Los maestros macabros
Turbios intelectuales siempre han sabido celebrar el asesinato y la tiran¨ªa cuando se ejercen en nombre del Pueblo, de las Masas, de la Humanidad
Este muchacho que no ha cumplido ni 19 a?os va de un lado a otro por Madrid cargado con secretos que nadie podr¨ªa sospechar mirando una cara juvenil en la que todav¨ªa no hay huella alguna de sufrimiento ni experiencia. Lleva panfletos subversivos impresos a multicopista. Lleva libros de divulgaci¨®n marxista que en esa ¨¦poca estaban en los escaparates de todas las librer¨ªas. Lleva otros m¨¢s peligrosos, clandestinos, manuales para fabricar explosivos, para agitar la lucha urbana. Lleva tambi¨¦n una pistola. Cruza Madrid con el coraz¨®n agitado, menos de miedo que de pura expectativa, porque le han anunciado que va a encontrarse con j¨®venes h¨¦roes de la clandestinidad que vienen del Norte, o de Francia, y a los que tendr¨¢ que guiar por Madrid. A uno de ellos incluso tendr¨¢ que alojarlo en su casa. El reci¨¦n llegado, que tiene un aspecto tosco y receloso, cena en silencio en el comedor familiar. Los padres no se f¨ªan del extra?o invitado. Pero desde hace tiempo se resignan a la deriva ideol¨®gica de su hijo, las cosas que hace y no les dice. Son antifranquistas, en la ¨®rbita ilustrada del PCE en aquellos a?os, pero el hijo radicalizado los acusa de moderaci¨®n y reformismo, pues ¨¦l se inclina hacia esa extrema izquierda cuya hostilidad obsesiva se vierte no contra la dictadura, sino contra los comunistas que ahora hablan del Pacto por la Libertad y no de la dictadura del proletariado y parecen limitar su estrategia a un proyecto de democracia burguesa pactado con las derechas.
El h¨¦roe y sus camaradas llegados del Norte, con la aureola de la lucha armada, van por los bares de Madrid con metralletas en las mochilas y exhibiendo fajos de los billetes verdes de entonces. Para sorpresa del joven que los acompa?a, que tiene serias aficiones literarias y dedica mucho esfuerzo al estudio del marxismo, los h¨¦roes etarras resultan ser unos bravucones que se emborrachan y dicen piropos groseros a las mujeres. Para distraerse mientras esperan algo, una misi¨®n importante tal vez, como el asesinato de Carrero Blanco hace unos meses, los h¨¦roes, aparte de emborracharse, le piden al joven gu¨ªa que los lleve al cine. Pero lo que les gustan no son las pel¨ªculas que entonces empezaban a estrenarse, las de Saura o Erice o Bergman. Ellos quieren ver una de John Wayne, en la que el actor interpreta a un polic¨ªa bronco y mat¨®n que dispara una metralleta id¨¦ntica a las que ellos guardan en sus mochilas. En la sala a oscuras, gritan y aplauden cada vez que John Wayne dispara a quien se le pone por delante.
Quien act¨²a de enlace con los evidentes pistoleros, y quien sin la menor duda participa de sus planes, es esta mujer a la que en los documentos de la organizaci¨®n incautados despu¨¦s por la Polic¨ªa sus c¨®mplices vascos llaman La Rubia y tambi¨¦n La Tetona. Es menuda y sonriente, y el muchacho le tiene casi tanta admiraci¨®n como a su marido, el dramaturgo eminente, el patriarca barbado de cara bonachona que adem¨¢s es un te¨®rico de la Revoluci¨®n, con may¨²sculas, tan radical en su defensa de la necesidad de la violencia que los revisionistas del PCE lo han expulsado. El dramaturgo eminente y la esposa menuda y activista son amigos antiguos de los padres del joven, y adem¨¢s padres de su mejor amigo en el instituto. Los padres de ¨¦l comprenden que su hijo est¨¢ siendo abducido por esta pareja: un adolescente entusiasta y politizado de aquellos a?os, encrespado contra la mezcla de brutalidad y aburrimiento de la dictadura, se siente m¨¢s atra¨ªdo por la ¨¦pica de las armas que por la prudencia t¨¢ctica de quienes en esa ¨¦poca tantean salidas veros¨ªmiles y no violentas del franquismo.
Nada es m¨¢s temible que el influjo de los adultos hacia los que un joven proyecta su necesidad de aprender y admirar, padres vicarios que se le presentan como la ant¨ªtesis del conformismo de los padres verdaderos, y que pueden apoderarse vamp¨ªricamente de su voluntad, y arrojarlo a peligros y a veces a cr¨ªmenes de los que ellos mismos se abstienen con s¨®rdida cautela. Un d¨ªa, este joven, alentado por ellos, est¨¢ muy cerca de cometer un asesinato; y poco a poco se da cuenta de que lo est¨¢n enredando en una trama terrorista cuya finalidad no es acabar con el r¨¦gimen, sino ahogar en sangre cualquier esperanza de cambio democr¨¢tico; y tambi¨¦n matar, por el gusto de hacerlo, como esos brutos que no tienen la menor noci¨®n de libertad ni de justicia y aplauden las r¨¢fagas de metralla de John Wayne y de Clint Eastwood.
Y otro d¨ªa descubre con horror y verg¨¹enza que sus dos mentores, la mujer y el marido, han sido c¨®mplices en la matanza indiscriminada de la cafeter¨ªa Rolando, en la calle del Correo de Madrid. ¡°?Has visto, Eduardo?¡±, le grita ella al d¨ªa siguiente al encontrarlo por la calle, ¡°?en el coraz¨®n del r¨¦gimen! ?Les hemos dado duro!¡±. El marido, oracular, dictamina: ¡°Ha sido la acci¨®n revolucionaria m¨¢s importante desde la Guerra Civil¡±. Fue ella quien tuvo la idea de atentar contra la cafeter¨ªa, imaginando que la frecuentaban sobre todo polic¨ªas, tan cerca de la Direcci¨®n General de Seguridad. De las 13 personas que murieron en la explosi¨®n, solo dos ten¨ªan algo que ver con la Polic¨ªa: un inspector jubilado que tomaba una ca?a en la barra y una auxiliar administrativa. De todos los muertos y los heridos, de los supervivientes que llevan toda la vida arrastrando aquel dolor, casi nadie se ha acordado en medio siglo. El joven, Eduardo S¨¢nchez Gatell, fue delatado sin ning¨²n escr¨²pulo por la amiga y mentora, Eva Forest, y vivi¨® momentos de terror y tortura en las celdas de castigo de la prisi¨®n de Carabanchel. El dramaturgo eminente, Alfonso Sastre, lo trat¨® con desprecio cuando se dio cuenta de que al disc¨ªpulo se le hab¨ªan abierto los ojos y ya no estaba dispuesto a seguir a ciegas su macabro izquierdismo, ni a mancharse con la vileza de las matanzas justificadas por elucubraciones doctrinarias que no han escondido nunca otra cosa que ambici¨®n de poder, odio de la democracia e indiferencia al dolor de los que no son como ellos.
A S¨¢nchez Gatell lo imagino en sus enso?aciones pol¨ªticas y literarias por aquel Madrid de 1974 que yo conoc¨ª. Lo imagino mejor porque a los 18 a?os fui parecido a ¨¦l; ¨¦l con mucho m¨¢s arrojo, yo solo y perdido: en su memoria de aquel tiempo, El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, S¨¢nchez Gatell describe con exactitud los s¨®tanos de la DGS que yo sigo recordando, y la sensaci¨®n de bajar esposado a otro mundo gobernado por el miedo: ¡°Me invad¨ªa el miedo, ese miedo que te empapa hasta los huesos¡±. Despu¨¦s de la c¨¢rcel milit¨® en partidos de la izquierda democr¨¢tica, ejerci¨® como psic¨®logo, ha sido diputado socialista en la Asamblea de Madrid: un ciudadano libre en un pa¨ªs libre a pesar de los criminales de la extrema derecha y de la extrema izquierda, y de los turbios intelectuales que han seguido celebrando el asesinato y la tiran¨ªa cuando se ejercen en nombre del Pueblo, de las Masas, de la Humanidad. A los seres humanos concretos a veces es inevitable eliminarlos. Alfonso Sastre, luchador siempre contra la opresi¨®n espa?ola de su Euskal Herria adoptiva, no tuvo dificultad en aceptar estrenos en los teatros p¨²blicos y premios nacionales, ni en cobrar su importe. Eva Forest, protectora y asesora de terroristas hasta el final de su vida, disfrut¨® las muchas comodidades de un esca?o en el Senado, y fue recordada como una gran defensora de los derechos humanos en un homenaje p¨®stumo que le rindi¨® el Ateneo de Madrid. Como bien sabe Eduardo S¨¢nchez Gatell, los puros y radicales de la izquierda macabra tienen adem¨¢s un gran talento para colocarse. ?l ha cumplido la tarea de contar las cosas tal como fueron, como nunca puede imaginar el que no las vivi¨®.
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