Una tragedia americana
Las historias de enfermedades, operaciones y seguros m¨¦dicos en Estados Unidos son historias de terror
Un detalle me llam¨® la atenci¨®n al leer las circunstancias en que fue detenido el asesino del consejero delegado de UnitedHealthcare, en un McDonald¡¯s de las afueras de Altoona, en el Estado de Pensilvania. Digo las afueras, pero trat¨¢ndose de Estados Unidos es un t¨¦rmino in¨²til: en la mayor parte de las ciudades no hay un centro amplio y coherente en torno al cual se hayan extendido. There is no there there, dec¨ªa Gertrude Stein refiri¨¦ndose a Los ?ngeles. All¨ª no hay un all¨ª. Todo es una periferia expansiva, espacios repetidos y como prefabricados a lo largo de nudos de carreteras y autopistas, con la presencia permanente de los restaurantes de comida r¨¢pida, los drive-through que le permiten a uno comprarse su hamburguesa o su cubo de pollo refrito o su taco o pizza sin bajarse del coche, iluminados y en funcionamiento las 24 horas del d¨ªa, brillando como fanales en la distancia hasta en lo m¨¢s desierto de la noche. En uno de esos McDonald¡¯s alguien reconoci¨® al sospechoso. Es una imagen exactamente americana: uno de esos clientes solitarios de los McDonald¡¯s o los Starbucks, aunque tambi¨¦n se les ve en las bibliotecas p¨²blicas, enclaustrado y aislado del mundo bajo una capucha, a mil kil¨®metros de quien tienen al lado, con un port¨¢til delante, muy inclinado sobre ¨¦l, muchas veces comiendo con distracci¨®n y avidez, escarbando la comida en un cuenco desechable con un tenedor de pl¨¢stico, o con los dedos, una comida que llena el aire de un olor muy fuerte a grasa frita enfriada.
Hay cr¨ªmenes que son el retrato de un pa¨ªs. Alguien en el McDonald¡¯s alert¨® a uno de los empleados, que avis¨® de inmediato a la polic¨ªa. Lo que llam¨® mi atenci¨®n fue un detalle como de pasada: ese empleado de McDonald¡¯s era ¡°de avanzada edad¡±. Y me vino el recuerdo de un viaje en coche hace m¨¢s de 30 a?os, por el Estado de Pensilvania, a trav¨¦s de montes boscosos en la grisura del invierno, cruzando paisajes de ruinas industriales ganadas por el ¨®xido y la maleza, parques de viejas caravanas dispersas entre los ¨¢rboles o agrupadas en claros de bosque, rodeadas de basura y desechos. Llev¨¢bamos horas viajando y busc¨¢bamos alg¨²n sitio donde parar a comer algo, pero era domingo y en los pueblos m¨¢s o menos habitados por los que pas¨¢bamos hab¨ªa iglesias abiertas de par en par, pero ning¨²n restaurante o diner que no las tuviera cerradas. Ya hambrientos y con m¨¢s horas de carretera por delante, nos resignamos a comer en un McDonald¡¯s. Parec¨ªa m¨¢s grande porque no hab¨ªa nadie m¨¢s que nosotros. Todos los empleados, con sus gorritas y mandiles adornados con el logo risue?o de la compa?¨ªa, eran ancianos. Llevaba con manos artr¨ªticas y ligeramente temblorosas los vasos enormes de Coca-Cola. Algunos arrastraban los pies mientras barr¨ªan el suelo o recog¨ªan bandejas con desperdicios. El profesor que me acompa?aba me explic¨® que con el hundimiento de la industria del acero en toda la regi¨®n hab¨ªan desaparecido los empleos seguros, y que muchas pensiones eran tan escasas que los jubilados se ve¨ªan forzados a ocupar los trabajos peores, en cadenas de comida basura o supermercados. Ahora muchos de esos viejos trabajan en almacenes gigantes de Amazon, y tienen que llevar pa?ales, porque el algoritmo que vigila su rendimiento cuenta las veces que van al ba?o y el tiempo que pasan all¨ª.
Te¨®ricamente, esos viejos, como todos los mayores de 65 a?os, tienen derecho a la cobertura sanitaria del programa Medicare, que fue una de las grandes conquistas de los gobiernos dem¨®cratas de los a?os sesenta. Pero en vez de un sistema p¨²blico de asistencia directa universal, como los que rigen en Europa, lo que hay en Estados Unidos en un monopolio de las compa?¨ªas de seguros, que son las que canalizan como intermediarias los servicios m¨¦dicos. Lo que se llama libre empresa suele ser el acaparamiento del dinero p¨²blico en beneficio de quienes tienen todo el poder necesario para adaptar las leyes a sus intereses y comprar a los encargados de administrarlas. El Gobierno de Estados Unidos paga a las aseguradoras una tarifa plana por cada posible beneficiario de Medicare. Cuantos m¨¢s pagos y servicios las empresas escatimen a los enfermos, mayor ser¨¢ el margen de beneficio. Es el mismo principio de despiadada rentabilidad que usan las empresas concesionarias de las prisiones privadas, que han multiplicado su valor en Bolsa desde el triunfo de Trump, previendo la oportunidad de negocio de los millones de inmigrantes irregulares que ser¨¢n detenidos para su deportaci¨®n. Cuantos m¨¢s presos haya, y m¨¢s condenas largas, y m¨¢s se pueda ahorrar en su alimentaci¨®n y su salud, mejor ser¨¢ la cuenta de resultados.
La pobreza, la enfermedad y la exasperaci¨®n son minas de oro m¨¢s rentables que las minas de litio y de colt¨¢n y que los yacimientos de petr¨®leo. Me he entretenido en buscar la p¨¢gina web de UnitedHealthcare y est¨¢ llena de im¨¢genes de familias j¨®venes adecuadamente polirraciales y felices, y de parejas de esos jubilados saludables que tambi¨¦n abundan en los anuncios de los bancos y de las agencias de viajes. ¡±Somos una compa?¨ªa de servicios de salud y bienestar que tiene como misi¨®n ayudar a la gente a vivir vidas m¨¢s saludables¡±. En 2023, UnitedHealthcare tuvo unos ingresos de 281.000 millones de d¨®lares, extra¨ªdos principalmente del sufrimiento y la angustia de 50 millones de personas. Brian Thompson, el jefe ejecutivo asesinado, hab¨ªa logrado, en solo los ¨²ltimos cuatro a?os, subir los beneficios netos de la compa?¨ªa de 12.000 a 16.000 millones de d¨®lares. Algo tendr¨¢ que ver esa prosperidad con el dato de que UnitedHealthcare posee el r¨¦cord de reclamaciones de pagos de pacientes rechazadas. A las legiones de abogados especialistas en denegar o retrasar indefinidamente compensaciones leg¨ªtimas o servicios sanitarios de vida o muerte se unen ahora los algoritmos que cumplen con mucha m¨¢s eficacia y ahorro esa tarea. Las historias de enfermedades, operaciones y seguros en Estados Unidos son historias de terror. Un hombre se rompe una pierna, lo operan, pasa cuatro d¨ªas en el hospital, luego 11 en una residencia, porque a¨²n no puede moverse. Al quinto d¨ªa, el seguro ya se le ha agotado y lo echan del hospital, y muere cuatro d¨ªas despu¨¦s en un albergue de indigentes. Otra compa?¨ªa de nombre enso?ador, Anthem Blue Cross Blue Shield, se ha hecho c¨¦lebre por un algoritmo que determina el tiempo m¨¢ximo de anestesia en una operaci¨®n que queda cubierto por el seguro. En Nueva York, en los barrios m¨¢s pobres, se ven con frecuencia personas con un pie amputado: padecen diabetes B, la causada por una alimentaci¨®n insalubre, y si les hubieran curado a tiempo las llagas que por culpa de esa enfermedad se forman en la planta del pie, habr¨ªan podido conservarlo. Pero una cura preventiva deja mucho menos margen de beneficio a la aseguradora que una amputaci¨®n.
Esa es la sanidad en manos privadas. No hay anuncios m¨¢s po¨¦ticos en la televisi¨®n de Estados Unidos que los de las corporaciones de servicios de salud: ni?os y ni?as de piel oscura o de ojos rasgados flotando a c¨¢mara lenta, abuelos y abuelas entra?ables de pelo blanco luminoso, agitados por la brisa del mar, descalzos por la orilla, con los pantalones remangados. Ese tipo de anuncios abunda cada vez m¨¢s en Espa?a, al calor del perverso deterioro de la sanidad p¨²blica que alientan grandes defensores de la libertad como Isabel D¨ªaz Ayuso y los grupos de presi¨®n que act¨²an a su sombra. No s¨¦ si nos damos cuenta plenamente de lo que est¨¢ en juego. No quiero que en mi pa¨ªs haya gente que sufra y muera para que se enriquezcan m¨¢s lo que ya lo tienen todo. No quiero ver a abuelos o abuelas espa?oles sirviendo en un McDonald¡¯s.
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