Nuestro querido yo
No somos nada sin los dem¨¢s. Somos buenos o malos, odiados o queridos, simp¨¢ticos o antip¨¢ticos gracias a los juicios emitidos por los otros. Porque los otros, a fin de cuentas, en el balance definitivo, no son otra cosa que productores de la identidad de mi yo.
?C¨®mo no sentir, pues, inter¨¦s por lo que opinan, hacen, prefieren y desprecian los pr¨®jimos? El querer saber sobre los dem¨¢s no es una forma de cotilleo, sino realmente una exploraci¨®n b¨¢sica y alimenticia sobre el ello freudiano en donde nos cotejamos y perfilamos como definidos personajes del ego. Este ego que resulta ser, en consecuencia, una producci¨®n de los egos interrelacionados de los dem¨¢s puesto que no somos sino en comandita. No nos hallamos, pues, como tales sino en consecuencia social.
Durante unos 400 a?os o m¨¢s la intimidad fue una completa quimera. Los habitantes de un domicilio dorm¨ªan arracimados, padres e hijos, parientes y caminantes del lugar. La modernidad, que inaugur¨® el sentido del ciudadano, individuo (indivisible), fue estableciendo una frontera entre el interior privado, reino del yo, y el espacio p¨²blico, reino de todas las cosas. La cosa p¨²blica pertenec¨ªa, en efecto, al te¨®rico reino de la claridad mientras la intimidad se correspond¨ªa con las impenetrables sombras del hogar, desde el comedor a la alcoba.
Antes de este tiempo, los reyes y reinas se apareaban por primera vez ante una concurrencia de nobles, eclesi¨¢sticos o no, y mor¨ªan, hasta los principios del siglo XX, en presencia de un coro de allegados y una algarab¨ªa de pla?ideras.
El sexo, tan taimado, se hizo p¨²blico solo en el ¨²ltimo tercio del siglo XX pero, a cambio, la muerte fue pasando a la clandestinidad de las herm¨¦ticas residencias de ancianos, las celadas camas de los hospitales y los encastillados tanatorios del extrarradio. El deseo de saber sobre la vida de los otros fue circunscribi¨¦ndose, en el mejor de los casos, a los parientes y allegados. Pero ni eso. La intimidad alcanz¨® el valor de un tesoro m¨¢ximo que no se pod¨ªa revelar.
De ah¨ª que, como marca la ley de la oferta y la demanda, creciera su valor mercantil y vivencial. Viviendo como vivimos en enjambre, el secreto ha pasado a convertirse en el mayor caudal dom¨¦stico. Pero no saber de los otros y sus historias personales es igual a perder el sustento fundamental del propio yo. No se trata, pues, de perversi¨®n el inter¨¦s por el secreto o los secretos existenciales de los dem¨¢s sino la manifestaci¨®n de un hambre biol¨®gica por llegar a ser yo. Una necesidad tan primaria, en suma, como la de existir identitariamente entre el embrollo de lo que somos y lo que no somos en contraste con los percances y el car¨¢cter de nuestro querido yo.
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