La ilusi¨®n de una vida sin Internet
El derecho a desconectar solo funcionar¨¢ para unos privilegiados. Es necesaria una reforma m¨¢s profunda para civilizar el capitalismo digital
La carrera mundial para controlar y civilizar el capitalismo digital est¨¢ en marcha. En Francia, el 1 de enero entr¨® en vigor el llamado ¡°derecho a desconectar¡±, que exige a las empresas de m¨¢s de 50 empleados que negocien expl¨ªcitamente el trabajo y la disponibilidad de sus asalariados terminada la jornada laboral. En 2016, los diputados del Parlamento de Corea del Sur debatieron una ley similar. A principios de febrero, en Filipinas, un congresista present¨® una medida de ese tipo y obtuvo el respaldo de un influyente sindicato local. Es de suponer que va a haber m¨¢s leyes as¨ª, sobre todo porque muchas empresas ¡ªpor ejemplo, Volkswagen y Daimler¡ª ya han hecho concesiones parecidas incluso sin que hubiera leyes aprobadas.
?Qu¨¦ debemos pensar de este nuevo derecho? ?Ser¨¢ como el ¡°derecho al olvido¡±, otra nueva medida que aspira a compensar a los usuarios normales por los desagradables excesos del capitalismo digital? ?O se limitar¨¢ a dejar las cosas como est¨¢n y a darnos falsas esperanzas, sin abordar la din¨¢mica fundamental de la econom¨ªa globalizada?
En primer lugar, no est¨¢ de m¨¢s cierta claridad. Calificar el privilegio de no contestar a correos de trabajo fuera de las horas de oficina como ¡°derecho a desconectar¡± es un poco enga?oso. Tal y como ha sido planteada, esta definici¨®n tan limitada deja fuera muchos otros tipos de relaciones sociales en las que la parte m¨¢s d¨¦bil puede desear una desconexi¨®n permanente o temporal, y en las que la necesidad de estar conectados se traduce en una oportunidad para que algunos saquen r¨¦dito o para que otros abusen descaradamente de su poder. Al fin y al cabo, la conectividad no solo es un medio de explotaci¨®n, sino tambi¨¦n de dominaci¨®n; afrontarlo solo en el ¨¢mbito del trabajo simplemente no es suficiente.
Pensemos, por ejemplo, en todos los datos que generamos al estar en la ciudad inteligente, la vivienda inteligente o incluso el veh¨ªculo inteligente. Que esos datos que generamos tienen gran valor no es un secreto para nadie; desde luego, no para las compa?¨ªas de seguros, que est¨¢n encantadas de rebajar nuestras primas, ni para las numerosas start-ups financieras dispuestas a ofrecernos un pr¨¦stamo m¨¢s barato cuando compartimos nuestros datos con ellas. Las instituciones p¨²blicas tambi¨¦n utilizan nuestra presencia en Internet para juzgarnos. Por ejemplo, parece que los funcionarios de fronteras de Estados Unidos ya est¨¢n preguntando a algunos viajeros extranjeros qu¨¦ cuentas operativas tienen en las redes sociales.
?Qu¨¦ conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar los correos de trabajo y ese tiempo ganado lo invertimos en Facebook?
?Podemos permitirnos el lujo de ¡°desconectar¡± de las compa?¨ªas de seguros, los bancos y las autoridades de inmigraci¨®n? En principio, s¨ª, siempre que seamos capaces de asumir los costes sociales y econ¨®micos (cada vez mayores) de esa desconexi¨®n y ese anonimato. Los que intenten desvincularse tendr¨¢n que acabar pagando el privilegio, en forma de tipos de inter¨¦s m¨¢s altos, cuotas de seguros m¨¢s caras y m¨¢s p¨¦rdida de tiempo intentando asegurar al funcionario de inmigraci¨®n que sus intenciones son pac¨ªficas.
En segundo lugar, si los que profetizan la llegada del trabajo digital ¡ªla idea de que, con los datos que generamos, al usar los servicios digitales m¨¢s b¨¢sicos ya estamos produciendo un inmenso valor econ¨®mico¡ª tienen raz¨®n, es evidente que no solo es ¡°trabajo¡± responder a los correos profesionales, sino incluso a los personales. No nos damos cuenta, por supuesto; seguramente, casi todos pensamos ¡ªy no nos falta raz¨®n¡ª que nuestro uso de las redes sociales no es m¨¢s que otra adicci¨®n.
Pero es una adicci¨®n que tiene unos or¨ªgenes muy tangibles: muchas plataformas que captan nuestra atenci¨®n est¨¢n dise?adas precisamente para eso y para que divulguemos, a base de clics, la mayor cantidad posible de datos personales. La raz¨®n por la que las redes sociales son tan adictivas es porque est¨¢n cuidadosamente dise?adas ¡ªy probadas con millones de usuarios¡ª para provocar una dependencia duradera.
La conectividad no es solo un medio de explotaci¨®n, sino tambi¨¦n de dominaci¨®n. Afrontarlo solo en el ¨¢mbito del trabajo no es suficiente
?Qu¨¦ conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar nuestros correos de trabajo, pero ese tiempo ganado lo dedicamos, medio hipnotizados, a dar al bot¨®n de ¡°actualizar¡± en Facebook o ?Twitter? Habr¨¢ unas empresas ¡ªnuestros lugares oficiales de trabajo¡ª que saldr¨¢n perdiendo, porque no podr¨¢n contar con que estemos siempre disponibles, mientras que otras, las que est¨¢n informalmente a nuestra disposici¨®n ¡ªcomo Facebook y ?Twitter¡ª ser¨¢n las beneficiadas, porque les proporcionaremos los datos que necesitan para seguir creciendo.
Mientras no desarrollemos otra econom¨ªa de las comunicaciones digitales ¡ªlo que, a estas alturas, significar¨ªa desarrollar otra econom¨ªa del conocimiento¡ª, no existe m¨¢s que una manera de luchar contra esa adicci¨®n: la desconexi¨®n. Pero en ese caso no hay que considerar la desconexi¨®n como un derecho, sino como un servicio; es decir, podemos pagar una tarifa mensual para utilizar sofisticados programas que limiten nuestro acceso a Facebook o ?Twitter. O podemos pagar un poco m¨¢s y llenar nuestro tel¨¦fono de una docena de apps de mindfulness que nos proporcionen todos los beneficios del zen sin el lastre espiritual del budismo. O podemos pagar por el privilegio de pasar unas semanas en un campamento de desintoxicaci¨®n de Internet de los muchos que est¨¢n abri¨¦ndose en todo el mundo.
La soluci¨®n es siempre la misma: si pagas, podr¨¢s disfrutar de las libertades que antes dabas por sentadas. El remedio no est¨¢ en el ¨¢mbito de los derechos pol¨ªticos, sino en el mercado, al que tienen acceso algunos, tal vez a distintos precios.
Por consiguiente, sacado del contexto inmediato de la relaci¨®n entre jefe y empleado, el ¡°derecho a desconectar¡± es un arma tan poderosa en la lucha contra la ansiedad y el estr¨¦s como el derecho a la abstinencia en la lucha contra el alcoholismo. Y cuando se examina de cerca la nueva ley, ni siquiera es evidente que tenga mucha fuerza como arma contra los abusos de los jefes, porque no est¨¢ claro que sea posible aplicarlo a la llamada gig economy, la econom¨ªa de los encargos concretos.
?Por qu¨¦? Es cierto que, en teor¨ªa, la ventaja de trabajar como contratista independiente, ya sea como conductor de Uber o mensajero de Deliveroo, es la libertad y la autonom¨ªa que nos conceden las plataformas digitales: los horarios pueden ser flexibles y ajustarse en funci¨®n de nuestras preferencias y nuestras necesidades. Ahora bien, la realidad es muy distinta. En primer lugar, para poder tener unos ingresos aceptables con ese sistema, uno tiene que estar dispuesto a hacer jornadas interminables y a estar disponible a todas horas.
En segundo lugar, si uno se niega a aceptar pasajeros o llevar paquetes a determinadas horas, su reputaci¨®n en la plataforma digital puede verse perjudicada, lo cual puede incluso desembocar en una suspensi¨®n. De ah¨ª la paradoja: los trabajadores a la pieza no necesitan desconectarse, porque nadie les obliga a trabajar, pero la din¨¢mica de la plataforma hace que sea casi estructuralmente imposible una verdadera desconexi¨®n. Como consecuencia, en el ¨¢mbito de esta econom¨ªa tan flexible y a menudo precaria, el derecho a desconectar tiene escaso sentido; su aparente flexibilidad oculta el hecho de que la ¨²nica forma de triunfar en ella es estar siempre preparado y disponible para hacer un trabajo.
As¨ª que nos encontramos en la curiosa situaci¨®n de que los trabajos normales, ya protegidos, obtienen ventajas adicionales como el ¡°derecho a desconectar¡±, mientras que los trabajos desprotegidos y precarios de la gig economy se extienden cada vez m¨¢s, entre otras cosas, a condici¨®n de que ese derecho pueda infringirse con la mayor frecuencia posible.
No hay duda de que los partidos tradicionales, en particular los socialdem¨®cratas, podr¨¢n beneficiarse si proclaman su compromiso con el ¡°derecho a desconectar¡±. Pero, en su forma actual, ese derecho, pensado para ordenar el trabajo regulado y protegido, no tiene en cuenta en absoluto de d¨®nde proceden muchas otras presiones para estar conectados en todo momento. Para que el derecho a desconectar tenga verdaderamente contenido debe estar vinculado a una visi¨®n mucho m¨¢s amplia y radical sobre qu¨¦ hacer para que una sociedad con esa riqueza de datos conserve ciertos elementos esenciales de igualdad y justicia. Sin esa visi¨®n, este derecho no proteger¨¢ m¨¢s que a los que ya viven bien y obligar¨¢ a los dem¨¢s a buscar soluciones ¡ªcomo las apps de mindfulness¡ª en el mercado.
Evgeny Morozov es editor asociado en New Republic y autor de La locura del solucionismo tecnol¨®gico.
Traducci¨®n de M. L. Rodr¨ªguez Tapia.
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