablando desde el arrepentimiento y la culpa, empezaron a hacer sonar las alarmas. Pero no parece que los ciudadanos hayan comprendido hasta qu¨¦ punto su vida diaria, aun la m¨¢s ¨ªntima, es manipulada por esas fuerzas insidiosas cuyo ¨²nico objetivo es crispar: para que la gente salga (a votar, a manifestarse, simplemente a vivir) verraca.
No me lo tienen que decir: ya s¨¦ que la manipulaci¨®n de las emociones negativas ¡ªla ira, el miedo, el odio¡ª es parte de la propaganda pol¨ªtica desde que el mundo es mundo. ?Por qu¨¦ es distinto o novedoso lo que ocurre ahora? La respuesta es sencilla: porque las redes sociales han instalado entre nosotros un sistema que permite rentabilizar esas emociones. (No me resigno a la palabra monetizar, que se ha extendido tanto para hablar de este fen¨®meno: en nuestra lengua no quiere decir lo mismo, aunque tal vez llegue el d¨ªa en que lo haga. Pero esto podr¨ªa ser tema de otro art¨ªculo.) Por decirlo de otro modo: crear y explotar el enfado ajeno ha dejado de ser rentable solamente en t¨¦rminos pol¨ªticos y solamente para los agentes pol¨ªticos, y se ha convertido en un factor de supervivencia para los nuevos medios de comunicaci¨®n, que han comenzado a rebajarse con titulares groseros que antes cre¨ªamos reservados al sensacionalismo m¨¢s barato; se ha convertido incluso, y esto es lo m¨¢s temible, en una manera m¨¢s de ganarse la vida para cualquiera que tenga un ordenador, ciertos conocimientos y no los bastantes escr¨²pulos. Pues en nuestra nueva econom¨ªa de la atenci¨®n, la indignaci¨®n y el esc¨¢ndalo producen tr¨¢fico; la agresi¨®n y el insulto dan clics, y pueden por lo tanto dar dinero. El mecanismo es perverso.
Hace unos 12 a?os, cuando empezaba a escribir una novela sobre un caricaturista pol¨ªtico, pas¨¦ por una fiebre temporal que me llev¨® a leer m¨¢s libros de los prudentes acerca de los medios impresos, su poder, su influencia y nuestra relaci¨®n con ellos. Uno de ellos fue Manufacturing Consent, de Noam Chomsky y Edward Herman, que hoy tiene el lugar de un cl¨¢sico de su disciplina a pesar de que el mundo a su alrededor haya cambiado tanto ¡ªse public¨® en 1988¡ª que es mejor leerlo como novela hist¨®rica. En espa?ol se ha traducido, inescrutablemente, como Los guardianes de la libertad, con lo cual se le ha birlado al original su mensaje primario: c¨®mo los medios norteamericanos fabricaban opiniones o actitudes un¨¢nimes que marginaban el disenso y acallaban la cr¨ªtica, y lo hac¨ªan mediante un c¨®ctel de entretenimiento y diversi¨®n que enmascaraba poderes e intereses pol¨ªticos y econ¨®micos. La manufactura del consentimiento, ser¨ªa una traducci¨®n literal del t¨ªtulo; y a veces se me ocurre que la transformaci¨®n de nuestro mundo c¨ªvico se puede medir as¨ª: lo m¨¢s rentable o provechoso ahora no es fabricar consentimiento, sino divisi¨®n; no la unanimidad que acalla la cr¨ªtica, sino los enfrentamientos que arrinconan o silencian la moderaci¨®n y los consensos: que mantienen a la gente enfadada.
La manufactura de la crispaci¨®n: s¨ª, eso es lo que hacen. Y los ciudadanos se han convertido, m¨¢s que en c¨®mplices voluntarios, en agentes activos, tambi¨¦n fabricantes de ese enfado constante que no s¨®lo es rentable en un video de YouTube o en un podcast m¨¢s o menos escandalosos, sino que genera seguidores, tuiteos y retuiteos, todo parte del comportamiento, pueril y hasta risible pero nunca inofensivo, de la vida en redes. All¨ª el capital social lo dan esos indicadores, y yo he visto el triste espect¨¢culo de adultos emocionados como adolescentes cuando reciben una felicitaci¨®n an¨®nima por un comentario destructivo u hostil: el espaldarazo de la tribu. Nadie va a dejar que la falsedad de una noticia, mucho menos la posibilidad intangible de da?ar la reputaci¨®n ajena, se interponga entre nosotros y la aprobaci¨®n de nuestras barras bravas; pues en esos momentos, cuando aportamos al universo digital nuestra propia dosis de crispaci¨®n o de enfado, salimos del oscuro anonimato de la vida de verdad y brevemente somos visibles, somos alguien, existimos. La din¨¢mica es tan simple que es casi conmovedora. Digo casi: al final, resulta ser s¨®lo pat¨¦tica, por transparente y previsible.
En aquel di¨¢logo tan socorrido de El tercer hombre, que nos ha servido tantas veces como ejemplo de tantas cosas en ¨¦pocas distintas, se habla de la facilidad que tenemos para ejercer la violencia cuando no vemos las consecuencias o cuando no nos tocan directamente. En la cloaca de las redes sociales muchos han sido gustosamente ese hombre que hiere, miente, injuria o calumnia porque no ve las consecuencias de sus acciones, o m¨¢s bien s¨®lo ve el beneficio, el perverso beneficio que le proporcionan los algoritmos. Para competir por la atenci¨®n de los consumidores, la cordura o la mera decencia no llevan a ninguna parte, y esto lo sabe hasta el m¨¢s inocente; inventar enfrentamientos o indignaci¨®n o alimentar los ya existentes tiene premio, ya sea directo o indirecto, econ¨®mico o tribal. S¨ª, tambi¨¦n por eso nos lanzamos con tanta facilidad a los incendios que otros provocan: porque es una forma eficaz de se?alar nuestras lealtades, de afirmar nuestra pertenencia al grupo, de ser juzgados como queremos ser juzgados. Aportar nuestra le?a a las hogueras p¨²blicas ¡ªesas hogueras donde a menudo se est¨¢ quemando a alguien¡ª es tambi¨¦n una manera de decir qui¨¦nes somos, acaso para que no seamos nosotros los pr¨®ximos en ocupar la estaca.
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