¡®A¨²n estoy aqu¨ª¡¯, un Oscar para las gentes del umbral
Los desaparecidos y sus familias terminan atrapados en un lugar imposible, que no est¨¢ en un sitio ni en otro, de espaldas al tiempo y en el que no existen las huellas

La pel¨ªcula de Walter Salles A¨²n estoy aqu¨ª, que le dio el primer Oscar a una producci¨®n brasile?a, cuenta la historia de Rubens Paiva, un afectivo hombre de familia casado con una mujer aguda, dulce y tenaz con quien tuvo cinco hijos. Exdiputado laborista, fue retenido en su casa y desaparecido por las fuerzas de la dictadura. Como toda historia de desaparici¨®n, esta tiene por protagonistas al vac¨ªo y al desasosiego que toman el lugar que antes ocupaba el desaparecido. La pel¨ªcula muestra c¨®mo ambos, vac¨ªo y desasosiego, se instalan en las estancias de su casa, invaden de miedo los d¨ªas y noches de sus hijos, conquistan sus desvelos y tupen todo de silencios. Pero tambi¨¦n sirven de combustible para la decisi¨®n de la mujer de evitar el derribo de la vida, hacerle un pulso al tiempo y encontrar a su marido.
Aunque nuestra ¨²ltima marea de desapariciones ha obedecido a un patr¨®n de violencia distinto al que se revela en la pel¨ªcula, toda desaparici¨®n comparte esa monstruosidad que hace que una esposa celebre la entrega de la partida de defunci¨®n con el nombre de su marido, o si tiene mejor suerte, celebrar¨¢ la recepci¨®n de una cajita con sus huesos. As¨ª de miserable es ese crimen. Tanto, que el triunfo de la verdad, casi siempre, es la certeza de la muerte como ¨²nica posibilidad de nombrar el dolor que durante a?os estuvo atrapado en ninguna parte.
Los desaparecidos son gentes de umbral, como llama V¨ªctor Turner a las personas que quedan atrapadas en la liminalidad. Los desaparecidos y sus familias terminan atrapados en un lugar imposible, que no est¨¢ en un sitio ni en otro, de espaldas al tiempo y en el que no existen las huellas. Las mujeres no son viudas ni casadas, los descendientes no son hijos ni hu¨¦rfanos, los hermanos no saben si lo son. Sus ausentes no est¨¢n vivos ni muertos: como muertos est¨¢n insepultos, y como vivos est¨¢n en perpetua tortura y ultraje. No hay ceremonia o convenci¨®n que los defina, ni hay posibilidades de acceder al ritual de paso hacia el duelo y la estabilidad, porque el cuerpo del ausente les es negado silenciosa e impunemente.
Quienes compart¨ªan vida con el desaparecido, viajan obligados a un lugar plagado de retos que interpelan su propia existencia, como el de administrar indefinidamente una muerte sin cuerpo, o recomponer sus relaciones afectivas tras una ausencia que en rigor no lo es a¨²n; o el reto de representar algo que sucede en la quietud de una dimensi¨®n literalmente invisible, y en la que todo es indecible no s¨®lo porque la barbarie as¨ª lo impone, sino porque para esos sucesos todo lenguaje ha sido reemplazado por la mordaza del terror.
Si toda desaparici¨®n es aplastante para la vida de las familias, la vida de quienes ¨Den Colombia¨D a¨²n buscan a sus v¨ªctimas de falsos positivos arrastra un eslab¨®n adicional de crueldad y sufrimiento. Como lo document¨® el Centro Nacional de Memoria Hist¨®rica ese patr¨®n de violencia inclu¨ªa la ¨²nica modalidad conocida del crimen de desaparici¨®n forzada en que el encubrimiento implicaba la exhibici¨®n del cuerpo de la v¨ªctima, pero trastocado en su identidad.
Como en toda desaparici¨®n, la de las v¨ªctimas de falsos positivos impidi¨® que se desmantelaran las huellas de la brutalidad y frialdad con que se ejecut¨® sistem¨¢ticamente a esos civiles. Pero en estos casos, adem¨¢s, fue un instrumento para la consolidaci¨®n del estigma como elemento esencial de ese crimen. Con el cuerpo desaparecido se asegur¨® que nadie accediera a las pruebas sobre la identidad real de las v¨ªctimas, y se arraig¨® el velo de duda que las tropas del ej¨¦rcito tendieron sobre su honra. La disociaci¨®n entre el cuerpo y la identidad, efecto inevitable de la desaparici¨®n forzada, en este caso permiti¨® suplantar la historia de vida de la v¨ªctima con la de un artificial guerrillero, y vincularla a su cuerpo desaparecido.
La desaparici¨®n forzada se cometi¨® para servir a la estigmatizaci¨®n. Por su car¨¢cter humillante y degradante, el estigma funciona como proceso de deshumanizaci¨®n y desvalorizaci¨®n de las personas de ciertos grupos de poblaci¨®n. La maldici¨®n de la desaparici¨®n es la deshonra perpetua, el lento asentamiento del desprecio por la v¨ªctima estigmatizada en la consciencia colectiva. Mientras la historia del pa¨ªs contin¨²a narr¨¢ndose con una cadencia condescendiente, que tolera que haya una categor¨ªa inferior de personas que soportan solas la exclusi¨®n del mundo de los derechos y asumen su invisibilidad, el crimen de la desaparici¨®n forzada acomoda la atrocidad en el tiempo de la historia, como si fuera un cuadro torcido, que al final apenas si incomoda y nunca nadie endereza.
Colombia sabe mucho de desaparici¨®n forzada. Pero sabe poco de sus desaparecidos y del vac¨ªo que los reemplaz¨®. Hacer zoom sobre las familias le permitir¨ªa al pa¨ªs un ejercicio como el que regal¨® Walter Salles al mundo. Permitir¨ªa ver c¨®mo el curso del tiempo es el m¨¢s cruel c¨®mplice del da?o. El tiempo asegura que la destrucci¨®n derivada del crimen supere progresivamente las fronteras del cuerpo perdido de la v¨ªctima y capture con voracidad las vidas de sus deudos.
Conocer a las familias har¨ªa posible escuchar los sonidos sordos de sus pesadillas, el rugido de la oscuridad que les roba repetidamente el ¨²ltimo beso, les niega el rito de la despedida y las condena a un duelo sin la condolencia colectiva. Pesadillas que, como su vida diaria, las torturan con la urgencia de detener el tiempo. El tiempo de la barbarie.
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