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?teignez l¡¯inf?me! Por una secularizaci¨®n digital

¡®TintaLibre¡¯ reproduce las reflexiones de Bernat Castany donde anima a la ciudadan¨ªa a cuestionar las pr¨¢cticas comunes y a tomar consciencia de sus acciones, especialmente en relaci¨®n con el uso de la tecnolog¨ªa m¨®vil

Adiccion telefonos moviles
Dos mujeres consultan su tel¨¦fono m¨®vil, en una imagen de archivo.Europa Press News (Europa Press via Getty Images)

Este art¨ªculo forma parte de la revista ¡®TintaLibre¡¯ de octubre. Los lectores que deseen suscribirse a EL PA?S conjuntamente con ¡®TintaLibre¡¯ pueden hacerlo a trav¨¦s de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135).

Hostias para los ojos. El arquitecto Frank Lloyd Wright dijo, a mediados del siglo pasado, que la televisi¨®n era el chicle de los ojos. Visto lo no visto, si hoy viviera, dir¨ªa (probablemente en un tuit) que los m¨®viles son los polvos Peta Zeta de los ojos, si no las calcoman¨ªas de LSD, que, seg¨²n la rumorolog¨ªa de los ochenta, se regalaban en la puerta de los colegios. Pues, para m¨ª, y con perd¨®n, los m¨®viles son las hostias de los ojos, porque gracias a ellos participamos, o creemos participar, del cuerpo m¨ªstico de una sociedad que voy a resignarme a llamar ¡°tardocapitalista¡±.

Sin duda, el m¨®vil no es m¨¢s que un instrumento, neutro en s¨ª mismo, cuyo significado ¨²ltimo depende del uso que hagamos de ¨¦l. Igual que el cuchillo puede servir tanto para untar una rebanada como para rebanarle a alguien el cuello, el m¨®vil puede ser utilizado para casi cualquier cosa. El problema, quiz¨¢s, no es que lo usemos mal, as¨ª en general, por culpa de lo que Isaiah Berlin llam¨® ¡°el fuste torcido de la humanidad¡±, sino que est¨¢ mal fabricado (por inter¨¦s o por ignorancia), como si fuese un cuchillo sin mango, que no pudi¨¦semos utilizar sin cortarnos. Por eso deber¨ªamos desplazar el foco de nuestra atenci¨®n desde el uso que nosotros hacemos del m¨®vil al modo en que ¨¦ste armoniza o cumple con los intereses, no s¨®lo de unas cuantas empresas, en particular, sino de la cultura tardocapitalista, en general, que se ha vuelto tan envolvente y penetrante como ninguna religi¨®n so?¨® jam¨¢s.

Quiz¨¢s a muchos les suene exagerado hablar de ¡°religi¨®n capitalista¡±. Pero, dejando a un lado a Marx, que no dud¨® en caracterizar el capitalismo con una met¨¢fora religiosa cuando habl¨®, en El Capital, del fetichismo de la mercanc¨ªa, y a Max Weber, que lo present¨® en t¨¦rminos de culpa y de deuda, en La ¨¦tica protestante y el esp¨ªritu del capitalismo, quien mejor expres¨® el car¨¢cter religioso del capitalismo fue la mism¨¦rrima Margaret Thatcher, cuando afirm¨®, en 1981, que: ¡°La econom¨ªa es el m¨¦todo; el objetivo es cambiar el coraz¨®n y el alma.¡± Y pudo decirlo porque, tras la derrota del fascismo y el inminente colapso del bloque sovi¨¦tico, el capitalismo estaba en condiciones de erigirse en la nueva fe mundial, o ¡°cat¨®lica¡±, que en griego significa ¡°universal¡±. Otra cosa es que, aprovechando la deriva tan¨¢tica del neoliberalismo, sus antiguos rivales nacionalistas, fascistas y religiosos no hayan dudado en contraatacar. Se nos disputan los cuervos.

La teolog¨ªa capitalista es simple: todos debemos esforzarnos por expiar el pecado original de nuestra naturaleza deficitaria, marcada b¨¢sicamente por el hecho de que no trabajamos m¨¢s que cuarenta a?os de ochenta, once meses de doce, cinco d¨ªas de siete, ocho horas de veinticuatro. Eso cuando no nos enfermamos, estamos en paro o jugamos al buscaminas. Vamos, que la vida es un desperdicio. De ah¨ª que, tras su apariencia materialista, el capitalismo abomine de nuestro cuerpo, que considera pecaminoso, por su tendencia a descansar, a enfermar, a envejecer o, simplemente, a vivir. De ah¨ª tambi¨¦n que, tras su apariencia hedonista, el capitalismo constituya una ¨¦tica, m¨¢s bien una asc¨¦tica, mortificadora, que nos insta a dormir menos, a curarnos antes, a sacrificar la familia, a gestionar nuestra marca personal durante nuestro tiempo de ocio¡­ Lo cual constituye una especie de nihilismo economicista, que fantasea con matar al perro de la vida, para acabar con la rabia de su naturaleza deficitaria.

Pues es este sistema teol¨®gico-pol¨ªtico, como dir¨ªa Spinoza, el que ha conformado, a su imagen y semejanza, esa navaja suiza sin mango que es el m¨®vil, con el objetivo de que, cada vez que lo utilicemos, nos cortemos, a la mayor gloria de la econom¨ªa. Y es que, en lo que respecta al conocimiento, el m¨®vil se nos revela como una Biblia, en la que se halla cifrado todo el ¡°conocimiento¡± del mundo; en lo que respecta a nuestra concepci¨®n del mundo, el m¨®vil es una vidriera, en la que no vemos el paisaje de lo real, sino el para¨ªso de lo ideal con el que nos tientan, y que nos lleva a odiar, por contraste, nuestra vida imperfecta, pero real; en lo que respecta a la ¨¦tica, el m¨®vil parece un santoral, en el que se nos muestran las vidas ejemplares de emprendedores ungidos y trabajadores abnegados, a los que sentimos que debemos imitar; y, en lo que respecta a la pol¨ªtica, el altar sobre el que comulgamos con el cuerpo m¨ªstico de una sociedad concebida como una gran empresa, cuyo ¨²nico objetivo es producir y consumir. Biblia, vidriera, santoral y altar. Qui¨¦n nos iba a decir que somos la sociedad m¨¢s religiosa de la historia, y que necesitamos una verdadera secularizaci¨®n digital. Pero vayamos por partes.

Cabalismo digital. El m¨®vil es la Biblia del capitalismo, porque es nuestra principal v¨ªa de acceso a lo que ¨¦ste hace pasar por ¡°la verdad¡±. Pues, como la avalancha de informaci¨®n que nos ofrece el m¨®vil no ha hecho m¨¢s que sutilizar nuestra ignorancia, los sacerdotes de la iglesia capitalista, y el esp¨ªritu santo de su algoritmo, han logrado llenar, en el r¨ªo revuelto de la confusi¨®n, las redes de su propia ortodoxia. Por eso todos nos paseamos con ¨¦l en la mano, y lo consultamos a cada instante, como si fu¨¦semos sacerdotes, seminaristas o beatas. Como dijo Shakespeare, hasta el demonio puede citar las Escrituras a su favor.

Pero el papa-m¨®vil, nunca mejor dicho, no s¨®lo nos impone su credo, en particular, sino que empobrece nuestros modos de conocimiento, en general. Pues una cosa es robarle un pez a un hombre, y otra mucho m¨¢s efectiva rajarle todas sus redes. Para empezar, nuestra inmersi¨®n en las pantallas est¨¢ suponiendo un empobrecimiento de nuestro mundo perceptivo. Pues, a pesar de su nombre, el mundo digital es exclusivamente audiovisual, ya que, en ¨¦l, no se toca, no se huele, y no se degusta nada. Lo cual implica que, durante unos a?os fundamentales para su desarrollo cognitivo, la mayor parte de los ni?os pasan la mayor parte del tiempo inmersos en un mundo en el que no usan m¨¢s que dos de sus cinco sentidos. Es cierto que, en otras ¨¦pocas, las masas s¨®lo com¨ªan casta?as, ol¨ªan excrementos y ten¨ªan las manos encallecidas. Pero eso s¨®lo demuestra que el poder, como la energ¨ªa, no desaparece, sino que se transforma. La buena noticia es que el contrapoder tambi¨¦n lo hace, aunque a veces le cueste ponerse a ello.

Pero las pantallas no s¨®lo empobrecen nuestros sentidos, sino tambi¨¦n nuestra raz¨®n. Primero, porque exasperan la atm¨®sfera emocional. No hay noticia, argumento o idea que no nos llegue acompa?ada de m¨²sica ¨¦pica, im¨¢genes excitantes, tropos incendiarios o falacias enga?osas. Y con una velocidad siempre creciente, ya que el capitalismo busca incrementar nuestro ritmo de vida, no s¨®lo para que produzcamos y consumamos m¨¢s, sino tambi¨¦n para que no tengamos tiempo de ver c¨®mo dilapidamos nuestras vidas. ¡°?Que nos las quitan de las manos!¡± Dec¨ªa Thoreau que, cuando se patina sobre hielo fino, s¨®lo la velocidad podr¨¢ salvarnos. La cuesti¨®n ¡ªthe question¡ª es que, en este caso, el ¨²nico que se salva es el sistema capitalista, forz¨¢ndonos a patinar a toda velocidad, sin permitirnos pensar lento, como recomendaba Kahneman. De hecho, la lectura en diagonal es el m¨¦todo principal de la ex¨¦gesis capitalista. (T¨² que me lees, ?est¨¢s seguro de no haberte saltado estas l¨ªneas?)

El m¨®vil tambi¨¦n ha supuesto un empobrecimiento de nuestro universo conceptual y simb¨®lico. No se trata de lamentar que las pantallas hayan tra¨ªdo la decadencia de uno de los g¨¦neros literarios m¨¢s le¨ªdos del siglo XX, como es la lista de ingredientes del champ¨², que todos repas¨¢bamos cuando ¨ªbamos al ba?o, y del que quiz¨¢s podamos prescindir, sino de que hayan rarificado la pr¨¢ctica de la carta, del diario, de la nota, del grafiti, del avi¨®n de papel, de la cartela, del ¨¢lbum de fotos¡­ Sin duda, el m¨®vil sigue cumpliendo con todas esas funciones. Y leemos, o deletreamos, m¨¢s que nunca. El problema reside, quiz¨¢s, en que nuestro universo simb¨®lico se ha vuelto menos plural: primero, porque buena parte de nuestra vida simb¨®lica ya no proviene de m¨²ltiples canales ¡°anal¨®gicos¡±, como la observaci¨®n, la conversaci¨®n, la lectura o la interacci¨®n social, sino de un solo canal digital, m¨¢s f¨¢cilmente controlable; y, segundo, porque debajo de la aparente diversidad simb¨®lica que se halla en la red, lo que tenemos, en la mayor parte de los casos, es una aplastante monoton¨ªa, resultado, en buena medida, de las burbujas cognitivas que nos infligen los algoritmos, cuyo principal objetivo no es mostrarnos la realidad, sino captar nuestra atenci¨®n el m¨¢ximo tiempo posible.

Por si esto no fuese suficiente, el nuevo r¨¦gimen audiovisual, que hoy se despliega en el m¨®vil, no s¨®lo erosiona nuestro siempre limitado sistema cognoscitivo, sino que excita hasta el paroxismo nuestras pulsiones dogm¨¢ticas. Y no s¨®lo porque la enorme cantidad de informaci¨®n que nos ofrece alimente nuestros delirios de omnisciencia (que olvidan que una cosa es informaci¨®n, otra conocimiento, y otra a¨²n m¨¢s diferente, sabidur¨ªa), sino porque el exceso, la fragmentariedad y la precariedad de las fuentes de informaci¨®n, junto con la instauraci¨®n de un estilo cognoscitivo ¡°posmoderno¡±, que ha muerto por sobredosis de ant¨ªdoto cr¨ªtico, ha provocado una reacci¨®n dogm¨¢tica, que nos ha llevado a enrocarnos en unas pocas fantas¨ªas compensatorias, que han llenado el mundo de cu?ados, de profetas, de conspiranoicos y de fan¨¢ticos.

Vidrio y plomo. Pero el m¨®vil no es s¨®lo una Biblia, que nos impone el credo capitalista, erosiona nuestro conocimiento y excita nuestro dogmatismo, sino tambi¨¦n una vidriera, cuyos cristales tintados nos impiden ¡ªo nos ahorran¡ª ver el reino de este mundo, a la vez que nos muestran un m¨¢s all¨¢ idealizado, encarnado en todos esos cuerpos, casas, viajes y vidas que se deslizan ante nuestros ojos y que han de llevarnos a sentir odio, asco, miedo o verg¨¹enza respecto de la realidad real (sic), en lugar de considerarla maravillosamente imperfecta, impura y cambiante, por la sencilla raz¨®n de que la cabeza de un rat¨®n anal¨®gico vale infinitamente m¨¢s que la cola de un le¨®n digital. Las vidrieras corredizas de las redes sociales buscan convencernos de que este mundo es un lugar despreciable, esto es, poco rentable, del que debemos desentendernos, para salvarnos en la otra vida, la del ¨¦xito eternamente postergado. Todo lo cual nos lleva a odiar nuestra propia vida, y a despreciar el mundo en el que ¨¦sta se despliega, que, bajo otro prisma podr¨ªa llegar a parecernos fascinante, si no al menos satisfactorio. De ah¨ª que prefiramos estar en el mundo digital, alimentando, sin saberlo, nuestra insatisfacci¨®n. Que es lo que Nietzsche hubiese llamado ¡°nihilismo digital¡±.

Pero el embotamiento perceptivo, racional y simb¨®lico que nos provocan las pantallas no supone s¨®lo un problema cognoscitivo, sino tambi¨¦n ontol¨®gico, en tanto que disminuye nuestra capacidad para abrirnos al mundo. Porque si no estamos acostumbrados a oler, a saborear y a tocar la variedad de olores, sabores y texturas, agradables y desagradables, que caracterizan la realidad, ¨¦sta nos producir¨¢ extra?eza, asco o miedo. Lo cual nos llevar¨¢ a encerrarnos todav¨ªa m¨¢s en el mundo digital, tan liso y tan controlable. Este bucle ¡°ontof¨®bico¡±, como dir¨ªa Ortega y Gasset, nos ha hecho al¨¦rgicos o intolerantes a la otredad, esto es, a la realidad, que ya no soportamos, a menos que se halle filtrada a trav¨¦s de nuestros algoritmos, digitales (¡°me gusta¡±, ¡°no me gusta¡±), que no tardan en convertirse en los algoritmos anal¨®gicos del nacionalismo, el racismo, el machismo y el clasismo (¡°t¨² s¨ª¡±, ¡°t¨² no¡±).

De hecho, hacer de forma compulsiva fotograf¨ªas, v¨ªdeos, comentarios, capturas y descargas constituye una fantas¨ªa de control. En el inicio de Los Fabelman, de Spielberg, un ni?o, traumatizado por haber visto en el cine un accidente de tren, necesita recrearlo y grabarlo en miniatura, para poder verlo una y otra vez, porque la repetici¨®n de esa escena y la seguridad de que puede interrumpirla cuando ¨¦l quiera le ayudan a controlar la ansiedad que le produce. Pues esa misma sensaci¨®n de desrealizaci¨®n, distancia y control es la que nos ofrece el m¨®vil respecto de la pluralidad, contingencia, mutabilidad e imperfecci¨®n del mundo. Qu¨¦ consuelo decir, con Her¨¢clito: ¡°Nada es, todo es m¨®vil¡­¡±

La leyenda ¨¢urea. En lo que respecta a la ¨¦tica, el m¨®vil parece un santoral, en el que se despliegan, incesantemente, la vida y milagros de los santos y los m¨¢rtires de la religi¨®n tardocapitalista. Millonarios tocados por la gracia del ¨¦xito, influencers inspirados, trabajadores abnegados, fracasados impenitentes¡­ Todo lo cual no hace m¨¢s que aumentar nuestros sentimientos de miedo, ansiedad, envidia, culpa o verg¨¹enza, que son las pasiones tristes con las que el poder reduce nuestra potencia, y aumenta la suya. Hemos pasado del ascetismo de la Imitatione Christi de Thomas Kempis, al consumismo falsamente hedonista de la ¡°imitatione Christie¡¯s¡±, que nos lleva a realizar todos los sacrificios econ¨®micos, diet¨¦ticos, laborales, familiares y sociales, para imbuirnos de la lujosa aura de redenci¨®n que acompa?a a los santos digitales. Y, del mismo modo que en otras ¨¦pocas hab¨ªa predicadores, bulderos, milagreros y dem¨¢s fauna eclesi¨¢stica, hoy hay expertos, dietistas, consejeros y gur¨²s, que, aunque s¨®lo buscan su provecho, no dejan de sobrecalentar la atm¨®sfera religiosa que impregna nuestras vidas. Qu¨¦ pocas cosas han cambiado, en el fondo, desde que Amado Nervo dijese aquello de:

?Oh Kempis,?Kempis,?asceta yermo,

p¨¢lido asceta, qu¨¦ mal me hiciste!

?Ha muchos a?os que estoy enfermo,

y es por el libro que t¨² escribiste!

Una atm¨®sfera que nos dice que nuestra vida en el valle de l¨¢grimas de la realidad no es m¨¢s que un medio para salvarnos en ese m¨¢s all¨¢ que el m¨®vil nos muestra insistentemente. Todo lo cual amenaza el antropocentrismo humanista (que ser¨ªa mejor llamar ¡°antropotelismo¡±, de telos, que en griego significa ¡®fin¡¯ u ¡®objetivo¡¯, porque no afirma que el ser humano sea el centro del cosmos, sino que la vida debe ser el fin de todos nuestros esfuerzos, y no un medio para alcanzar un fin que lo trascienda, ni religioso, ni nacional, ni econ¨®mico). Porque lo que el nuevo r¨¦gimen digital nos ha ense?ado a creer es que nuestra vida deficitaria s¨®lo puede redimirse siendo crucificada en el tripalium del trabajo. El capitalismo no es un humanismo. Qu¨¦ de Sartre.

Por otra parte, el m¨®vil es una especie de escopeta de feria, gracias a la cual el capitalismo ha logrado torcer (todav¨ªa m¨¢s) el ca?¨®n de nuestro deseo, con el objetivo de ponernos a trabajar a su servicio. Sin duda, el ser humano siempre ha equivocado sus deseos, como bien analiz¨® y combati¨® el mismo Epicuro. Pero, gracias a los m¨®viles, el tardocapitalismo no s¨®lo ha logrado desviarlo con mayor punter¨ªa, valga la paradoja, sino tambi¨¦n volverlo extremadamente adictivo. Podr¨ªamos decir que sarna con gusto no pica.

El problema (para nosotros, claro) es que ninguna adicci¨®n genera un verdadero placer, porque, con el tiempo, las zonas de recompensa de nuestro cerebro se reducen, mientras que las de castigo, se ampl¨ªan. Lo cual nos lleva a consumir, no ya porque sintamos el placer del consumo, sino porque no queremos sentir el displacer de la abstinencia. De ah¨ª la ¡°hedonia depresiva¡± de la que habla Mark Fisher, en Realismo capitalista, y que define como la b¨²squeda compulsiva de un placer, que nunca llega a colmarnos, y que ¨¦l mismo compara con el impulso insaciable de revisar los mensajes del m¨®vil. Porque si no hay mensajes, te sientes decepcionado. Y si los hay, tambi¨¦n. Aunque en ambos casos sigues comprobando si hay nuevos mensajes. Vivir es buscar excusas para volver a mirar el m¨®vil.

Cidade de Deus. Finalmente, el m¨®vil es el altar sobre el que comulgamos con el cuerpo m¨ªstico de la sociedad tardocapitalista. Ante ¨¦l desaparece la comunidad real, diversa, mezclada, cambiante, y, sobre todo, deficitaria, para aparec¨¦rsenos como un coro ang¨¦lico de productores y consumidores, dividido en peque?os grupos de inter¨¦s enfrentados entre s¨ª, reunidos bajo la l¨®gica de la mera competici¨®n de reivindicaciones, victimismos e influencias, sin ning¨²n tipo de valores, acciones o discursos comunes. As¨ª, mientras competimos entre nosotros, el capitalismo nos devora uno a uno. Es el lobby feroz.

Adem¨¢s, el mundo digital alimenta el monismo ontol¨®gico, para el cual la realidad coincide exactamente con la posibilidad, de modo que no existe ninguna alternativa a c¨®mo son, o se organizan, las cosas. Hay millones de im¨¢genes, pero un solo mundo posible. La alternativa, el m¨¢s all¨¢, s¨®lo existe a nivel individual, en ese para¨ªso largamente fiado de los triunfadores y los millonarios. Para el individuo there¡¯s no limits, just do it, think big, y c¨®mete el mundo. Para la colectividad, ajo y agua. Todo lo cual alimenta el fatalismo a nivel pol¨ªtico y el culpabilismo a nivel personal. ?Para qu¨¦ quieres un sindicato si todo lo que necesitas es un coach? La banca siempre gana.

El m¨®vil tambi¨¦n moviliza los dos sentimientos religiosos, y por lo tanto apol¨ªticos, por excelencia, como son el miedo y la esperanza, a los que Teognis llam¨® ¡°poderosos daimones¡±. De un lado, los algoritmos saben que el miedo nos mantiene atrapados, ya sea por una curiosidad m¨®rbida, ya sea porque la sensaci¨®n de ¡°investigar¡± sobre el peligro de marras constituye una fantas¨ªa compensatoria de control. De ah¨ª que en las irisadas paredes de nuestra burbuja cognitiva, no s¨®lo se refleje el rostro de Narciso, sino tambi¨¦n el de Medusa. Y que las redes sociales sean, a la vez, el speaker¡¯s corner del milenarismo actual, y un paseo dantesco por los c¨ªrculos infernales del paro, la precariedad, la marginaci¨®n y la soledad. Un miedo frente al cual el m¨®vil funge como crucifijo. Y no s¨®lo porque nos transmita una cierta sensaci¨®n de seguridad, como se?ala Byung Chul-Han, al notar que hay gente que, en el dentista, necesita tener el m¨®vil en la mano, para calmar su ansiedad, sino tambi¨¦n porque nos sirve para espantar los fantasmas de la realidad. Cada vez que miramos el m¨®vil decimos vade retro.

Pero el m¨®vil tambi¨¦n es la caja de Pandora de la esperanza, que se traduce en los numerosos rituales lud¨®patas que ritman nuestro d¨ªa a d¨ªa: el scroll infinito, el refresh del correo, el doblechequeo del wasap, la campanita azul del Twitter, el match de Tinder, los premios aleatorios de los juegos¡­ Son movimientos compensatorios que relajan brevemente nuestra ansiedad, nuestra obsesi¨®n, nuestro miedo. As¨ª se nos pasa la vida, rascando la bonoloto del refresh, d¨¢ndole a la tragaperras del scroll, comprobando si nos toc¨® el n¨²mero ganador del wasap feliz... Somos bonolot¨®fagos¡­ Pero tambi¨¦n rezadores, porque cada una de esas aplicaciones es como un peque?o altar ante el cual no dejamos de orar moviendo las cuentas de esa especie de rosario digital en el que se ha convertido el m¨®vil.

Finalmente, el sufrimiento que este sistema genera, provoca todo tipo de herej¨ªas y fanatismos. De momento, la extrema derecha se est¨¢ especializando en la gesti¨®n digital de un miedo y una rabia, que ella misma se encarga de intensificar; y la izquierda woke, en la indignaci¨®n, la intransigencia, el puritanismo y la agelastia. Las redes sociales son, hoy, la alternancia entre las hogueras de le?a de la Inquisici¨®n y las hogueras de las vanidades de Savonarola. Pero no tenemos por qu¨¦ elegir. Porque una herej¨ªa no es m¨¢s que una religi¨®n esperando turno. Y lo que nosotros necesitamos es secularizar la sociedad, para que la vida individual y colectiva vuelva a ser el fin de todas nuestras acciones y deje de ser el carb¨®n o el petr¨®leo que quemar en el motor de un sistema socioecon¨®mico inhumano y nihilista, para el que la vida es a la vez un medio y un obst¨¢culo.

?Qu¨¦ hacer? Como suele pasar, se me ha ido el tiempo en el diagn¨®stico, y ahora apenas me queda espacio para el tratamiento. Mea culpa. Dir¨¦ s¨®lo dos cosas. Primero, la nueva ilustraci¨®n digital debe saber que el nuevo avatar del inf?me ya no pesca hombres desde los p¨²lpitos de las iglesias, sino desde la red de las pantallas. Y que ¨¦stas usan las mismas t¨¦cnicas de lavado de cerebro que las sectas, puesto que repiten mantras, infligen adicciones, imponen rituales, interrumpen el sue?o, a¨ªslan al individuo, prometen la salvaci¨®n y nos sumen en una melaza de miedo y esperanza en la que no podemos hacer m¨¢s que chapotear mientras nos hundimos. Necesitamos, pues, una desprogramaci¨®n, en todos los sentidos de la palabra.

Al mismo tiempo, la secularizaci¨®n digital de nuestras vidas no puede limitarse a apu?alar hostias, como aseguraba la Inquisici¨®n que hac¨ªan las brujas, esto es, a obsesionarse con los m¨®viles, sino que debe ir a la ra¨ªz del problema, enfrent¨¢ndose a los mandamientos, desaprendiendo los rituales y desatendiendo a los sacerdotes de esta nueva religi¨®n. Porque, sin una redefinici¨®n profunda de nuestros modos de conocer, de ser, de vivir y de convivir, a lo m¨¢ximo que llegaremos ser¨¢ a que, al despertarnos por la ma?ana, vayamos a orinar al v¨¢ter antes de ponernos a orar ante el m¨®vil. Lo cual es excusado.

Necesitamos, pues, refutar sus dogmas; desobedecer sus mandamientos; desacreditar a sus predicadores; retrasar el bautizo digital de los ni?os; expropiar sus iglesias; no participar en las procesiones digitales, en las que no exponemos tanto nuestras opiniones particulares como la creencia general en un sistema infeliz; no dejar que el m¨®vil oficie todos los sacramentos de la vida capitalista, como son las comidas, los viajes, las compras o las tareas laborales; no confesarnos en las redes; no rezar el rosario por las calles¡­

Pero, tal y como nos ense?¨® Spinoza, no se puede vencer a una pasi¨®n triste m¨¢s que sustituy¨¦ndola por una pasi¨®n alegre. No se trata, pues, de instituir un ascetismo sustitutorio, sino de volver a poner la vida en el centro, sin aceptar que exista nada que la trascienda; en este caso, nada econ¨®mico (aunque no es imposible que vuelvan tiempos en los que tengamos que impedir que la vida vuelva a ser sacrificada ante los altares de la naci¨®n, la religi¨®n o el partido). Como dir¨ªa Lenin: ?qu¨¦ hacer?

Podemos aprender a relacionarnos de otro modo con el conocimiento. Inform¨¢ndonos menos y mejor, diversificando nuestras fuentes, aprendiendo a gozar de la ambig¨¹edad, estableciendo una vivencia m¨¢s l¨²dica con la verdad, acostumbr¨¢ndonos a la multiplicidad de perspectivas, recuperando, quiz¨¢s, la charla de sobremesa, la lectura detenida o la conversaci¨®n casual.

Podemos tambi¨¦n pasar m¨¢s tiempo en la realidad, tratando de ampliar nuestra superficie de contacto con el mundo, paseando por lugares desconocidos, hablando con gente inesperada, oliendo o degustando olores o sabores desacostumbrados, mitridiz¨¢ndonos, en lugar de martiriz¨¢ndonos, con el car¨¢cter mezclado, imperfecto y cambiante del mundo y, sobre todo, resistirnos a los cantos de sirenas (de polic¨ªa) del nihilismo digital, que ya ha aprendido a articularse con los dem¨¢s nihilismos anteriores.

Podemos, asimismo, reaprender a poner la vida en el centro, oblig¨¢ndonos a trabajar para vivir, y no a vivir para trabajar, lo cual incluye tambi¨¦n liberar el ocio, que ha acabado convirti¨¦ndose en una forma de consumo y de autopromoci¨®n, que busca expiar su car¨¢cter improductivo. Y tambi¨¦n luchar contra las adicciones digitales que han profundizado nuestra sumisi¨®n, recordando, con Mark Twain, que uno no se libra de un h¨¢bito tir¨¢ndolo por la ventana, sino haci¨¦ndolo bajar por las escaleras, pelda?o a pelda?o.

Podemos, en fin, generar un nuevo marco legal que promueva un uso m¨¢s humano y democr¨¢tico de los m¨®viles. Que les ponga, b¨¢sicamente, un mango, para que no nos cortemos siempre que los usamos, de modo que podamos usarlos para cortar las ignorancias y las compulsiones que nos esclavizan. Pues igual que la ilustraci¨®n se propuso convertir las iglesias en bibliotecas y en museos, nosotros podemos proponernos convertir los m¨®viles en instrumentos de emancipaci¨®n. Para lo cual necesitamos una nueva secularizaci¨®n digital.

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