Nuestro ¨²nico hogar
La esperanza de un futuro habitable exige una transici¨®n hacia el color verde
En la primavera de 2019 viaj¨¦ a Suecia por asuntos de trabajo. Era el momento ¨¢lgido en Espa?a de los chistes inspirados en Greta Thunberg, una r¨¦plica de los que hac¨ªa Donald Trump desde su Twitter. Aunque la determinaci¨®n de esta adolescente resulta impactante, cuando se tiene la oportunidad de conocer el universo en el que se educ¨® no sorprende tanto. Por esos d¨ªas, el t¨¦rmino Flygskam, literalmente, verg¨¹enza de volar, asomaba en alg¨²n momento de las conversaciones de ese pa¨ªs escandinavo, contrapuesto al tagskryt, orgullo de viajar en tren. El propio Gobierno hab¨ªa trasladado el debate a los ciudadanos, convirtiendo el asunto en una cuesti¨®n de ¨¦tica personal. Se ofrec¨ªan p¨¢ginas de opciones alternativas para viajar en tren y algunas compa?¨ªas art¨ªsticas comenzaron a optar por los transportes que redujeran su huella de carbono. La iniciativa cuaj¨® en otros pa¨ªses del norte de Europa. Lentohapea, en Finlandia, Vliegschaamte, en Holanda, Flugscham, en Alemania. Toda una pesadilla para la industria de la aviaci¨®n.
Para una espa?ola siempre resulta sorprendente que el activismo ambiental movilice la sociedad o se sit¨²e en el centro del debate p¨²blico. Detesto ser agorera, pero cuando regres¨¦ de aquel viaje, en una cena de compromiso en la que se hablaba de la situaci¨®n pol¨ªtica, algunos trajimos a cuenta la urgencia de asumir ciertos cambios de comportamiento en los pa¨ªses ricos, donde el consumo se hab¨ªa acelerado exponencialmente y pon¨ªa ya en serio peligro no al planeta, como suele decirse, sino la mera supervivencia de los seres humanos en nuestra casa com¨²n. La manera airada en la que algunos comensales defendieron su sagrada libertad de movimientos me sorprendi¨®. El razonamiento basado en la libertad individual se ha convertido en un lugar com¨²n, inspirado sin duda en el libertarismo americano y asumido por cierta derecha que ha abandonado cualquier viejo principio de protecci¨®n social. La idea fundamental de este feroz individualismo es que uno no puede ver constre?idos sus deseos a favor de un inter¨¦s colectivo. Si un individuo puede coste¨¢rselos, ?qui¨¦n se arroga el derecho a restringirlos, aunque conlleven un ineludible deterioro ambiental? Reconozco que ante el descaro con que algunas personas afirman que solo al dinero le corresponde condicionar nuestros actos respond¨ª irritada que tal vez surgir¨ªan impedimentos de orden superior que decidieran por nosotros y que puede que se nos presentaran mucho antes de lo que nos cab¨ªa imaginar.
Segu¨ªa el recuerdo de esa conversaci¨®n en m¨ª, porque tendemos a fijar en la memoria las discusiones agrias en las que perdimos la paciencia, cuando meses despu¨¦s, en febrero de 2020, pasaba unos d¨ªas en Mil¨¢n mezclando deberes del oficio con paseos. El 21 de febrero se confirmaban 16 casos de coronavirus en Lombard¨ªa y 60 casos un d¨ªa despu¨¦s. A consecuencia de esta multiplicaci¨®n asombrosa, el alcalde de Mil¨¢n tom¨® una decisi¨®n ins¨®lita para una Europa que a¨²n cre¨ªa que el virus era cosa de asi¨¢ticos: anunci¨® el cierre de colegios y centros de trabajo. Los ¨²ltimos paseos transcurrieron por una ciudad despoblada y me sumieron en la extra?eza. Durante los d¨ªas anteriores una corriente considerable de espa?oles se hab¨ªa api?ado alegremente en la plaza del Duomo y sus alrededores comerciales. Hinchas del Valencia, profesionales de la moda, fabricantes de zapatos y restauradores llenaban restaurantes y se nos cruzaban en grupos bullangueros. La tarde del 23 de febrero form¨¢bamos la fila, ya muy inquietos, para subir al avi¨®n de vuelta a Espa?a. Algunos pasajeros llevaban mascarilla, aunque m¨¢s que el miedo al contagio cund¨ªa el temor a que se anulara el vuelo.
Tan acostumbrados como estamos a nuestras rutinas nos cuesta aceptar un cambio dram¨¢tico que las desmorone. Ni la amenaza certera de una guerra mueve a la gente de sus casas. Ese apego forma parte de nuestra naturaleza. Hasta ese 14 de marzo en el que se decret¨® el estado de alarma se sucedieron como si nada ocurriera los encuentros masivos, los amontonamientos en las barras de los bares, la asistencia a partidos, y s¨ª, tambi¨¦n el c¨¦lebre 8 de marzo. La vida sigui¨® tal cual, y si en alg¨²n momento mostrabas tus reticencias a dar un beso en los ¨²ltimos actos p¨²blicos que se convocaron, cosa que en Espa?a es para las mujeres casi una obligaci¨®n, se te miraba como a alguien aprensivo y descort¨¦s.
El mundo cambi¨® de un d¨ªa para otro. De la pura normalidad a la ma?ana en la que comenz¨® el confinamiento. No hubo posibilidad de amoldarse. El paso de un estado a otro fue traum¨¢tico. Aprendimos a desinfectarnos, a mantener las distancias, a guardar colas callejeras para entrar en los supermercados, a reducir nuestras necesidades, o lo que cre¨ªamos que eran necesidades. Nuestra capacidad de movimientos se reduc¨ªa a dar la vuelta a la manzana. Los que ¨¦ramos conscientes de nuestros privilegios, del espacio generoso de un hogar, del trabajo que no faltaba y de las buenas compa?¨ªas ¨ªntimas, trat¨¢bamos de no exhibirlos, porque en este tiempo el aumento de la brecha entre quienes podemos resistir confortablemente y los desamparados provoca v¨¦rtigo. El silencio se hizo notar y los p¨¢jaros volvieron a entonar sus cantos casi tan clamorosamente como los escuch¨¢bamos de ni?os en las plazas de los pueblos. Algunos animalillos salvajes se acercaron a las riberas de los r¨ªos urbanos, curiosos y extra?ados, como reconquistando una antigua posesi¨®n de la que fueron injustamente expulsados. Hab¨ªa quien celebraba esas irrupciones ins¨®litas de lo salvaje en el asfalto y quien se mofaba de lo que consideraban un sentimentalismo contagioso e indeseable.
Atm¨®sferas m¨¢s limpias
Entre todos los negacionismos posibles que se dieron cita a cuenta de la pandemia, hubo uno m¨¢s sofisticado y estrechamente ligado a las reticencias espa?olas al compromiso con el medioambiente: se trataba de negar cualquier relaci¨®n entre la pandemia y la manera en que el hombre ha vulnerado los espacios y las especies hasta favorecer la difusi¨®n de virus para los cuales nuestro sistema inmunol¨®gico no est¨¢ preparado. ?No es rid¨ªculo ¡ªesgrim¨ªan¡ª, habiendo existido la peste o la gripe espa?ola, relacionar el coronavirus con la deforestaci¨®n? Por fortuna, los medios de comunicaci¨®n hicieron visibles a aquellos cient¨ªficos y divulgadores cuyas palabras hab¨ªan sido ignoradas. David Quammen, autor de Contagio, un ensayo de referencia para entender el mecanismo de una pandemia, declaraba a este peri¨®dico: ¡°Los humanos somos responsables de esto: lo que comemos, la ropa que vestimos, los productos electr¨®nicos que poseemos, los hijos que queramos tener, cu¨¢nto viajamos, cu¨¢nta energ¨ªa quemamos. Todas estas decisiones suponen una presi¨®n al mundo natural. Y estas demandas al mundo natural tienden a acercar a nosotros los virus que viven en animales salvajes¡±. No est¨¢ de m¨¢s citar el esfuerzo divulgativo del cient¨ªfico espa?ol Fernando Valladares, que hace tan solo unos d¨ªas escrib¨ªa: ¡°En la lista de lo que nos ha ense?ado la covid-19 no olvidemos las vidas que se salvan con atm¨®sferas m¨¢s limpias. Que no haga falta otra pandemia para mejorar el medio ambiente y nuestra salud, son dos cosas que van de la mano¡±.
La cuesti¨®n es que, cuando est¨¢bamos inmersos en el confinamiento m¨¢s duro, confirmar que las advertencias de los epidemi¨®logos hab¨ªan sido ignoradas y el presupuesto de sus investigaciones esquilmado nos llenaba a muchos de rabia y perplejidad. Se respiraba en esos d¨ªas de forzada reclusi¨®n una especie de voluntad colectiva de mejorar la atm¨®sfera, de cambiar h¨¢bitos, de reducir consumos caprichosos. Exist¨ªa como es l¨®gico el discurso cursi de aquellos que humanizan la naturaleza hasta cargarla de sentimientos de revanchismo o rencor, pero la fantas¨ªa y el romanticismo no empa?aban la conciencia honesta y racional que estaba ligada a la supervivencia. Se nos repiti¨® hasta la saciedad que el impacto del virus ser¨ªa m¨¢s ben¨¦volo que los desastres inmediatos que conlleva el cambio clim¨¢tico y que ya se han hecho presentes, que determinan las migraciones del sur m¨¢s pobre al norte. Pero los estados de ¨¢nimo que favorecen el compromiso se diluyen si no se aprovechan en su momento ¨¢lgido. Fatigados y propensos a la tristeza como nos ha dejado una experiencia tan larga ¡ªel a?o que se les ha robado a los ancianos es tal vez el m¨¢s irrecuperable¡ª , hay una necesidad imperiosa de vuelta a la normalidad. Unos se refieren a la normalidad de antes, la que se mov¨ªa por la l¨®gica del liberalismo econ¨®mico, y otros defendemos un cambio de modelo que acorte la desigualdad y promueva modificaciones en la concepci¨®n de lo que es el progreso.
Catastrofismo est¨¦ril
Como dec¨ªa Naomi Klein hace unos d¨ªas, si la gente se ve desesperada comienza a creer en conspiraciones. Por tanto, es necesaria la acci¨®n y no dejarse acogotar por un catastrofismo est¨¦ril. Si Joe Biden, un pol¨ªtico del establishment del que se esperaba no m¨¢s que un correcta andadura sin grandes decisiones, ha anunciado que para 2030 un tercio de la tierra y del agua de los Estados Unidos quedar¨¢n protegidas, eso quiere decir que las pol¨ªticas concretas importan, que es fundamental vigilar en qu¨¦ se van invertir esos fondos de recuperaci¨®n que nos llegan de Europa, que la esperanza de un futuro habitable exige una transici¨®n hacia el color verde. A pesar de que el proceso de extinci¨®n de la biodiversidad es enorme, el discurso meramente pesimista conduce a la inacci¨®n. Mi amigo Ra¨²l G¨®mez, director de la Fundaci¨®n Transici¨®n Verde, con quien charlo a menudo de estos asuntos, me dice: ¡°Si uno mira los datos no ve salida a la crisis ambiental. Todos los indicadores siguen empeorando. Pero si presentamos esta informaci¨®n sin esperanza, nos lleva a su opuesto, a la desesperanza. Y la desesperanza es, por naturaleza, desmovilizadora. Se necesita un cambio de conciencia, no deprimirnos con la que tenemos ahora mismo encima y concentrar nuestros esfuerzos. Mitigar nuestro impacto y respetar a lo vivo se merece todos los esfuerzos que podamos hacer¡±.
No es cierto que en este a?o la insolidaridad haya crecido. En los barrios humildes se ha reactivado un movimiento vecinal de apoyo a quienes subsisten en el desamparo. Tal vez haya aumentado el cinismo en los c¨ªnicos y el individualismo en los ego¨ªstas, pero eso es un indicativo de que m¨¢s que cambiarnos las experiencias fuertes radicalizan las inclinaciones de nuestro car¨¢cter. Precisar¨ªamos de una clase pol¨ªtica que se centrara en las necesidades urgentes y proyectara para nosotros un futuro m¨¢s ben¨¦volo, pero la impresi¨®n desoladora es que, mientras los ciudadanos hemos hecho un largo viaje, muchos de ellos (no todos) no se han movido del sitio, siguen envolvi¨¦ndonos en debates est¨¦riles que ignoran lo esencial y promueven el enfrentamiento y la ira. Lo m¨¢s sensato que podemos hacer por nosotros y por las generaciones venideras es salir de ese fango, exigir que nos rindan cuentas. Como dice el et¨®logo Carf Safina: ¡°Debemos tener una actitud moral sobre el valor de la vida en el ¨²nico planeta habitado, que es nuestro ¨²nico hogar¡±. Ojal¨¢ que en un a?o hayamos aprendido eso.