El ego¨ªsmo y Almod¨®var
Estamos acostumbrados a escuchar a algunas ¡®celebrities¡¯ fijar posici¨®n sobre cuestiones complejas, muchas de ellas morales, con la misma soltura con la que los expertos resuelven problemas t¨¦cnicos en su ¨¢mbito de competencia
La opini¨®n de un director de cine sobre demograf¨ªa o natalidad deber¨ªa tener el mismo valor que el parecer de un polit¨®logo sobre soldadura submarina. Sin embargo, estamos acostumbrados a escuchar a algunas celebrities fijar posici¨®n sobre cuestiones complejas, muchas de ellas morales, con la misma soltura con la que los expertos resuelven problemas t¨¦cnicos en su ¨¢mbito de competencia. Una vez m¨¢s, Pedro Almod¨®var ha vuelto a tomar los h¨¢bitos laico-sacerdotales para sentenciar esta semana que ¡°en engendrar un hijo propio hay un gesto ego¨ªsta¡±. Es obvio que el director est¨¢ en su derecho de defender lo que se la antoje, pero manejar categor¨ªas tan densas y tildar de ego¨ªstas a quienes deciden tener descendencia porque este es ¡°un mundo lleno de injusticia¡± es un signo, otro m¨¢s, de c¨®mo la prescripci¨®n ¨¦tica y el se?alamiento moral se han convertido en un absurdo instrumento para ganar prestigio social. Especialmente en el marco de las artes y las industrias culturales.
Sobre el fondo de la cuesti¨®n, en realidad no hay tanto que decir, ya que es obvio que considerar que son ego¨ªstas los millones de personas que a lo largo y ancho del mundo deciden tener hijos es una temeraria frivolidad. La cosa, de ser cierta, hasta tendr¨ªa matices b¨ªblicos, porque apurando la l¨®gica del diagn¨®stico almodovariano, a todos se nos podr¨ªa imputar una suerte de insulto universal: sin saberlo, de pronto, todos somos hijos de ego¨ªstas, como vestigio evidente de un pecado original inscrito en el ombligo. Al final, ten¨ªa raz¨®n el Eclesiast¨¦s: ya est¨¢ todo inventado.
En cualquier caso, lo relevante no es el severo juicio de Almod¨®var, m¨¢s o menos desatinado y decepcionantemente previsible, sino los mecanismos velados que rigen la conversaci¨®n p¨²blica y que hacen posible que tantas personas sientan la necesidad de convertirse en prescriptores implacables de las vidas de los otros.
A decir verdad, Almod¨®var no ha hecho m¨¢s que lo que hace cualquiera, y tal vez eso sea lo m¨¢s descorazonador. A todos nos gusta procurarnos alivios verbales y existe un placer culpable en la acusaci¨®n, sobre todo cuando es p¨²blica. En cada se?alamiento hay escondida una superioridad impl¨ªcita y con cada delaci¨®n creemos construir un refugio simb¨®lico para ocultar nuestras propias miserias. Despu¨¦s de todo, es posible que juzguemos las vidas ajenas por pura supervivencia y para no mirar de frente a la colecci¨®n de desastres que salpican nuestra propia biograf¨ªa. Solo cabe preguntarse qu¨¦ querremos esconder cuando acusamos tanto.
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