Tomar la palabra
La obispa de Washington subi¨® al p¨²lpito para cantar las verdades a quien afirma hablar en nombre del pueblo, aunque en realidad busque anularlo destruyendo su pluralidad
En una sociedad condenada a no entenderse, donde el intercambio de argumentos se ha convertido en pura demonizaci¨®n mutua, aparece de pronto una figura menuda que consigue emocionarnos con un lenguaje sencillo que todos reconocemos. Mariann Edgar Budde, obispa episcopalista de Washington, toma la palabra delante del hombre m¨¢s poderoso del mundo para decirle directamente una verdad. No es un an¨¢lisis centrado en la l¨®gica y la evidencia, pues no se apoya solo en los hechos para demostrar, a la manera del factchecking, su correcta y cient¨ªfica verdad. La obispa ejemplifica algo fundamental: el valor de quien toma la palabra porque es importante hacerlo, a sabiendas de que se expone, arriesgando su persona y su posici¨®n. En el momento en que lo hace, la catedral torna en espacio ¨¦tico, pero tambi¨¦n pol¨ªtico: al hablar, nos muestra c¨®mo se dice la verdad, qui¨¦n la escucha y c¨®mo llega a la sociedad.
Los griegos lo llamaban parres¨ªa, pero estamos tan centrados en verificar los hechos para nuestra satisfacci¨®n ideol¨®gica que olvidamos la importancia que tiene en democracia fomentar las condiciones para que podamos decir la verdad y ser escuchados. Esta mujer de apariencia fr¨¢gil sube al p¨²lpito para decir una verdad a quien afirma hablar en nombre del pueblo, aunque en realidad busque anularlo destruyendo su pluralidad. Reconocemos la verdad de la obispa porque la cuenta de manera sencilla y emp¨¢tica, con el lenguaje de la vida real: hay personas que tienen miedo, inmigrantes, ni?os gays, lesbianas y transexuales que temen por sus vidas. Sus palabras caen pesadas y ligeras como una guillotina, mostrando la distancia entre el lenguaje de la realidad y la forma en que nos habla el poder. La herida en la legitimidad de nuestros pol¨ªticos viene de desde?ar ese idioma com¨²n, de su desprecio por la vida sensible de las personas.
Decimos que las democracias mueren porque los partidos no act¨²an como guardarra¨ªles contra el autoritarismo que ellos mismos generan, y es cierto. Pero hay una crisis profunda que afecta a la representaci¨®n, al alejamiento de los pol¨ªticos y c¨®mo han ido apagando deliberadamente nuestro sentido pol¨ªtico. Es dif¨ªcil, incluso de mal gusto, reconocerse en el lenguaje infantilizado del ¡°aprovechategui¡± o la ¡°tecnocasta¡±. ?D¨®nde est¨¢ ese lenguaje de la verdad que es real porque nombra lo que nos sucede? Ha pasado ya el espejismo de la vivienda como preocupaci¨®n, con nuestros partidos sist¨¦micos hablando de sus propuestas, por vagas que fueran. De la votaci¨®n sobre las pensiones, al parecer important¨ªsima y de la que apenas sab¨ªamos nada, solo nos queda el ¡°no¡± de la oposici¨®n para debilitar a un gobierno que solo la impuls¨® para aprovechar el rechazo y desgastar a Feij¨®o. Es indecente que el Gobierno estire la situaci¨®n para sacar provecho, como lo es que el PP tumbe el decreto sin m¨¢s raz¨®n que la derrota de S¨¢nchez. Pero lo que deber¨ªa preocuparnos es la alienaci¨®n que produce. Nuestra pol¨ªtica se convierte en papel cuch¨¦. Entre el novio de Ayuso y la esposa del presidente, todo se reduce a disputas de prensa rosa, alejadas de lo que realmente nos sucede. ?C¨®mo confiar en la pol¨ªtica si no nos ve ni reconoce lo que nos pasa? Pero cuidado. Los aut¨®cratas como Trump aprovechan el resentimiento y desprecio provocado por la dejaci¨®n de responsabilidad democr¨¢tica de esos partidos tradicionales que, ellos s¨ª, viven c¨ªnicamente sumergidos en su propia y alternativa realidad.
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