D¨ªas raros, raros, raros
Te?irse las canas embozada, comprar novelas a gritos, comer de restaurante sin pisarlo, recoger un vestido para volver a estrenar la vida. Cr¨®nica personal de la vuelta a la normalidad ni medio normal que nos espera
Salgo a currar por primera vez desde el encierro como sale un toro abanto al ruedo. Desorientada, cegada, torpona perdida con tanta mascarilla y tanto hidrogel y tanto guante. Pero con la ilusi¨®n de una vaquilla ansiosa por escapar de toriles. Llevo siete semanas sin ponerme tacones, ni bolso, ni pendientes sin los que antes me sent¨ªa desnuda. Pero eso fue en otra vida, la vida antes del virus. Hasta eso, arreglarme, se me hace raro despu¨¦s de dos meses en pijama. Me visto y maqueo como si fuera a un estreno porque voy a eso. A volver a estrenar las calles, las tiendas, la vida. Los dos cent¨ªmetros largos de ra¨ªces grises sobre mechas rubias que me arruinan el peinado tienen remedio. Por fin tengo hora en la peluquer¨ªa. Antes, me doy un garbeo por el centro a ver c¨®mo respira el pr¨®jimo.
El casco hist¨®rico de Alcal¨¢ de Henares, aparte de Patrimonio de la Humanidad, es a media ma?ana un bullicio de estudiantes, funcionarios y paseantes haciendo gestiones, mirando escaparates o tom¨¢ndose el cafelito o el aperitivo en las terrazas. Bueno, era. Ahora, con las facultades cerradas, el Ayuntamiento a medio gas y el grueso de bares y tiendas apagados, los transe¨²ntes se reducen, nos reducimos, a un pu?ado de seres fantasmales ¡ªmitad embozados, mitad a pelo¡ª yendo r¨¢pido a alg¨²n sitio y mir¨¢ndonos entre euf¨®ricos por estar sanos y acojonados por dejar de estarlo un segundo antes de huirnos como si abras¨¢ramos al cruzarnos.
He aparcado con la gorra donde antes no hab¨ªa dios que encontrara hueco as¨ª que como, novedad absoluta, voy con tiempo, me fijo en todo. Nada es como antes. Todo es raro, raro, raro. Impresiona el silencio. Ni rastro del mogoll¨®n del tr¨¢fico, ni del guirigay de los cr¨ªos, ni de la m¨²sica del acorde¨®n del anciano caballero mutilado rumano que ped¨ªa varado entre los soportales. Ni rastro tampoco del anciano. Me entran entre sudores y tiritonas de pensar lo que estoy pensando, con el diazo que hace.
Enfilo a la Librer¨ªa de Javier. He quedado con el due?o: Javier Rodr¨ªguez, para que me despache las novelas que le he encargado por tel¨¦fono. Javier, 65 a?os de edad y 37 vendiendo libros y animando el cotarro alcala¨ªno organizando encuentros con la flor y nata de los escritores m¨¢s vendidos, cerr¨® de los primeros. El 11 de marzo, tres d¨ªas antes del estado de alarma, un cliente habitual, m¨¦dico del hospital Pr¨ªncipe de Asturias, le aconsej¨® bajar la persiana porque lo que estaban viendo en Urgencias era horrible y lo que estaba por llegar, terror¨ªfico. Javier le crey¨® y ech¨® el cerrojo.
Desde entonces y hasta el lunes 4 ha estado en casa. Desde all¨ª, requerido por tel¨¦fono y redes, lo ¨²nico que ha vendido han sido varios ejemplares de su primera novela, El efecto Tyndall, que entregaba quedando con los compradores en sitios inveros¨ªmiles, como la cola de Correos o la del s¨²per, y les estuviera pasando estupefacientes. No yerro mucho. El librito, oh carambola, ha sido el medio de evadirse del trabajo de algunos sanitarios del hospital despu¨¦s de que una clienta enfermera lo recomendara en Facebook. Todo eso me cuenta Javier a grito pelado detr¨¢s de su mascarilla mientras me cobra con tarjeta a dos metros de la entrada a su templo vedado al aliento y las yemas del p¨²blico. Ambos hacemos como que todo es normal¨ªsimo y quedamos en vernos pronto. Ninguno osa decir ¡°cuando todo esto pase¡±, por si no pasa, pero, como se jubila a finales de a?o, rezamos para que pueda ser antes.
Mira que tengo trillados los bares de la calle Mayor, pero no hab¨ªa estado en el Panam. Un peque?o restaurante franc¨¦s regentado por Cristian Morales, un chavalote de 36 a?os que se ha tirado la cuarentena sirviendo comida a domicilio, y, desde el lunes, exhibe a la venta un suculento muestrario de sus platos a la puerta del local, en un velador donde tambi¨¦n ofrece caf¨¦ para llevar. Me invita a uno, que sorbo al sol y al raso como quien sorbe el elixir de la vida despu¨¦s de semanas a la sombra en casa, y me cuenta que ha rescatado del ERTE a dos de sus cinco trabajadores, que ha perdido el 80% de sus ingresos pese a que el casero le baj¨® el 50% la renta, y que tiene preparadas cinco mesas para plantar en el empedrado en cuanto le dejen abrir la mitad de su terraza. Hasta entonces, los mi¨¦rcoles y los viernes, prepara 50 platos y 50 caf¨¦s extras y los sube gratis al hospital para alegrarles el d¨ªa a los sanitarios m¨¢s all¨¢ del t¨¢per de casa y el caf¨¦ de m¨¢quina. Mira, no le reservo mesa en la terraza ahora mismo porque qui¨¦n sabe cu¨¢ndo podr¨¢ abrirla, pero le juro que, en cuanto el virus quiera, all¨ª estar¨¦ la primera.
Bueno, lleg¨® mi hora. Susana me espera. Susana Castuera, mi peluquera, due?a del taller Ram¨¦, nos convoc¨® a sus clientas por WhatsApp la misma noche del domingo y nos puso en fila para volver a su templo a recuperar nuestro aspecto humano tras pasar por sus manos. Hiperperfeccionista de car¨¢cter, Susana ha organizado un protocolo de seguridad, que le ha dise?ado un amigo m¨¦dico del Samur, que r¨ªete t¨² de los de la NASA. Enfundada en su bata desechable, embozada en su mascarilla y enguantada con guantes nuevos tras cada servicio, Susana ha recuperado del ERTE a Sara, una de sus dos oficialas, y ambas desprenden eficacia y esperanza maniobrando como astronautas del cepillo y la laca en el ambiente de posguerra marciana que nos rodea.
Eso s¨ª, no hay t¨¦s, ni caf¨¦s, ni revistas de cotilleo ni de las otras, ni posibilidad de ir al servicio a no ser que te orines viva, o lo otro, y asumas que una de las dos profesionales que te atienden tendr¨¢ que ir inmediatamente detr¨¢s de ti a desinfectarlo. Por no haber no hay ni confidencias. Imposible cuchichear con la mascarilla, la distancia y el estruendo de los secadores. Tampoco hay muchas ganas. Pasada la euforia del reencuentro, acaba por imponerse ese ambiente pesado de bomba en el aire que lo domina todo estos d¨ªas en casa y en la calle. Lo que no ha cambiado es mi sangre de horchata, que hace que no me suban las mechas ni con los sofocos de la menopausia. Tres horas y media despu¨¦s, lavada, te?ida, capeada y despeinada a conciencia para lograr estar igual que siempre salgo levitando como si me hubiera quitado 10 a?os y 10 kilos de encima.
As¨ª, venid¨ªsima arriba, voy al ¨²ltimo recado: ir donde Micaela a recoger mi mono negro y blanco. El ¨²ltimo d¨ªa antes del confinamiento, vi el modelazo, lo pill¨¦ al vuelo y lo dej¨¦ en su taller de arreglos a que le metiera medio metro de bajo. Hemos quedado en la puerta porque a¨²n no se atreve a abrir. Del perchero cuelgan, primorosamente planchados y enfundados en pl¨¢stico, decenas de vestidos de invitadas a todas las bodas, bautizos, comuniones y graduaciones que ha suspendido el virus. Me llevo en volandas al hombro mi mono blanco y negro de alivio de luto y me parece el s¨ªmbolo de este tiempo,
Con el estr¨¦s de estrenarlo todo me han dado casi las ocho. Dejo mi bot¨ªn en casa, salgo a aplaudir a mis vecinos m¨¦dicos ¡ªde familia, hemat¨®logo, rehabilitador, intensivista...¡ª que pasaron el virus, unos peor que otros, y ya est¨¢n currando. Enfrente, los sanitarios del Patronato de San Jos¨¦ animan a bailar a sus residentes, un grupo de mayores discapacitados intelectuales que corean cada tarde el Resistir¨¦ como si les fuera la vida en ello. El final del himno coincide con la estampida, perd¨®n, salida al paseo de la tarde-noche por el cercano campus de la Universidad de Alcal¨¢ de Henares. All¨ª, en el hospital Pr¨ªncipe de Asturias, donde han muerto cientos de personas y visto la parca de cerca tantos miles como han recibido ya el alta, estar¨¢ de turno Alba, amiga de mi hija Irene. Albita, de 22 a?os, enfermera reci¨¦n salida del horno, acudi¨® la primera cuando pidieron refuerzos y se ha estrenado en el oficio vi¨¦ndoselas con el peor toro que han tenido que lidiar todas las anteriores promociones juntas. Bendita sea.
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