Dolor y rabia en el funeral de los cuatro ni?os asesinados por militares en Ecuador: ¡°Mataron a nuestros hijos¡±
Los familiares y los vecinos despiden a los menores secuestrados por una patrulla militar y m¨¢s tarde encontrados sin vida en el fondo de un pantano
Entre el tumulto de personas vestidas de blanco y negro, una mujer se desploma sobre una silla, al sol inclemente de Guayaquil. Su rostro, marcado por la desolaci¨®n, parece estar lejos del bullicio que la rodea. Su cabello largo y entrelazado cae sobre sus hombros. Tiene la mirada vac¨ªa, perdida en alg¨²n lugar lejos de ah¨ª. Unas mujeres la sostienen, le frotan agua mentolada en el pecho y la frente, la abanican, le soplan la cara, pero ella apenas responde. La gente le toma la mano y le susurra palabras de consuelo, ofreci¨¦ndole, en silencio, la compa?¨ªa que la tragedia le ha arrebatado. Apenas logra asentir, agradeciendo sin voz lo que no puede expresar. Al preguntarle su nombre, responde este mi¨¦rcoles con voz quebrada: ¡°Soy la mam¨¢ de Nehem¨ªas Arboleda¡±. Nehem¨ªas Arboleda, el adolescente de 15 a?os capturado el 8 de diciembre por una patrulla militar, cuyo cuerpo fue encontrado d¨ªas despu¨¦s, sin vida, en el manglar de Taura, a 50 kil¨®metros de su hogar. Otros tres ni?os que le acompa?aban corrieron la misma suerte: Steven, Ismael y Josu¨¦.
Sus cuatro f¨¦retros salieron de sus hogares, cargados por familiares y amigos del barrio Las Malvinas. Un barrio de cemento y tierra, donde las casas diminutas, pintadas de colores, se apilan una junto a otra, sin ¨¢rboles ni parques que suavicen la ¨¢rida realidad. Como tantos otros sectores de Guayaquil, Las Malvinas est¨¢ relegado al olvido del desarrollo, y la pobreza se extiende en las vidas de familias que luchan por sobrevivir en el comercio informal o con trabajos precarios que consiguen en el d¨ªa a d¨ªa. All¨ª, entre las calles estrechas y la desolaci¨®n, crecieron los cuatro chicos a quienes les han arrebatado la vida de una forma brutal.
Los f¨¦retros atraviesan un cortejo de personas que, con flores en las manos y pancartas en alto, muestran los rostros de los ni?os y gritan consignas de justicia. El pueblo avanza hacia la sala comunal del barrio, donde el dolor se materializa en cada paso. Un grupo de m¨²sicos, con el alma puesta en sus instrumentos, toca el bombo, el cununo y el guas¨¢, los tambores que resuenan con la herencia afrodescendiente. En su canto improvisado, la melod¨ªa se convierte en protesta: ¡°El pueblo afrodescendiente est¨¢ con mucho dolor, han matado a sus ni?os¡±. El coro, lleno de rabia y tristeza, repite una y otra vez.
Los ni?os fueron capturados por una patrulla de 16 militares la noche del 8 de diciembre en la Avenida 25 de Julio, que est¨¢ a unas manzanas de sus casas. Los militares no estaban en un operativo oficial, regresaban a su base en Taura, tras escoltar un cami¨®n hasta la Aduana, que est¨¢ ubicada en el puerto. Las c¨¢maras de videovigilancia describen los cinco minutos que demoraron los soldados en capturar a los menores, que no opusieron resistencia. Los embarcaron en el balde de la camioneta blanca, boca abajo, sometidos, y se los llevaron con direcci¨®n. Desde entonces no se conoci¨® el paradero de los ni?os, hasta el 24 de diciembre, cuando la Polic¨ªa de investigaciones sac¨® de una zona pantanosa de Taura sus restos calcinados.
La multitud toca los ata¨²des, despidiendo a los ni?os con una mezcla de dolor y rabia. No pierden la oportunidad de clamar contra los militares, a quienes responsabilizan de su muerte. Entre los rostros marcados por la tristeza, se ven muchos ni?os y adolescentes que secan sus l¨¢grimas. Todos tienen una historia con los chicos: ¡°Somos amigos del f¨²tbol¡±, ¡°era mi compa?ero del colegio¡±, ¡°era mi primo¡±...
Luis Arroyo, el padre de Ismael y Josu¨¦, lleva en el cuello colgadas las cuatro medallas que ha ganado su hijo en campeonatos de f¨²tbol. Se sostiene de pie, abrazado por su familia. ¡°?Mis hijos!¡±, grita en el hombro de una mujer. ¡°Hice todo lo que pude para cuidarlos y que estuvieran bien¡±, repite, desconsolado, como si esas palabras fuesen una plegaria en busca de perd¨®n de no haberlos salvado. Aquel 8 de diciembre, su hijo mayor, Ismael, logr¨® comunicarse alrededor de las 23.00, desde el tel¨¦fono m¨®vil de un habitante de Taura a quien le tocaron la puerta por ayuda. Estaban golpeados y desnudos. El hombre, al que llaman ¡°el samaritano¡±, hizo la llamada que permiti¨® a Luis escuchar por ¨²ltima vez la voz de su hijo, el goleador del equipo del barrio. Luis hizo lo que cualquier persona har¨ªa, llam¨® a la polic¨ªa para que los rescatara. Pero cuando lleg¨® la patrulla, no los encontr¨®. A los chicos se los hab¨ªan llevado hombres encapuchados en motocicleta.
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