Bajo el imperio de los astros
Domina el aire una quietud contagiosa, como la misma influenza. Desde el viernes pasado hay menos gente andando por la calle, caminando, en bicicleta. El tr¨¢nsito se ha vuelto apacible y una modorra general adormece lo mismo a los perros que a sus due?os. Pero m¨¢s no se ve, ni se nota m¨¢s tribulaci¨®n que un matiz en el ruido diario. Ma?ana tampoco habr¨¢ clases en ninguna escuela. Ni en toda la semana. Ni en todo el pa¨ªs.
Los ni?os retomaron las vacaciones de Pascua apenas cuatro d¨ªas despu¨¦s de haber regresado a sus aulas. No faltan los que dan brincos en el parque. Pero tampoco hay cine, ni teatros, ni eventos culturales, ni reuniones masivas. El domingo el futbol se jug¨® sin gente en los estadios, la tele hubiera sido una bendita pecera silenciosa si los cronistas deportivos no se hubieran empe?ado en gritar m¨¢s que nunca. S¨®lo el Metro y los transportes p¨²blicos llevan a la gente cerca una de otra. Ah¨ª s¨ª todo el mundo se ha puesto un tapabocas. El Gobierno ha repartido millones, pero a los mortales comunes todav¨ªa nos espanta andar como espantajos con el esparadrapo.
Lo digo como sin pensar que al llamarnos "comunes mortales", estamos en el entendido de que cualquiera puede resultar atrapado sin m¨¢s por este virus joven, que ha dado en estrenarse por una ciudad de suyo complicada. El domingo la gente se puso el tapabocas colgando del cuello, como si el mal fuera a llegar con un viento raro y uno pudiera agazaparse tras ¨¦l s¨®lo frente a un caso urgente: al ver venir a una se?ora estornudando, a un ni?o enrojecido por la fiebre, a un se?or tose y tose. A¨²n ahora, cuatro d¨ªas despu¨¦s de iniciada la alarma, hay quienes andan sin el bozal: el dique, la protecci¨®n, el resguardo, les viene sobrando. Eso s¨ª, hoy se han cerrado todos los restaurantes.
El domingo pensamos que ser¨ªa s¨®lo una tregua, pero ahora se ha vuelto una instrucci¨®n. En cambio las actividades comerciales no se han suspendido. A¨²n as¨ª la gente est¨¢ dispuesta a no tener unos miedos y s¨ª alimentar otros. El lunes hubo compras de p¨¢nico y s¨®lo hasta la noche los noticiarios convencieron a la gente de no temer la falta de abasto. Y es que los mexicanos somos como los italianos: comer es nuestra fiesta m¨¢s preciosa y todo puede interrumpirse menos la certidumbre de que tendremos frijoles el resto del a?o.
No entendemos bien los datos porque se contradicen. La Organizaci¨®n Mundial de la Salud ha elevado la advertencia de riesgo del nivel tres al nivel cuatro. Pero sus cifras de enfermos y muertos son menores que las del Gobierno mexicano, que asegura que los casos han empezado a bajar. Dicen los diarios que la Uni¨®n Europea recomienda a sus ciudadanos no viajar a M¨¦xico, pero dicen tambi¨¦n que el mal ya est¨¢ hecho y que el virus anda en los aviones y lleg¨® aqu¨ª en un avi¨®n viniendo de qui¨¦n sabe d¨®nde.
Sin embargo, este pueblo de optimistas canturrea su escepticismo. En mi casa hay comida todos los d¨ªas y no faltan a diario los que se invitan porque no encuentran mejor restaurante. Yo pienso que han buscado pretexto para comer aqu¨ª en donde todos estamos seguros de que con las piernas bajo la mesa no se envejece y tampoco se enferma uno de nada. Creo que si la tranquilidad fuera vacuna esto, sin duda, tendr¨ªa remedio. No ser¨ªa para m¨¢s. En la ciudad de M¨¦xico vivimos desafiando cat¨¢strofes menores todos los d¨ªas, vivimos con las avenidas levantadas sin grandes avisos, expuestos a que una calle cambie de sentido o desaparezca un mes sin previo aviso. Hace veinte a?os un temblor devast¨® cientos de edificios, barrios, mundos y, sin embargo, ayer que volvi¨® a temblar nadie hizo mayor esc¨¢ndalo. La memoria de quienes entonces anduvimos las calles, son¨¢mbulos y ardientes, sin adivinar qu¨¦ hacer, imaginando lo que no quer¨ªamos, parece haber quedado bajo los escombros de entonces. Volvi¨® a temblar y miles de personas desalojaron los edificios, en calma y con orden, bajo los tapabocas. Hay los que se han pintado labios sonrientes sobre la tela que esconde sus bozales. Quienes vivimos esta ciudad que creemos el ombligo de nuestro pa¨ªs, sabemos padecerla y gozarla con m¨¢s o menos hero¨ªsmo. Yo ahora la evado.
Anduve muchos a?os en los tranv¨ªas, los vagones del Metro, los camiones. Y no me daba cuenta de que era yo entonces la peregrina mujer que hoy no concibo. Hoy que ando por mi casa subiendo y bajando las escaleras como el ¨²nico viaje que soy capaz de hacer. ?La calle? Les agradezco al riesgo y al Corriere della Sera que me hayan quitado la tentaci¨®n de ir a buscarla. Yo el d¨ªa de hoy no me echar¨ªa a la calle ni a patadas. Y no es que sea precavida, sino que tengo permiso de quedarme aqu¨ª, sin culpas y sin tedio. Yo s¨ª que ya no soy valiente. Las aglomeraciones y el tr¨¢nsito exacerbado me asustan como a otros los terremotos y las epidemias. Le tengo menos temor a los inapelables que al diario ir y venir por la vida como aqu¨ª es. Supongo que hay mucha gente igual a m¨ª. Mucha gente haci¨¦ndose el favor de no temer, gente que no quiere imaginar lo que adivina: afuera hay enfermos, afuera hay algo tan cierto que no ha querido call¨¢rselo el Gobierno, afuera hay riesgos. No hay mentira. ?Qu¨¦ necesidad tendr¨ªa el Gobierno de inventarse un peligro como si no tuvi¨¦ramos suficientes? Yo s¨ª creo en que aqu¨ª hay una epidemia, aunque me porte como si no lo creyera.
Creo tambi¨¦n en el origen italiano de la palabra influenza. Viene de esta idea, antigua para tantos e inmensamente actual para otros, de que el azar, la influencia de los astros, su imperio, es quien trae y lleva la enfermedad. Por eso vivo entre gente que sigue bes¨¢ndose como si estuviera inmune, gente sin prudencia que se niega a imaginar el espanto. Ojal¨¢ que los astros nos bendigan, porque lo que es nosotros nos portamos como una pandilla de irresponsables. Encerrados a unos y entregados a otros. Besamos a los amigos y a los parientes: ?qu¨¦ da?o pueden hacernos? Sabemos, pero no queremos saber, que todos y ninguno. As¨ª que hoy nos sentaremos, con nuestros hijos y otros escritores amigos a comer una sopa guisada con el deseo de que los astros tengan la generosidad de quitarle a este pa¨ªs los males que lo aquejan. Sin embargo, todos sabremos mientras llenamos nuestras cucharas y sonre¨ªmos, que no s¨®lo las estrellas dirimen el contagio. Y que nadie hay m¨¢s vulnerable que quien se sue?a invulnerable.
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