Las maras reclutan ni?os con un disfraz de afecto: ¡°Mi primer abrazo lo recib¨ª de un pandillero¡±
Un joven hondure?o de 27 a?os que coquete¨® con las maras cuando era ni?o y que ahora trabaja para que la infancia de su pa¨ªs tenga alternativas cuenta en primera persona su experiencia
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Edras Suazo es uno de los miles de j¨®venes hondure?os que ha sido v¨ªctima del coqueteo de las maras, estructuras urbanas de crimen organizado que se aprovechan de la pobreza y de los hogares fracturados para reclutar a los menores entre sus filas, a cambio de una falsa ilusi¨®n de amor y protecci¨®n que los ni?os nunca recibieron de sus familias ni de las autoridades. A excepci¨®n del protagonista, todos los nombres de esta historia han sido modificados para proteger a Edras Suazo, que ofrece su testimonio en primera persona, y a los cientos de la organizaci¨®n con la que trabaja, J¨®venes Contra la Violencia, una organizaci¨®n juvenil que ayuda a los j¨®venes a buscar alternativas para su futuro en un pa¨ªs sin miedo:
Aunque todas las historias son ¨²nicas, s¨¦ que la m¨ªa se parece a la de miles de j¨®venes en Honduras. Mi nombre es Edras Suazo, y estuve a punto de convertirme en pandillero. Para explicarlo, debo resumirles mi vida desde el principio. Nac¨ª hace 27 a?os en Comayagua, una ciudad del centro del pa¨ªs, que, a escasos metros de las construcciones coloniales para los turistas, esconde la realidad de la gente de a pie.
Solo hay que atravesar un puente desde el centro para estar m¨¢s cerca de la ciudad que a m¨ª me toc¨®. Una Comayagua de suelos de tierra, casas de madera y techos de aluminio, en la que crec¨ª entre barrios y casas de alquiler diferentes, junto a mi mam¨¢ y dos de mis cuatro hermanos. Todos ¨¦ramos hijos de padres distintos. Yo, al m¨ªo, jam¨¢s lo conoc¨ª.
Su ausencia y la falta de amor en mi casa me convirtieron en un blanco f¨¢cil para las maras m¨¢s importantes de Honduras. Esas, representadas con dos n¨²meros, que tienen ojos y dominio en todas partes. ¡°Los muchachos¡± me ofrecieron la protecci¨®n y el afecto que necesitaba, mientras mi mam¨¢ me golpeaba ante la m¨¢s m¨ªnima de las provocaciones. Recuerdo que ella nunca me abraz¨® de ni?o. Mi primer abrazo lo recib¨ª de un pandillero.
Pablo me dijo que yo era el hijo que ¨¦l siempre quiso, y en mis fantas¨ªas, yo lo convert¨ª en el padre que anhelaba tener. ?l era uno de los l¨ªderes de la mara que controlaba mi colonia. Sus tatuajes, sus armas y el poder que ejerc¨ªa sobre los dem¨¢s me produc¨ªan un morbo que me hac¨ªa querer imitarlo. A ¨¦l todos lo obedec¨ªan, mientras que a m¨ª ni siquiera me respetaban en mi casa.
Uno de mis hermanos me maltrataba y el due?o de la casa nos levantaba las tejas si nos atras¨¢bamos con los pagos de la renta. Una realidad muy distinta a la del mandam¨¢s de la colonia. A mis 12 a?os, me dec¨ªa a m¨ª mismo que quer¨ªa ser c¨®mo ¨¦l. Estaba dispuesto a probarle mi lealtad a Pablo a cambio del amor de familia que me ofrec¨ªa.
?l examin¨® mi car¨¢cter midiendo mi capacidad para hacer da?o. Me llev¨® a una colina y me hizo matar a un cachorro. Me acuerdo de que tuvo que ayudarme a apretar el gatillo. Recuerdo tambi¨¦n la explosi¨®n de la cabeza de ese peque?o perro blanco. En ese momento, dejaron de gustarme esos animales, y Pablo y yo nos dimos cuenta de que no serv¨ªa para ser un asesino.
Ahora s¨¦ que esa prueba no tuvo nada que ver con el afecto. Era un mero examen de oficios, que respond¨ªa a un modus operandi. Las pandillas probaban tus capacidades para clasificarte. Despu¨¦s, te ofrec¨ªan la ilusi¨®n de pertenecer a algo y de tener personas a tu lado. Ambas cosas se pagaban entre un mundo de drogas, que pod¨ªa derivar en la c¨¢rcel o en una tumba, como luego le pas¨® a ¨¦l.
Tras el desaf¨ªo de matar, no vinieron m¨¢s encargos as¨ª. Yo solo me acostumbr¨¦ a ayudar en cosas simples desde peque?o. Acciones que cre¨ªa que no implicaban ning¨²n riesgo como hacer mandados o guardar cosas sin hacer preguntas.
Iba a la penitenciaria de Comayagua con mi mochila del instituto cargada de marihuana, coca¨ªna y piedras de crack camufladas entre recipientes de comida para presos. No cuestionaba nada. Mi obediencia infantil era un activo que los mareros se ganaban con comida, cari?o y propinas. As¨ª funcionan las cosas en muchas zonas de Honduras. De esa manera, sobreviven los ni?os a los que nadie ve.
Con lo que ganaba, ayudaba en la casa. Me sent¨ªa orgulloso cada vez que le llevaba 100 lempiras (4 d¨®lares) a mi mam¨¢ para comer. Eran los momentos en los que pod¨ªa relacionarme con ella. Si me preguntaba de d¨®nde hab¨ªa sacado el dinero, le inventaba cualquier cosa. Yo fing¨ªa decir la verdad y ella fing¨ªa cre¨¦rsela.
As¨ª pasaron los a?os, entre peque?os encargos a las maras, carencias en casa y discusiones con uno de mis hermanos. ?l me sacaba de mi cama y yo ten¨ªa que dormir en el suelo, mientras mi madre lo ignoraba todo. Eso me llen¨® de rabia. Una furia que postr¨¦ junto a la resignaci¨®n de no tener padre, dos cosas que hicieron que me refugiara en el alcohol y en mis dos mejores amigos.
Ellos terminaron enfrentados porque se unieron a distintas maras y solo nos vimos una vez de forma secreta para despedir nuestra amistad. Entretanto, a m¨ª los muchachos de la colonia me segu¨ªan haciendo gui?os para que diese el paso definitivo de unirme a su causa. Aunque la idea era tentadora, a¨²n no estaba decidido. Sab¨ªa que, si entraba a la mara en serio, jam¨¢s podr¨ªa salir de ella. Al menos, no vivo.
Sin embargo, la idea comenz¨® a resonar m¨¢s en mi cabeza cuando los mareros ofrecieron probar su lealtad ajusticiando a quienes me hab¨ªan lastimado. Fue tentador pensar en el fin de quienes me hab¨ªan menospreciado. Incluso en el del hermano que nunca me quiso.
No era dif¨ªcil desprenderme de mi familia porque no hab¨ªa tal. Nunca celebramos las navidades, ni los cumplea?os. Lo de vivir juntos solo parec¨ªa un accidente dictado por la sangre. El amor materno lo asociaba con indiferencia, la hermandad con violencia y la paternidad con fantas¨ªa. As¨ª las cosas, la promesa una familia me tent¨® a convertirme en marero hasta los 16 a?os.
Por fin iba a pasar de la idea a la acci¨®n. Ya hab¨ªa hablado con uno de los jefes sobre la posibilidad de unirme a la pandilla. Les gustaba mi car¨¢cter y el carisma que ten¨ªa, y hasta se ofrecieron a pagarme una carrera universitaria. Eso es algo com¨²n en las maras. Ellos tienen su gente para todo, incluso profesionales que trabajan tras bambalinas para que las empresas de crimen funcionen sin problemas.
Esa oferta me tentaba, sobre todo porque la novia que ten¨ªa en ese momento hab¨ªa quedado embarazada y yo no ten¨ªa la forma de sostener a mi futuro hijo. Unirme a la mara, en aquel entonces, parec¨ªa una decisi¨®n l¨®gica.
El giro
Cuando ya estaba listo para sentenciar mi destino a la pandilla, una reuni¨®n me salv¨® la vida. Fue una charla del instituto a la que asist¨ª por curiosidad y en la que por primera vez vi la opci¨®n de hacer algo distinto conmigo.
Ah¨ª nos hablaron de J¨®venes Contra la Violencia Honduras (JCVH), una organizaci¨®n de voluntarios para hacer actividades con gente de nuestra edad y hablar de lo que nos preocupaba. Fue el primer espacio en el que sent¨ª que pod¨ªa pertenecer a algo fuera del ruido de las pandillas o las familias disfuncionales, junto a otros chicos como yo. Un refugio solo de nosotros y para nosotros.
Me lanc¨¦ de cabeza como voluntario y le di mi negativa al l¨ªder de la mara de la colonia. Despu¨¦s de todo, yo le hab¨ªa dicho que iba a pensarlo, y en nombre del aprecio que sent¨ªa por m¨ª, no tuvo problema en que me hiciera a un lado. Consegu¨ª peque?os trabajos temporales para ayudar con el mantenimiento de mi hijo y, antes de que me diera cuenta, pas¨¦ de ser un posible marero a intentar de que esa no fuese una opci¨®n para nadie m¨¢s.
Me un¨ª a todas las actividades de JCVH. Hac¨ªamos murales con mensajes positivos en los mismos lugares en los que hab¨ªan asesinado a alguien, dialog¨¢bamos con las familias de las colonias, y manten¨ªamos la mente ocupada en sue?os.
En un par de a?os, yo ya coordinaba un buen n¨²mero de voluntarios y mi capacidad para hablarles, influir en ellos y compartir lo que hac¨ªamos hizo que me apasionara por la comunicaci¨®n. Desde hace m¨¢s de tres a?os, soy el director de comunicaciones de JCVH, aunque todav¨ªa estoy en proceso de sacar la carrera. Nunca imagin¨¦ que ir¨ªa a la universidad, pero encontr¨¦ una familia que conf¨ªo en m¨ª y con quienes si pude vislumbrar un prop¨®sito.
A lo largo de diez a?os de trabajo, siento que la esperanza para los j¨®venes crece a partir de peque?os cambios. Ya tenemos 600 voluntarios en 32 comunidades de Honduras, j¨®venes que se oponen a la violencia, pero que tambi¨¦n dialogan con ella para transformar las cosas. Hablamos con los l¨ªderes de las maras para que nos dejen entrar a los barrios. Ah¨ª, vemos pel¨ªculas en medio de la calle con los adolescentes y hacemos pintadas por donde antes corrieron balas.
Sabemos que muchos jefes de los grupos nos dejan entrar a sus colonias con la esperanza silenciosa de que otros j¨®venes, o incluso sus hijos, no hagan parte de esas estructuras. El problema no es solo con ellos. Los j¨®venes de Honduras son v¨ªctimas de todo un sistema que los olvida y los deja sin opciones. Al final, las maras son una opci¨®n porque ofrecen aparentes espacios de protecci¨®n que no brindan la familia ni el Estado.
En JCVH ejercemos presi¨®n para que quienes toman las decisiones hagan algo. El a?o pasado, colaboramos con varias organizaciones para impulsar y dar visibilidad a la ley de desplazamiento en Honduras, de la mano de ACNUR, la Agencia ONU para los Refugiados. La norma ya fue aprobada por el Gobierno y entr¨® en vigor este a?o. Ser¨¢ un mecanismo para ayudar a quienes huyen de sus hogares a causa de la violencia que consume al pa¨ªs. La misma que me quit¨® dos amigos inseparables, y que ha dejado a muchos a quienes quise en un f¨¦retro.
Heridas con la que JCVH me ha ayudado a reconciliarme. Con los chicos entend¨ª que lo que viv¨ª solo respondi¨® a una espiral interminable de violencia que nadie sab¨ªa c¨®mo manejar, ni en la colonia ni en mi casa. Para mi mam¨¢ los golpes y los insultos eran una forma de distraernos de nuestras carencias. El maltrato era consecuencia del desconocimiento de otras formas de resolver los problemas. Comprender eso ha sanado nuestra relaci¨®n, y de ahora en adelante quiero compartir con mi madre todos los logros que vengan.
Quiz¨¢ no me convertir¨¦ el m¨¢s respetado de mi colonia, pero ya me transform¨¦ en alguien a quien yo respeto. Trato de ser un mejor padre del que no tuve y, de a poco, sano lo que viv¨ª cuando era ni?o. S¨¦ que hay heridas que tal vez no van a cerrarse, pero me reconforta el apoyo de la familia que yo eleg¨ª. Se siente bien saber que en Honduras yo hago parte de las soluciones y no de los problemas. Y aunque todos los d¨ªas recuerdo que mi primer abrazo lo recib¨ª de un pandillero, lucho para que otros j¨®venes no cuenten la misma historia.
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