Julissa cruz¨® la frontera con 12 a?os y se contagi¨® del virus en Nueva York, su madre est¨¢ deportada en M¨¦xico
La covid-19 ha cortado en seco la actividad del campo de migrantes de Matamoros donde permanecen 2.400 personas, 500 de ellas ni?os y 300 mujeres embarazadas
¡°Ella se fue caminando por el puente¡±. Julissa sali¨® del campo de refugiados para cruzar a Estados Unidos y acab¨® contagiada por el coronavirus en Nueva York. 12 a?os. Su madre la despidi¨® en la orilla mexicana del r¨ªo Bravo y la joven recorri¨® los 150 metros para ¡°entregarse a las autoridades gringas¡±. Los ni?os pueden caminar por ese puente e internarse en el territorio que es el sue?o de sus padres. Al otro lado, el Gobierno los tiene unas semanas bajo su custodia hasta que verifica qui¨¦nes son sus familiares en EE UU para reunirles con sus parientes, casi todos tienen ya alguien en Estados Unidos. A Julissa la esperaba su t¨ªa en Oklahoma, pero antes de llegar all¨ª se hizo cargo de ella una familia de acogida. ¡°La se?ora hab¨ªa tenido el virus y se lo ha pegado a toda la familia. Mi hija est¨¢ aislada para pasar la cuarentena, me dicen que evoluciona bien. Yo le doy palabras de aliento cuando hablo con ella, le digo que est¨¢ cubierta con la sangre de Cristo y s¨¦ que un d¨ªa dar¨¢ su testimonio de que ha sobrevivido a este virus¡±.
Sentada a la puerta con cremallera de su tienda de campa?a, Carmen Ochoa, la madre, de 32 a?os, se queda mirando a las nubes y sus ojos se humedecen cuando piensa en aquel puente donde dej¨® a su ni?a hace dos meses. El campamento de refugiados de Matamoros es la frontera m¨¢s al este de M¨¦xico con Estados Unidos, donde el r¨ªo Bravo desemboca en el Atl¨¢ntico. El lugar podr¨ªa ser un cuadro de los impresionistas franceses, con el agua entre los juncos, pero se trata de un territorio de violencia salvaje con el sello del crimen organizado, como tantas otras ciudades del Estado de Tamaulipas, uno de los que m¨¢s contribuyen a la sangrienta estad¨ªstica mexicana. Los que all¨ª viven han llamado varias veces a las puertas de Estados Unidos mostrando una vida jalonada de violencias y pidiendo asilo. Pero su situaci¨®n no acaba de resolverse. Matamoros es otra parada de su miedo.
El campamento, sin embargo, parece a resguardo de las armas. All¨ª pasan el d¨ªa y la noche unas 2.400 personas, 500 de ellas ni?os y 300 mujeres embarazadas, seg¨²n los n¨²meros redondos de la organizaci¨®n Global Response Management, que ofrece servicios m¨¦dicos. ¡°Ella padec¨ªa de sinusitis, por eso la mand¨¦, se enfermaba a cada rato, por el mal clima, perd¨ªa hasta la voz¡±. Carmen reza por su hija en Nueva York ¡ªuna de las ciudades del mundo m¨¢s infectadas por el virus¡ª y por los otros dos hijos que dej¨® en Honduras. Su vida est¨¢ despedazada aqu¨ª y all¨¢ y la ¨²ltima noticia que ha recibido de las autoridades migratorias es que est¨¢ deportada, que no podr¨¢ cruzar m¨¢s a Estados Unidos. Este parque p¨²blico es ahora, m¨¢s que un refugio, un lugar donde esconderse hasta que sepa que Julissa est¨¢ a buen recaudo. Despu¨¦s volver¨¢ a consultar la br¨²jula para dirigir sus pasos. Honduras no puede ser: all¨ª dej¨® un marido polic¨ªa asesinado ¡ª¡°desaparecido, dicen, pero yo s¨¦ que est¨¢ muerto, escuch¨® una conversaci¨®n que no deb¨ªa¡±¡ª y a otra pareja que la maltrat¨®. ¡°Me gusta Canad¨¢ y tambi¨¦n Espa?a, donde tengo dos hermanos y cinco primos, pero ya me han avisado: te recibimos, pero no te podemos pagar el avi¨®n¡±. Cuando era peque?a, Carmen quer¨ªa ser maestra. ¡°Mi madre horneaba pan y nosotros lo vend¨ªamos. Ahora no hay alegr¨ªa para ella. Solo quiere morirse¡±, recuerda. Las desgracias son inn¨²meras a la puerta con cremallera de esa tienda de campa?a.
El coronavirus ha cortado en seco algunas actividades con las que enga?aban al aburrimiento y simulaban llevar una vida normal en este refugio de migrantes: las fiestas de las quincea?eras, muy comunes en Latinoam¨¦rica, la escuela para los ni?os que impart¨ªan los voluntarios, el se?or que tra¨ªa la le?a sin pedir nada a cambio, las donaciones. Y lo peor: el freno en las oficinas y los tr¨¢mites para pasar a la tierra de promisi¨®n. Todo est¨¢ parado por el maldito bicho invisible. De Estados Unidos llega la de cal y la de arena. Las malas noticias para los que tratan de entrar las compensan ONG de toda clase que prestan ayuda en el campamento, como Global Response Management, que ha instalado all¨ª su caravana m¨¦dica.
G¨¦nesis Orellana lleva al cuello la mascarilla que deb¨ªa cubrir su boca. Los m¨¦dicos se la han dado porque ten¨ªa gripe, pero no coronavirus. Ha dado negativo. Y tambi¨¦n su amiga Nicoll. Una tiene 14 y la otra 12 a?os y ambas han prestado su dedo para pasar un test r¨¢pido de sangre que detecte el virus. En el dispensario m¨¦dico hay m¨¢s de 1.000 test disponibles y ya han efectuado unas 300 pruebas, todas negativas. El jefe de este dispositivo humanitario es el neoyorkino Daniel Taylor, de 34 a?os, curtido en Irak y en Ucrania, con una especie de escapulario colgado del cuello, un cubrebocas estampado y un anillo gordo de plata. Pecas en los brazos y quiz¨¢s en la cara. Estos d¨ªas es dif¨ªcil reconocer a la gente. Taylor sabe que si el virus entra en el campamento la cosa se va a poner dif¨ªcil, ¡°pero no m¨¢s que en el pueblo, en Matamoros, porque no hay capacidad m¨¦dica para contenerlo¡±, dice en ingl¨¦s.
Global Response se ha propuesto instalar un hospital de campa?a en ese parque p¨²blico que, desde enero, es un pueblo que sue?a con entrar al territorio que gobierna Donald Trump. Es la desesperaci¨®n. El hospital tendr¨¢ 20 camas y 20 respiradores asistidos con paneles solares para cuando los pulmones a¨²n tienen fuerza. Contar¨¢, adem¨¢s, con cuatro camas de cuidados intensivos y sendos ventiladores mec¨¢nicos, estos para cuando el enfermo ya no pueda respirar. As¨ª ser¨¢ si la burocracia mexicana desbloquea la entrada del material, varado en la frontera.
A pesar del peligro estadounidense, un pa¨ªs con 672.931 infectados y 34.386 muertos, sorprende la calma que a¨²n se respira en buena parte del norte de M¨¦xico, en algunos de los Estados m¨¢s ricos, con pocos fallecidos a¨²n. La carretera que llega a Matamoros es una de las m¨¢s peligrosas del pa¨ªs, donde cualquier d¨ªa una furgoneta del crimen organizado detiene el veh¨ªculo y a saber qu¨¦ pasa. Los migrantes han visto mucha violencia hasta llegar a su refugio de lona. Ellos mismos, pobres de solemnidad, son secuestrados por un pu?ado de d¨®lares para alimentar al narco. Por eso no salen de los l¨ªmites de un campamento que est¨¢ abierto de par en par. O salen poco. Algunos tienen trabajo en la localidad. Ten¨ªan. Todo se lo ha llevado por delante el coronavirus. Miseria sobre miseria. Tania Valladares ha estado empleada en una casa de belleza de Matamoros. Ya no quiere pensar en las penurias del viaje hasta llegar al campamento. Su marido, Fabricio, de 27 a?os, se rompi¨®: ¡°No com¨ªa, no hablaba, no se ba?aba¡±. Todav¨ªa hoy, apenas habla sentado en la puerta de su tienda. ¡°Yo no puedo caer¡±, se anima Tania. Nos espera Tampa, en Florida¡±. Cuando lo permita el coronavirus. ¡°La fe mueve monta?as¡±, dice esta guapa muchacha de 24 a?os. Quiz¨¢, pero no mueve fronteras. Ayer mismo, una mujer muri¨® en el r¨ªo, que parece manso a esta altura. Si fue arrastrada por la corriente o se suicid¨®, nadie lo sabe, la desesperaci¨®n cunde en un campamento donde los ni?os juegan al aire libre descalzos, pisoteando los charcos de agua con las ruedas de sus bicicletas. El para¨ªso.
Cae la tarde en este pueblo de estilo fren¨¦ticamente desordenado. Err¨¢tico para un arquitecto, desconcertante para un turista, m¨¢gico para un fot¨®grafo. Nada parece en su sitio, es como un Lego descompuesto. Cables por todos lados, colores sin tino, alturas varias, carteles, luces, letreros, abogados, dentistas, cambio de moneda, enterramientos econ¨®micos, miles de farmacias, tacos y gorditas, sal¨®n de belleza... El campamento es m¨¢s arm¨®nico, a pesar de sus chamizos enlonados. All¨ª las ropas tendidas al sol y las cocinas de barro, incluso los reguerillos que desalojan todas las aguas, trazan cierta paz dom¨¦stica y la ilusi¨®n de un caser¨ªo planificado. Los migrantes, de siete pa¨ªses, hacen fila para recoger su cena: pescado, arroz, ensalada y fruta, que se reparte en esas antiecol¨®gicas y pr¨¢cticas bandejas de poliesp¨¢n.
Cae la tarde, pues, y ajenos al coronavirus y su distancia profil¨¢ctica, la boliviana Gabriela Vera, de 27 a?os, un hijo que juega fuera, y Jos¨¦ Luis Guerra, de 28, cubano con camiseta de los Estados Unidos, se hacen arrumacos frente al v¨ªdeo de su celular. Se han conocido en el campamento y no hay una vivienda en el parque mejor decorada que la suya, casi parece una casa de juguete. A un lado y otro, sendas tiendas con sus camas, la del ni?o con oso de peluche, y entre ambas habitaciones, un espacio con sof¨¢ y mesa. Sobre la mesa un tapete, sobe el tapete un vaso con rosas y detr¨¢s de las flores los novios, que se incomodan t¨ªmidos con el fot¨®grafo. Se les ve felices. ?Coronaqu¨¦?
Coronavirus. Carmen Ochoa conoce muy bien esa palabra. Aguarda junto a su puerta con cremallera noticias de la mejora de Julissa, aislada en alg¨²n lugar de Nueva York. Ahora no es la sinusitis, ni el fr¨ªo del invierno que la dejaba sin voz. Ahora el enemigo no es ¨²nicamente la violencia del crimen organizado, o aquellos asesinos de Honduras. De su mente no se va el puente por el que se march¨® su hija. No hay descanso en la frontera.