¡°Qu¨¦ m¨¢s da que tiren ah¨ª sus huesos¡±
La curiosidad en el cementerio de Mingorrubio contrasta con la indiferencia en el Valle de los Ca¨ªdos con el fallo del Supremo que avala la exhumaci¨®n de Franco
Mari Carmen y Pilar P¨¦rez Camarera llegaron este martes al mediod¨ªa al cementerio de Mingorrubio, como tantas otras veces, para limpiar la tumba de su hermano. ¡°Aqu¨ª descansa un hombre bueno¡±, dice la l¨¢pida de Mariano, como se llamaba el peque?o de los P¨¦rez. A unos metros del nicho, al que Pilar saca el polvo encaramada a una escalera, se levanta el pante¨®n al que todos apuntan como destino final de los restos del dictador Francisco Franco. ¡°Yo m¨¢s odio a ese hombre no le puedo tener, pero qu¨¦ m¨¢s da que tiren ah¨ª sus huesos¡±, razona Pilar mientras sopla a un macetero.
Hace apenas una hora que se conoci¨® la decisi¨®n del Tribunal Supremo, que avala exhumar los restos de Franco del Valle de los Ca¨ªdos. El silencio del lugar, enclavado en medio de la nada y con vistas al monte del Pardo, se rompe entonces por los periodistas que se agolpan en la entrada esperando un permiso para entrar. Dentro, el encargado de mantenimiento del lugar desde hace 25 a?os, que se presenta como ¡°la ¨²nica persona que trabaja aqu¨ª¡±, se niega a dar muchos detalles.
El pante¨®n, cerrado a cal y canto, se levanta a pocos metros de la puerta de entrada del cementerio, a algo menos de 30 kil¨®metros por carretera del centro de Madrid. ¡°Solo se abre por Todos los Santos¡±, advierte el empleado, de pocas palabras. Las enormes puertas acristaladas est¨¢n llenas de polvo y telara?as, que apenas dejan ver el interior. La principal da acceso a una sencilla capilla, con ocho bancos, un altar y un Cristo. Desde la otra puerta apenas se vislumbra el primer escal¨®n hacia la cripta, donde solo est¨¢ enterrada la mujer del dictador, Carmen Polo, desde 1988.
De un coche que accede al lugar bajan una madre y un hijo con un plumero de colores. ¡°Estoy encantada, esto va a estar mucho m¨¢s vigilado y cuidado¡±, dice ella mientras camina hacia la tumba de su marido. ¡°Adem¨¢s, ¨¦l [Franco] no quer¨ªa ir al Valle de los Ca¨ªdos. Y mira por donde, se va a cumplir su voluntad¡±, lanza antes de desaparecer entre los elegantes panteones que le dan al lugar un aire aristocr¨¢tico.
En Mingorrubio tambi¨¦n est¨¢n los restos de Carrero Blanco o Arias Navarro y, en caso de que llegue a producirse el traslado de Franco, ni siquiera ser¨ªa el primer dictador del lugar. Compartir¨ªa t¨ªtulo con el dominicano Le¨®nidas Trujillo, enterrado en el interior de un enorme pante¨®n de m¨¢rmol negro. Todos ellos a pocos metros del nicho de Mariano, ¡°el hombre bueno¡± al que en una hora sus hermanas dejan la l¨¢pida reluciente.
Nada en el Valle
Frente al revuelo pol¨ªtico y las celebraciones de la izquierda y las organizaciones de memoria hist¨®rica, el fallo del Supremo fue recibido con total indiferencia en el Valle de los Ca¨ªdos. Ning¨²n nost¨¢lgico del r¨¦gimen se hizo notar. Tampoco hubo banderas preconstitucionales ni s¨ªmbolos ultraderechistas. Nada de nada. ¡°Como un d¨ªa laborable cualquiera¡±, zanj¨® uno de los tres empleados que hac¨ªan guardia junto a la tumba de Franco.
Las ¨²nicas muestras de devoci¨®n por la dictadura fueron los dos ramilletes sobre las tumbas de Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera y de Franco, en cuya l¨¢pida hab¨ªa esparcidas algunas flores m¨¢s. Pero sin los excesos del 20-N del a?o pasado, cuando cientos de simpatizantes de extrema derecha se dieron cita en la bas¨ªlica para rendir el que pudo haber sido el ¨²ltimo homenaje al dictador. Si se cumplen los c¨¢lculos del Gobierno, en el aniversario de este a?o de la muerte de Franco sus restos reposar¨¢n en El Pardo.
Como si se tratara de una realidad paralela, ajena a la agitaci¨®n por la sentencia, el trasiego de curiosos en Cuelgamuros fue discreto. A las tres de la tarde hab¨ªa 18 coches en el aparcamiento de la bas¨ªlica y dos autobuses que transportaban a turistas brit¨¢nicos. Una hora despu¨¦s llegaba un grupo de alemanes universitarios. ¡°En mi pa¨ªs ser¨ªa impensable que hubieran enterrado a Hitler en un lugar as¨ª¡±, dec¨ªa en el acceso a la bas¨ªlica Hanna Schenider. En su interior, otro grupo de veintea?eros ingleses contemplaba con los ojos como platos uno de los ¨¢ngeles con espadas tallados en piedra de varios metros de alto. ¡°Esto es una locura. Mi abuelo luch¨® contra los nazis, si viera esto¡¡±, reflexionaba un chicarr¨®n de Manchester llamado Johnny Smith. Mientras se sub¨ªa al autob¨²s de vuelta, Jeremiah, un jubilado brit¨¢nico, celebraba la decisi¨®n del Supremo: ¡°?Muy bien!¡±.
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