Habitar un mundo que no hemos imaginado
El pr¨®ximo jueves 11 de marzo se cumple un a?o del anuncio de la Organizaci¨®n Mundial de la Salud de que la propagaci¨®n del coronavirus constitu¨ªa una pandemia. La escritora Siri Hustvedt, premio Princesa de Asturias de las Letras, reflexiona en este ensayo sobre lo que hemos aprendido desde entonces
Hace casi un a?o que la Organizaci¨®n Mundial de la Salud declar¨® que la r¨¢pida propagaci¨®n del coronavirus constitu¨ªa una pandemia: el 11 de marzo de 2020. Ahora que las vacunas ofrecen la esperanza de que la carnicer¨ªa v¨ªrica llegue a su fin, ?c¨®mo debemos imaginar el futuro, como un regreso al pasado ¡°normal¡± o como algo distinto?
Yo no he perdido a nadie cercano por el virus, siempre he trabajado en casa y tengo una vida que ha cambiado much¨ªsimo menos que la de otras personas; pese a ello, tengo la sensaci¨®n de que el tiempo ha adquirido otro tono, como si viviera en un estado de animaci¨®n en suspenso, igual que un animal en hibernaci¨®n, aunque estoy totalmente consciente y sigo escribiendo a diario. La puntuaci¨®n de la vida, las idas y venidas, las cenas con amigos, las reuniones, las conferencias, los viajes, nuestras Navidades familiares, todo se interrumpi¨® de golpe; y Zoom, al que estoy muy agradecida, no es realmente un sustituto. Sin los indicadores temporales, los d¨ªas y las noches se difuminan y se convierten en un caldo indiferenciado en la mente. Pero, adem¨¢s, hay otra cosa, el sentimiento de que el tejido de la realidad ha sufrido una alteraci¨®n tr¨¢gica, que hace que me sea dif¨ªcil imaginar c¨®mo ser¨¢ todo cuando acabe la pandemia. La fantas¨ªa del futuro se construye a partir de la memoria, y mis recuerdos, de pronto, no parecen estar a la altura de la tarea.
La muerte nos llega a todos, pero la amenaza de la muerte por una plaga mundial e invisible ha dejado al descubierto nuestra vulnerabilidad como especie, nuestra alarmante dependencia de los dem¨¢s para superar cada d¨ªa ¡ªpara obtener comida, agua, calefacci¨®n, medicinas y tantas cosas m¨¢s¡ª y la fragilidad del planeta en un periodo geol¨®gico que hoy se denomina el Antropoceno, en el que los seres humanos se han convertido en el factor m¨¢s determinante en el clima y el medio ambiente. En otras palabras, el futuro est¨¢ en manos de los humanos; y es dif¨ªcil habitar en un mundo que no hemos imaginado.
Creo que debemos recordar esta ¨¦poca como una ¨¦poca de trauma colectivo. En todo el mundo hay un sinn¨²mero de personas que han perdido a sus padres, a sus parejas, a sus hermanos, a sus hijos, a sus amigos, y que no han podido abrazar ni tocar a sus seres queridos cuando estaban muri¨¦ndose. El dolor de esa separaci¨®n forzosa no desaparece. Mi madre falleci¨® en octubre de 2019. Me reconforta enormemente que no falleciera un a?o despu¨¦s. El duelo, que antes ten¨ªa un rostro p¨²blico en Occidente ¡ªreconocible de inmediato en la vestimenta de los deudos¡ª se ha convertido hoy en algo esencialmente personal, como si la pena fuera una verg¨¹enza social o, peor a¨²n, una patolog¨ªa, y tuviera que permanecer oculta hasta que la gente ¡°la supere¡±.
Da la impresi¨®n de que es m¨¢s dif¨ªcil el duelo colectivo por los fallecidos a causa del virus que por los que mueren cuando los agentes de destrucci¨®n son humanos, en guerras o en atentados brutales como los del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Recuerdo los homenajes espont¨¢neos que surgieron entonces por toda la ciudad de Nueva York, la amabilidad entre desconocidos y la compasi¨®n que nos expresaron otros pa¨ªses. Hoy tenemos un conmovedor monumento a la memoria de aquellas v¨ªctimas. Por el contrario, la pandemia de 1918, que mat¨® a 50 millones de personas, se desvaneci¨® de la memoria colectiva y desapareci¨® en una amnesia casi total. La excepci¨®n es un monumento a los fallecidos por la gripe que se erigi¨® en 2017 en Nueva Zelanda, un pa¨ªs en el que 16 personas han muerto por covid-19.
El virus sigue propag¨¢ndose y mutando. Ya es la primera causa de muerte en Estados Unidos, con m¨¢s de medio mill¨®n de fallecidos, cerca de las 675.000 v¨ªctimas de la gripe en 1918. Pero los efectos de la covid-19 en todo el mundo no han sido los mismos. Algunos Gobiernos autoritarios como el de China y el de Singapur han logrado dominar el virus. Controlar a la poblaci¨®n y bombardearla con propaganda puede resultar muy eficaz. Sin embargo, quiz¨¢ hay una raz¨®n m¨¢s profunda: la confianza. Seg¨²n la web Statista, en 2020 el 82% de los chinos confiaban en su Gobierno, un porcentaje inferior al del a?o anterior, seguramente debido a c¨®mo gestionaron las autoridades la pandemia. En Noruega, donde se han hecho pruebas y rastreos de manera generalizada y eficiente y m¨¢s del 60% de la poblaci¨®n cree que se puede confiar en otras personas y en el Gobierno, donde la desigualdad de rentas es muy inferior a la de muchos otros pa¨ªses desarrollados (EEUU, el Reino Unido o Espa?a, por dar tres ejemplos), el virus ha matado a 620 personas, de sus cinco millones y medio de habitantes.
En Estados Unidos, mucho m¨¢s grande y con mucha m¨¢s diversidad, la atenci¨®n sanitaria no es un derecho social. La desigualdad de rentas aumenta sin cesar desde los a?os setenta del siglo pasado, en paralelo con la desconfianza en otras personas y en el Gobierno. La definici¨®n exacta de confianza es controvertida, pero designa unas relaciones entre personas en el marco de un contrato social basado en la repetici¨®n y la costumbre a lo largo del tiempo. Abro el grifo y cuento con que va a salir agua. Conf¨ªo sin reservas en todos los que tienen la responsabilidad de abastecer de agua potable a los habitantes de la ciudad en la que vivo. Si el agua est¨¢ contaminada con plomo, mi predicci¨®n resultar¨¢ err¨®nea y la confianza se rompe. La pandemia ha frustrado las expectativas de mucha gente, no solo en Estados Unidos, y ha alimentado la desconfianza y la indignaci¨®n hacia un poder invisible que llevaba incub¨¢ndose desde hac¨ªa d¨¦cadas.
Piensen en esas personas que han sobrevivido a la enfermedad, pero sufren da?os persistentes en sus ¨®rganos ¡ªpulmones, coraz¨®n, cerebro¡ª o tienen s¨ªntomas misteriosos que no son atribuibles a ninguna causa conocida. Se sabe demasiado poco sobre los efectos a largo plazo del virus para poder predecir lo que les aguarda. Piensen en los que han perdido para siempre el trabajo. Seg¨²n un c¨¢lculo, la covid-19 ha arrastrado a 100 millones de personas a la pobreza extrema, es decir, a una renta de 1,90 d¨®lares al d¨ªa. Estados Unidos cuenta con ocho millones de nuevos pobres. Los casos de lo que los acad¨¦micos llaman ¡°violencia dentro de la pareja¡±, que mayoritariamente (aunque no solo) significa un hombre que pega a su mujer, se han incrementado, igual que las parejas que, despu¨¦s de estar confinadas durante meses, se han dado cuenta de que no se soportan y rompen o piden el divorcio. Sus experiencias anteriores no les hab¨ªan preparado para las vicisitudes de una intimidad constante.
Las mujeres, ya abrumadas por las responsabilidades dom¨¦sticas y parentales adem¨¢s del trabajo remunerado, han visto c¨®mo se hac¨ªa a?icos la delicada maquinaria cotidiana de su vida. Y la soledad, antes interrumpida por las visitas habituales a amigos, la asistencia al teatro y a museos y los contactos er¨®ticos, formales o informales, se ha convertido en una forma de vida impuesta. El aislamiento est¨¢ asociado al debilitamiento del sistema inmunol¨®gico, la inflamaci¨®n cr¨®nica y numerosas enfermedades psiqui¨¢tricas. Piensen en toda la gente que vive sola.
Somos conscientes de hasta d¨®nde llega la crisis, en parte porque vivimos en un mundo de macrodatos. Los expertos en estad¨ªstica no dejan de contar los muertos de la pandemia. Hace muchos a?os que miden abstracciones como la fe y la confianza mediante cuestionarios cuyos resultados someten despu¨¦s a complejos c¨¢lculos matem¨¢ticos. La pandemia ha provocado una explosi¨®n del n¨²mero de tablas y gr¨¢ficos que representan lo que hemos perdido. La epidemiolog¨ªa consiste en datos. El epidemi¨®logo no suele ver de cerca el rostro de un paciente. Necesitamos epidemi¨®logos, sobre todo en plena pandemia, para que analicen los datos y sugieran formas de acabar con el virus. Pero no debemos olvidar que las cifras no expresan el duelo, ni que todos esos gr¨¢ficos desconcertantes ¡ªcon sus picos, sus mesetas y sus depresiones¡ª pueden alejarnos del sufrimiento humano que representan. Son, en realidad, propios de una cultura que esconde las realidades de la muerte.
Nuestra fe en los datos tambi¨¦n puede ir acompa?ada de la ilusi¨®n de que tenemos el control. Conocer los hechos nos reconforta, incluso cuando ese conocimiento no implica dar con la soluci¨®n. Hay que recopilar datos. Por ejemplo, hay muchos pa¨ªses en los que no se conocen los datos relativos a la confianza. Los datos nunca est¨¢n completos y pueden ser err¨®neos, pero eso no quiere decir que tengamos que dejar de reunirlos, sino que la estad¨ªstica debe ocupar un lugar en el mundo que es distinto al de la fe ciega. No estoy segura de fiarme de los datos de China sobre la confianza. ?No habr¨¢ alg¨²n incentivo para mentir al responder a preguntas en un Estado autoritario? Lo que es innegable es que presentar estad¨ªsticas sobre los seres humanos, por muy bien elaboradas que est¨¦n, es insuficiente cuando el pasado no nos dice cu¨¢l va a ser el futuro. Se necesitan como sea formas de sustento colectivo. En todo el mundo, la gente sali¨® al balc¨®n o a la puerta de la calle, golpe¨® sartenes y cacerolas y vitore¨® a los profesionales sanitarios. Y esa manifestaci¨®n de gratitud fue tambi¨¦n una manera de romper nuestro aislamiento forzoso, expresar la solidaridad colectiva y reconocer lo mucho que necesitamos a los dem¨¢s en nuestra vida. No solo a los conocidos, sino a los desconocidos.
Se ha intensificado la p¨¦rdida de fe en el Gobierno, en los conocimientos especializados, en la ciencia y en los intelectuales en general. El miedo a las vacunas es prueba de la desconfianza respecto a las autoridades m¨¦dicas, a veces por s¨®lidos motivos hist¨®ricos (la esterilizaci¨®n forzosa de grupos vulnerables en numerosos pa¨ªses, por ejemplo). Pero las vacunas contra enfermedades infecciosas no pueden proteger a la poblaci¨®n si hay mucha gente que las rechaza. Los motivos para pon¨¦rselas tienen que ser colectivos y personales. Cuando nuestras expectativas de futuro basadas en el pasado ya no se sostienen, florecen teor¨ªas de la conspiraci¨®n descabelladas. Un ejemplo reciente: que al administrarnos la vacuna nos est¨¢n inyectando microchips de rastreo en el brazo. Quiz¨¢ sea m¨¢s f¨¢cil creer en una camarilla de ¨¦lites perversas que controlan en secreto a millones de personas mediante la tecnolog¨ªa que en un virus invisible que invade el organismo sin necesidad de agujas. A menudo, son teor¨ªas apocal¨ªpticas. El bien y el mal se enfrentan en una batalla definitiva. No hay futuro porque el aparatoso final est¨¢ pr¨®ximo.
El hecho de que estas teor¨ªas prosperen especialmente en pa¨ªses en los que el poder de la comunidad, las instituciones y los sindicatos sufre una erosi¨®n constante desde hace a?os deber¨ªa decirnos algo sobre las necesidades humanas. Unirse al ej¨¦rcito de ¨¢ngeles proporciona un fuerte sentimiento de grupo en una sociedad fragmentada. Decir a las personas que est¨¢n atrapadas en estas fantas¨ªas que tienen que mirar un gr¨¢fico epidemiol¨®gico y creer a los cient¨ªficos no va a remediar lo que les aqueja.
Se extienden los incendios. Se derriten los hielos. Suben las aguas. La p¨¦rdida sin precedentes de biodiversidad debido a la torpe obsesi¨®n de la humanidad por obtener cada vez m¨¢s beneficios, sin tener en cuenta las consecuencias, ha aumentado el peligro de enfermedades infecciosas zoon¨®ticas. El mundo es aterrador y es f¨¢cil rendirse a la desesperanza, sentirnos abrumados por los datos, sucumbir al letargo y a una sensaci¨®n alterada del tiempo, pero esa tambi¨¦n es una forma de pensamiento apocal¨ªptico y hace personal una crisis que es de todos los que habitamos en el planeta. No olvidemos a los muertos, no olvidemos nuestros fracasos ni nuestros ¨¦xitos durante la pandemia, porque nos ayudar¨¢n a imaginar un futuro y a actuar juntos para crearlo.
Siri Hustvedt (Minnesota, 1955) es escritora, ensayista y poeta, premio Princesa de Asturias de las Letras 2019. Su ¨²ltimo libro es ¡®Los espejismos de la certeza¡¯, premio Europeo de Ensayo Charles Veillon (Seix Barral), que se publica el 10 de marzo.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.