Arqueolog¨ªas del presente
Vuelvo a ver ¡®Mad Men¡¯ y me pregunto c¨®mo ser¨¢ una serie sobre nuestro hoy hecha dentro de 50 a?os
Una obra que tiene mucho ¨¦xito por el impacto de su novedad provoca tantas imitaciones que al cabo de un tiempo parece menos original de lo que fue. En las artes de gran resonancia comercial no existe el pudor de la copia, ni casi su descr¨¦dito. Y los imitadores, repitiendo rasgos casi siempre superficiales de la obra original, los abaratan y vuelven romo lo que fue afilado, y previsible lo muy poco antes inaudito. Cuando Raymond Chandler cre¨® a su detective Philip Marlowe ten¨ªa el presente cercano ...
Una obra que tiene mucho ¨¦xito por el impacto de su novedad provoca tantas imitaciones que al cabo de un tiempo parece menos original de lo que fue. En las artes de gran resonancia comercial no existe el pudor de la copia, ni casi su descr¨¦dito. Y los imitadores, repitiendo rasgos casi siempre superficiales de la obra original, los abaratan y vuelven romo lo que fue afilado, y previsible lo muy poco antes inaudito. Cuando Raymond Chandler cre¨® a su detective Philip Marlowe ten¨ªa el presente cercano y admirable del Sam Spade y del innominado agente de la Continental de Dashiell Hammett, los dos iguales en la frialdad quir¨²rgica de su mirada hacia el mundo. La prosa de Dashiell Hammett es transparente, helada y cruel como un dry martini en ayunas. Raymond Chandler puede ser tambi¨¦n lac¨®nico y muy efectivo en el relato de la violencia, pero al encontrar la voz y el punto de vista de Philip Marlowe enriqueci¨® el seco esquema del relato policial con una riqueza de matices y una profundidad cr¨ªtica de observaci¨®n de lo real que son m¨¢s sugestivas todav¨ªa porque est¨¢n empapadas de humorismo.
Gracias al cine, o por su culpa, las imitaciones visuales de Philip Marlowe han sido tan innumerables como las literarias. El h¨¦roe que sorprendi¨® por su originalidad ahora es el prisionero irremediable de su parodia, de su caricatura exhausta, con una guardarrop¨ªa de tabaco y alcohol, de masculinidad solitaria. Y, sin embargo, basta volver a los mejores cuentos y novelas de Chandler para encontrar la antigua novedad no gastada, el brillo y la precisi¨®n del estilo, tantas veces desfigurado por malas traducciones, el humor y el sarcasmo, la mirada amarga sobre el poder corruptor del dinero, que compra a los pol¨ªticos y tiene a su servicio la justicia y la polic¨ªa. He vuelto a leer a Chandler y descubro que es mejor de lo que recordaba, y m¨¢s hondo y pol¨ªticamente afilado de lo que pude apreciar en mi juventud.
He tardado mucho menos tiempo en volver a Mad Men, pero la sorpresa ha sido igual de poderosa. Tuve la suerte de ir viendo episodios seg¨²n se emit¨ªan, los domingos por la noche, con ese intervalo semanal que manten¨ªa el suspense de una entrega a otra, m¨¢s la larga espera de seis meses hasta el comienzo de la siguiente temporada. Esa creaci¨®n prodigiosa de Matthew Weiner era tan original y tuvo desde el principio tanto ¨¦xito que desat¨® una estela de imitaciones: con mayor o menor talento, m¨¢s o menos dinero, se ha querido emular su recreaci¨®n meticulosa de la d¨¦cada de los sesenta, la ropa, el mobiliario, los objetos dom¨¦sticos, los peinados y los cortes de pelo; tambi¨¦n se ha buscado el efecto de la infinita extra?eza de un pasado en realidad no tan lejano,. Las series se han llenado de gente que fuma y atm¨®sferas espesas de humo de tabaco, de bebedores incesantes, casi siempre con un esteticismo que quiere parecerse al de Mad Men, pero al que le falta la agudeza de la mirada cr¨ªtica pero no ce?uda de Matthew Weiner, que, adem¨¢s de una cr¨®nica de aquella ¨¦poca, llev¨® a cabo una b¨²squeda de su propio tiempo perdido, el mundo de los adultos que conoci¨® en su infancia.
Sin aspavientos, con extrema sutileza, Weiner y su equipo extraordinario de colaboradores ¡ªuna obra tan personal es tambi¨¦n una compleja creaci¨®n colectiva¡ª retratan una sociedad en la que son del todo normales ideas y comportamientos que en nuestro tiempo se han vuelto escandalosos, inaceptables, incluso delictivos: mujeres embarazadas que fuman y beben alcohol, ni?os que les preparan los c¨®cteles a sus padres, ginec¨®logos que fuman en la consulta y tratan con siniestra crudeza a una paciente, acosadores impunes en el trabajo, bromistas que cuentan chistes inmundos sobre mujeres, sobre homosexuales, sobre jud¨ªos, sobre negros, todos siempre fumando, siempre bebiendo licores fuertes, en la oficina y en la comida, y conduciendo despu¨¦s con un cigarro en los labios. Una familia sale de p¨ªcnic al campo, en una estampa de felicidad publicitaria, y al levantarse de la hierba la madre vuelca all¨ª mismo con toda naturalidad su mantel de cuadros lleno de desperdicios de comida y envases de pl¨¢stico.
Para la gente joven todo eso es inaceptable, aunque algo inveros¨ªmil. Quienes recordamos bien aquel tiempo y las d¨¦cadas siguientes, podemos atestiguar la veracidad de lo narrado, pero, sobre todo, deducir sus conclusiones m¨¢s alarmantes. Ni uno solo de aquellos desatinos o abusos le parec¨ªa mal a casi nadie, ni siquiera a muchos de los perjudicados por ellos, tan acostumbrados que los ve¨ªan como parte de una normalidad inmutable. Lo que no mucho despu¨¦s se volver¨¢ inadmisible, escandalosamente obvio, la mayor parte de las personas no es que lo aprueben, es que no lo ven. Muchos de nosotros, j¨®venes de los setenta y los ochenta, no ve¨ªamos el humo del tabaco que nos rodeaba siempre, ni ol¨ªamos su hedor en nosotros mismos y en quienes nos rodeaban. Y nuestros ojos velados por el humo, nuestros olfatos anestesiados, tampoco percib¨ªan el mal olor grosero del machismo y la homofobia que eran igual de omnipresentes, en cada momento de la vida cotidiana, en los chistes que nos hac¨ªan re¨ªr y los que cont¨¢bamos. Los peores prejuicios, como las sustancias t¨®xicas que nos envenenan el aire y el agua, no los advierte nadie, o casi, solo algunos radicales aguafiestas, muchas veces condenados a la excentricidad o al silencio. En los a?os treinta del siglo pasado, el colonialismo era tan normal para la izquierda francesa como para la derecha, y solo la voz valerosa de Simone Weil se alzaba contra ¨¦l. Hubo ¨¦pocas en las que alguien que no fumara o bebiera nos parec¨ªa sospechoso, y en los que se pod¨ªa ser progresista y recelar de la exigencia de igualdad de las mujeres. Volv¨ªa alguien de Estados Unidos y nos hablaba con indignaci¨®n de las primeras restricciones sobre el tabaco, un agravio tan severo contra la libertad personal como la inconveniencia de usar ciertas palabras, o de contar chistes de chinos, de cojos, de negros, de mariquitas. Hubo un tiempo en el que tambi¨¦n se contaban chistes de enfermos de sida.
As¨ª que ahora, viendo de nuevo Mad Men, me pregunto c¨®mo ser¨¢ una serie hecha dentro de 50 a?os sobre nuestro presente, tan fiel como ella a la arqueolog¨ªa fr¨¢gil de lo cotidiano y lo ef¨ªmero. Los directores de arte tendr¨¢n que crear decorados de calles de ciudades invadidas por coches enormes. No se ver¨¢n beb¨¦s en brazos de un padre o una madre con un cigarro en la boca, pero es probable que los espectadores se queden perplejos y escandalizados al ver a ni?os pocos a?os y hasta de meses enchufados por sus padres a pantallas que les alteran el cerebro m¨¢s gravemente que el humo del tabaco. Buscar¨¢n por tiendas de segunda mano tel¨¦fonos m¨®viles suficientes para repartirlos entre los centenares de extras que paseen por un parque o que ocupen los vagones del metro, todos ellos vestidos con su ropa tan chocante, con sus pintorescos cortes de pelo y tatuajes anacr¨®nicos, todos ellos extra?amente jorobados y pose¨ªdos por el brillo de una pantalla diminuta, sumergidos en ella, como enfermos de una epidemia de sonambulismo. Habr¨¢ decorados de tiendas enormes con las puertas siempre abiertas y un aire acondicionado de temperatura polar, y se ver¨¢n anuncios de comida basura que extra?ar¨¢n tanto a nuestros nietos adultos como la publicidad de recio co?ac y tabaco que ve¨ªamos nosotros en nuestra ni?ez.
Salgo a la calle despu¨¦s de ver un nuevo cap¨ªtulo de Mad Men y me parece que ya estoy viendo la serie futura, que soy un figurante en ella. Tenemos la soberbia de habitar un presente mejor que el pasado, pero todos vamos, por fuera y por dentro, vestidos de ¨¦poca, y no lo sabemos.