El s¨²bdito adulado
Los ajustes de la crisis van a ser un estado de excepci¨®n permanente Las decisiones cruciales ya no las toman los ciudadanos ni sus Gobiernos, sino esos agentes econ¨®micos transnacionales llamados ¡°los mercados¡±
Hasta la v¨ªspera misma del d¨ªa en que el Gobierno espa?ol llev¨® a cabo, en mayo de 2010, la completa mutaci¨®n de su pol¨ªtica econ¨®mica y social, era frecuente hallar toda clase de proclamas, y hasta de teor¨ªas m¨¢s o menos ambiciosas, sobre la condici¨®n deliberativa, reticular y ac¨¦fala de la vigente manera de gobernar y mandar.
Nos est¨¢bamos acercando a pasos agigantados, dec¨ªa la propaganda oficial, a una forma pol¨ªtica in¨¦dita en la que las decisiones no emanar¨ªan nunca de un ¨²nico foco, sino que resultar¨ªan de una compleja interacci¨®n de agentes e iniciativas, gracias a la cual todos podr¨ªan ocupar alguna vez el centro de la escena (aunque por poco tiempo) y nadie ser¨ªa capaz de monopolizarlo; un modo de gestionar lo p¨²blico en el que cualquier decisi¨®n importante estar¨ªa sometida a procedimientos de participaci¨®n, con preferencia electr¨®nicos, gracias a los cuales los ciudadanos se pronunciar¨ªan, con un golpe de tecla y en tiempo real, sobre todos los asuntos de inter¨¦s. Gozar¨ªamos de una teledemocracia hiperparticipativa que ser¨ªa el adecuado complemento de un teletrabajo apasionante, y todo ello sin necesidad de salir de casa, salvo para cambiar cosmopolitamente de residencia cada cierto tiempo. A lo anterior hab¨ªa de a?adirse la conversi¨®n en derecho de cualquier objeto de deseo: que algo fuera com¨²nmente demandado ¡ªo, mejor a¨²n, que perteneciese al programa de alg¨²n colectivo identitario¡ª y que no estuviera reconocido como derecho subjetivo era toda una anomal¨ªa y un atropello de obligada reparaci¨®n.
Lo anterior no se conceb¨ªa como un ideal m¨¢s o menos ut¨®pico, sino como algo que estaba a la vuelta de la esquina o que, de hecho, hab¨ªa comenzado ya. Las cadenas de la dominaci¨®n pol¨ªtica eran cosa del pasado (pues la soberan¨ªa se hab¨ªa diluido dichosamente en una red de gobernanzas m¨²ltiples) y otro tanto estaba a punto de ocurrir con la esclavitud laboral (el trabajo, no en vano, iba a parecerse cada vez m¨¢s al ocio). Todo lo anterior, unido a una tierna y entra?able preocupaci¨®n por lo que se llamaba ¡°valores¡±, daba como resultado una sociedad de ciudadanos, cuyos principios ser¨ªan tan sistem¨¢ticos y n¨ªtidos que podr¨ªan ense?arse c¨®modamente en la escuela.
De pronto se advirti¨® que las cosas no iban a proseguir por tan apacible camino. Al parecer, faltaba dinero con que dar abasto al mantenimiento de ese modelo social, de manera que la marcha segura hacia la felicidad tendr¨ªa que interrumpirse para proveer fondos y seguir despu¨¦s sin sobresaltos. Se hab¨ªa declarado lo que se llama una crisis, y en esas duras circunstancias hay que esperar a que las contrariedades se resuelvan para volver a gozar de las ventajas pasadas: un transitorio, aunque amargo, estado de excepci¨®n.
Sin embargo, esto ¨²ltimo no parec¨ªa del todo cierto, porque la severidad de los acontecimientos oblig¨® a dar por supuestas, como cosa natural, dos verdades un tanto inc¨®modas. La primera fue que los ajustes econ¨®micos y sociales durar¨ªan para siempre y no ser¨ªan revocados ni aun cuando la crisis terminase. Al contrario: se acentuar¨ªan progresivamente, porque una econom¨ªa competitiva tiene que serlo cada vez m¨¢s si no quiere hundirse: sobrevivir exige cambiar de vida y adaptarse a una existencia din¨¢mica, hiperactiva y arriesgada, a un modelo de productividad quiz¨¢ poco af¨ªn a las costumbres mediterr¨¢neas, pero del todo ineluctable. No se tratar¨ªa de una situaci¨®n de emergencia, como las constitucionalmente regladas, sino de aquello a lo que alg¨²n cl¨¢sico del pensamiento se refiri¨® como el estado de excepci¨®n convertido en regla. La segunda verdad fue que las decisiones cruciales no pueden tomarlas ya los ciudadanos ni sus Gobiernos, sino ciertos agentes econ¨®micos transnacionales, enigm¨¢ticamente llamados ¡°los mercados¡±, que conceden a Gobiernos y ciudadanos la capacidad de sancionar pol¨ªticamente lo que ya est¨¢ econ¨®micamente decidido.
Merece la pena subrayar una consecuencia muy notable de los dos hechos anteriores: ni el uno ni el otro se pusieron de manifiesto como novedades, sino como algo que ya era cierto desde mucho antes, aunque no se hubiera sabido o querido reconocer. No es que a partir de la crisis fuese a ser mentira todo lo que hab¨ªamos cre¨ªdo, sino que ya lo era desde siempre (aunque hasta entonces hab¨ªa podido disimularse), y precisamente por haber actuado conforme a creencias falsas hab¨ªa pasado lo que hab¨ªa pasado.
Lo que resulta es que no ¨¦ramos ciudadanos, sino s¨²bditos a los que se adulaba con toda clase de zalamer¨ªas. Y no deber¨ªa sorprender la mansedumbre con la que el s¨²bdito adulado suele responder a los acontecimientos. Quien haya seguido de cerca, por ejemplo, la violenta adaptaci¨®n de la Universidad p¨²blica al mercado ejecutada en los ¨²ltimos a?os habr¨¢ visto que entre muchos estudiantes y entre casi todos los profesores ha calado muy hondo la servidumbre voluntaria m¨¢s entusiasta. Igual que en la Universidad muy pocos han rechistado ante su desmantelamiento mercantil, tambi¨¦n en la sociedad se impondr¨¢ sin grandes contratiempos el culto a la competitividad y a la innovaci¨®n permanente. Pero lo que ahora se nos solicita no es, sin m¨¢s, que nos olvidemos de todos los halagos pasados y aceptemos nuestra condici¨®n subalterna, sino que neguemos de palabra lo que admitimos de obra, que no reconozcamos que el orden democr¨¢tico ha sido subvertido y que actuemos como si los verdaderos agentes pol¨ªticos sigui¨¦ramos siendo nosotros. Es de capital importancia que, aunque en la pr¨¢ctica nada vaya a ser como antes, se mantenga una ideolog¨ªa consolatoria lo m¨¢s parecida posible a la que nos ten¨ªa adormecidos.
Por desgracia, quiz¨¢ el discurso predominante entre los indignados de estas semanas no desmienta del todo las anteriores expectativas. En gran medida, se trata de una protesta por la mala prestaci¨®n de los servicios que se ten¨ªan contratados, y as¨ª se exigir¨¢ una soluci¨®n como quien pide el libro de reclamaciones para demandar m¨¢s eficiencia. El ciudadano advierte una violaci¨®n de su derecho a no variar de h¨¢bitos de consumo, y reacciona de la manera en que hab¨ªa sido adiestrado: utilizando sus redes sociales y sacando todo el partido posible del Internet y del tel¨¦fono m¨®vil (¡°mi tel¨¦fono es un arma¡±, dec¨ªa un indignado estos d¨ªas de atr¨¢s). El acampado es un usuario modelo de las nuevas tecnolog¨ªas, y el aumento de la indignaci¨®n ser¨¢ un factor de recuperaci¨®n econ¨®mica si se sabe canalizar con inteligencia: ¡°Indignaos y marcad¡± podr¨ªa ser un eslogan perfecto en la temporada pr¨®xima para cualquier compa?¨ªa de telecomunicaciones. Depuradas de algunos excesos doctrinales, las movilizaciones de estos d¨ªas se tomar¨¢n probablemente como un elemento regenerador y un saludable acicate: una muestra, algo intemperante, pero positiva a la larga, del dinamismo de la sociedad civil y de la vitalidad de la juventud.
Puede que la agitaci¨®n social en curso sea un magn¨ªfico placebo: aunque ya no somos ciudadanos (ni en verdad lo fuimos nunca), vamos a hacer como si todav¨ªa lo fu¨¦ramos (o como si lo hubi¨¦semos sido siempre). Pero precisamente ese efecto es el que se necesitaba para restablecer la ideolog¨ªa del s¨²bdito adulado: movil¨ªzate y comprueba que la sociedad en la que vives se har¨¢ eco de tus inquietudes. Hay un derecho que no te quitar¨¢ nunca y que para mucha gente es el m¨¢s valioso de todos: el derecho a ser parte del espect¨¢culo.
El presente estado de crisis econ¨®mica es en su esencia un hecho pol¨ªtico o, mejor dicho, antipol¨ªtico: una ocasi¨®n m¨¢ximamente afortunada para extender la l¨®gica del mercado a la totalidad de la vida, sin dejar resquicio alguno fuera. Frente a ello, la ¨²nica resistencia concebible estribar¨ªa en mostrar que no estamos dispuestos a vivir de ese modo. Pero tal declaraci¨®n no ser¨ªa cierta, porque la existencia hiperactiva, acelerada y trepidante, la gesti¨®n total de la vida y la esclavitud voluntaria tienen para el hombre moderno, como desde antiguo se sabe, un atractivo irresistible.
Antonio Valdecantos es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad Carlos III de Madrid. Su ¨²ltimo libro publicado es La f¨¢brica del bien.
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