Einstein: la luz que mide las cosas
Las teor¨ªas del cient¨ªfico alem¨¢n sobre el espacio y el tiempo ahondaron en la querella entre la ciencia y las humanidades que sigue siendo la m¨¦dula del pensamiento moderno
La gravedad fue el Dios de Newton, el de Einstein fue la luz. La luz ha sido la gran protagonista de las dos teor¨ªas que revolucionaron la f¨ªsica del siglo XX. En la relatividad, define la naturaleza del tiempo y el espacio. En la teor¨ªa cu¨¢ntica, se comporta de forma ambivalente (y cordial). Responde a nuestras expectativas y ser¨¢ onda o corp¨²sculo en funci¨®n del instrumento que utilicemos para observarla.
Einstein tuvo la gran intuici¨®n que marcar¨ªa el rumbo del siglo: la luz como medida de todas las cosas. Pero prefiri¨® prescindir de los sistemas de referencia vivos y los sustituy¨® por mecanismos de detecci¨®n autom¨¢tica. Una elecci¨®n que ahondar¨ªa en la escisi¨®n entre las dos culturas (ciencias y humanidades) que s¨®lo ser¨¢ corregida parcialmente por la f¨ªsica cu¨¢ntica. La relatividad, cuyo planteamiento y detalle algebraico es fascinante e imaginativo, funciona en el nivel f¨ªsico, pero se descalabra en el epist¨¦mico. Lo advirtieron Poincar¨¦, Heidegger, Bergson, Whitehead e incluso Lorentz (cocreador de relatividad especial y cuya firma deber¨ªa figurar en ella). En cierto sentido, ese desliz fue una elecci¨®n filos¨®fica. La concepci¨®n de Einstein del espacio y el tiempo acaba por reducir, en lugar de ampl¨ªar, nuestra visi¨®n del cosmos.
A principios de siglo XX en Francia hab¨ªa una s¨®lida tradici¨®n de colaboraci¨®n entre cient¨ªficos y fil¨®sofos. Lamentablemente, ese di¨¢logo se ha perdido y, sin embargo, la querella entre las dos culturas sigue siendo la m¨¦dula del pensamiento moderno. Una pol¨¦mica que se remonta a Galileo y que tuvo un momento decisivo en abril de 1922, cuando se celebr¨® en Par¨ªs un debate entre Einstein y Bergson. Un excelente libro de la mexicana Jimena Canales (El f¨ªsico y el fil¨®sofo, Arpa), analiza, con frescura y agilidad, los detalles de aquel encuentro, en el que se dirim¨ªa la naturaleza del tiempo y el espacio.
En el centro de la discusi¨®n hab¨ªa una cuesti¨®n. ?Es l¨ªcito hablar de un ¡°tiempo espacial¡±? O, dicho de otro modo, ?comparten el tiempo y el espacio una misma naturaleza? (algo que anticip¨® Arist¨®teles). Si as¨ª fuera, el tiempo podr¨ªa considerarse una dimensi¨®n m¨¢s del espacio (una cuarta dimensi¨®n del espacio con los mismos derechos que las anteriores). Y eso es lo que hizo Einstein: ¡°Para dar un significado f¨ªsico al concepto de tiempo, hay que establecer relaciones entre lugares diferentes¡±. Bergson, por otro lado, consideraba il¨ªcita esta equivalencia. Supon¨ªa ignorar el tiempo vivido, ese en el que no todos los instantes son iguales ni tienen la misma duraci¨®n. Reducirlo a un tiempo homog¨¦neo t (que facilita las ecuaciones) supone corromper la naturaleza genuina del tiempo, cuya frescura descansa en su resistencia a ser homog¨¦neo.
Einstein y Bergson no se entendieron. Y el debate concluy¨® con una triste y lapidaria frase del alem¨¢n: ¡°El tiempo de los fil¨®sofos no existe¡±. Un desacuerdo que ilustra la brecha entre las dos culturas. Einstein reconoci¨® que Bergson hab¨ªa entendido la esencia de la relatividad. Bergson confes¨® a un amigo que Einstein nunca no lo hab¨ªa entendido, quiz¨¢ porque no quiso, o quiz¨¢ por una combinaci¨®n de factores. Su escasa formaci¨®n filos¨®fica, su temperamento y educaci¨®n fueron sin duda importantes, pero hab¨ªa algo que se mov¨ªa a mayor profundidad. Cierta incompatibilidad metaf¨ªsica, que reeditaba la de Her¨¢clito y Parm¨¦nides, Plat¨®n y Arist¨®teles o, m¨¢s recientemente, Berkeley y Locke.
En la relatividad especial el tiempo es la cuarta dimensi¨®n del espacio, con los mismos derechos que las otras tres. Para Lorentz ese era el mayor problema con la teor¨ªa. El tiempo y el espacio no pod¨ªan ser simplemente intercambiables. De hecho, el ¡°tiempo espacial¡± que manejaba Einstein desvirtuaba a ambos. Lorentz cre¨ªa que no era improbable que, en el futuro, la v¨ªa del ¨¦ter, descartada por Einstein, pudiera dar resultados. El hecho es que, en 1905, cuando Einstein public¨® su famoso art¨ªculo, la carrera por la estandarizaci¨®n del tiempo ya se hab¨ªa iniciado y las naciones compet¨ªan por imponer sus m¨¦todos de cronometraje. Pero no s¨®lo el tiempo era problem¨¢tico. Desde hac¨ªa mucho la f¨ªsica buscaba algo quieto en el universo, algo que pidiera servir de punto de referencia absoluto para el espacio. A finales del XIX, el tiempo se media mediante el movimiento de la tierra respecto a las estrellas fijas (el llamado tiempo sideral), pero se observ¨® que la velocidad de la tierra se ralentizaba. Michelson tuvo la audacia proponer que la luz fuera el patr¨®n para la longitud. El objetivo era redefinir el metro utilizando longitudes de onda de la luz y su frecuencia para medir el tiempo. Maxwell propuso el espectro del ¨¢tomo de sodio, pues ofrec¨ªa n¨ªtidas l¨ªneas de frecuencia. Los patrones basados en espectros moleculares eran los mejores por su estabilidad (la mol¨¦cula era lo m¨¢s imperecedero e inalterable que se conoc¨ªa). El m¨¦todo de Michelson se sigui¨® utilizando hasta 1967, cuando se defini¨® el metro con un is¨®topo del kript¨®n. Por fin los cient¨ªficos hab¨ªan encontrado un patr¨®n natural ideal. Rayos que son al mismo tiempo patrones de longitud e instrumentos de medici¨®n. En 1907, Michelson recibi¨® el Nobel por haber encontrado ese ¡°patr¨®n absoluto¡±.
Como en el caso de Newton, todo hab¨ªa empezado con el movimiento. Todo se mueve en el universo, no hay nada quieto en la naturaleza (no hay ni siquiera ¡°objetos¡±, dir¨ªan los budistas), y el patr¨®n m¨¢s estable era la luz emitida por ciertos is¨®topos. Pero nadie aseguraba que esos fen¨®menos espectrales, enormemente estables, no estuvieran sometidos a variaci¨®n (lo l¨®gico es que lo est¨¦n). Un mismo fen¨®meno se utiliza para medir tanto el espacio como el tiempo. Algunos f¨ªsicos como Brillouin advirtieron la circularidad del razonamiento. El espacio y el tiempo se defin¨ªan mediante ondas de luz, por tanto, no quedaba otro patr¨®n para medir la velocidad de la luz. La constancia de la velocidad de la luz parec¨ªa m¨¢s bien un postulado, una verdad que se admite sin pruebas, si las consecuencias no la contradicen, y que sirve de base a ulteriores razonamientos. Goethe ya lo hab¨ªa advertido: ¡°el mayor arte de la vida te¨®rica y pr¨¢ctica consiste en suplantar un problema por un postulado¡±. Einstein lo reconocer¨ªa m¨¢s tarde, hab¨ªa alzado una conjetura a la categor¨ªa de postulado. Un postulado que, visto lo visto, funciona.
Tras el temblor del debate, hubo numerosas r¨¦plicas. En defensa de Einstein, Russell afirm¨® que Bergson representaba ¡°la bancarrota del intelecto y el triunfo de la intuici¨®n¡±. Exageraba. No hay oposici¨®n entre intelecto e intuici¨®n. Whitehead, por otro lado, apoy¨® a Bergson. Plante¨® una filosof¨ªa que evitara la ¡°bifurcaci¨®n de la naturaleza¡± y descartara la distinci¨®n entre naturaleza y experiencia. Whitehead no cre¨ªa que la velocidad de la luz fuera insuperable, ni que lo fuera a seguir siendo durante toda la eternidad. Hubo otras cr¨ªticas, desde la filosof¨ªa. Heidegger denunci¨® que la teor¨ªa de Einstein abordaba la medici¨®n del tiempo, no el tiempo en s¨ª. Y que se equivocaba al considerar el tiempo como algo homog¨¦neo y cuantificable. La naturaleza del tiempo era completamente diferente a la del espacio. En este punto resuena el pensamiento de las upani?ad. El tiempo es la conciencia original (puru?a), mientras que el espacio es la naturaleza creativa (prak?ti). El primero es vac¨ªo e inmutable, la segunda es pura transformaci¨®n. Cuando se experimenta el primero desde la segunda, parece que fluye, pero es s¨®lo un efecto. La esencia original del tiempo es la quietud. Visto as¨ª, el tiempo es el centro de todo lo vivo, el no-lugar del coraz¨®n, donde el conocimiento se conoce a s¨ª mismo. Confundir el tiempo con su medida y reducirlo a espacio implica distorsionarlo. Heidegger reaccionaba contra el mantra del positivismo, lo que no es medible, no existe. Y ofrec¨ªa un matiz esencial: ¡°la vida humana no tiene lugar en el tiempo, sino que es tiempo en s¨ª misma¡±. El tiempo, lo m¨¢s significativo y vivido, quedaba confiscado, reducido a mera tasaci¨®n.
Mientras que para Einstein la filosof¨ªa no deb¨ªa inmiscuirse en el problema del tiempo, para los fil¨®sofos era un problema esencial. Cuando se produjo el debate, Einstein era un perfecto lego en filosof¨ªa. De hecho, su proyecto era borrar cualquier rastro de filosof¨ªa de la ciencia. Admiti¨® que hab¨ªa dos formas de percibir el tiempo, la psicol¨®gica y la f¨ªsica. En la primera percib¨ªa la persona entera (cuerpo y mente) y se ve¨ªa afectada por el aburrimiento, la expectaci¨®n o el hambre, mientras que la segunda era medida por un aparato indiferente a dichas perturbaciones. Pero Einstein nunca reconoci¨® que las m¨¢quinas no perciben, que solo miden. Equipar¨® esa medici¨®n con la experiencia, como si el tiempo no dependiera de una conciencia corp¨®rea (Merleau-Ponty). Y convirti¨® el universo en un gran mecanismo.
Humanismo singular
La mejor respuesta que he escuchado a la querella entre las ciencias y las humanidades es que ambas son complementarias, aproximaciones diferentes a una misma realidad. Me parece una postura conciliadora y, en este sentido, goza de mis simpat¨ªas. Pero en esa respuesta hay impl¨ªcita una idea, desmentida por la experiencia art¨ªstica y la cultura mental. La de que la realidad es independiente del modo en que nos aproximamos a ella. Es evidente que el f¨ªsico y el fil¨®sofo ven mundos diferentes. Y la vida consiste, entre otras cosas, en ver el mundo. Hay que vivir y hay que elegir qu¨¦ ver.
El dominio de la ciencia ha sido tan apabullante que muchos ciudadanos se preguntan por qu¨¦ existe la filosof¨ªa si tenemos la ciencia. En la era de la tecnolog¨ªa, la propia filosof¨ªa ha justificado de dos maneras su raz¨®n de ser. En el primero, habitual en los departamentos de ¨¦tica, la filosof¨ªa renuncia a competir con la ciencia y se convierte en disciplina ¡°auxiliar¡±. Deja hacer a la ciencia y observa, de modo cr¨ªtico y reflexivo, sus avances. Denuncia esto o aquello, pero sin intervenciones significativas o creativas. En el segundo caso, la filosof¨ªa sigue siendo rival de la ciencia e intenta, como intent¨® la ciencia inversa de Goethe, restablecer otro tipo de relaci¨®n con las cosas. El tipo de relaci¨®n que, precisamente, la ciencia oficial esconde. Kierkegaard, William James o Whitehead escogieron esta segunda v¨ªa. Bergson cre¨ªa que, si impedimos todo conflicto entre la filosof¨ªa y la ciencia, se corre el riesgo de sacrificar la primera, sin que la segunda gane nada importante con ello.
Todos estos fil¨®sofos renegaron de un tiempo conformado por instantes vac¨ªos y uniformes. Conceb¨ªan el instante como algo lleno de vida y profundidad, como algo dif¨ªcilmente manejable. No hay dos instantes iguales, los hay vertiginosos, decr¨¦pitos o renovadores. Cada uno a su manera propuso una filosof¨ªa de la simpat¨ªa y la participaci¨®n, que pon¨ªa el acento en la mirada y para la que hab¨ªa una posible cosmolog¨ªa. El universo aparece en ella como un organismo vivo, sujeto a periodos c¨ªclicos de recreaci¨®n o disoluci¨®n, que se desarrollan en paralelo a la evoluci¨®n cognitiva de los seres que lo habitan. El espacio y tiempo no es ya, como en Kant, el marco o escenario de la vida, sino que es la vida consciente la que proyecta los habit¨¢culos del espacio y los cursos del tiempo.
Me gusta llamar a esa postura ¡°humanismo singular¡±. En ella, el individuo articula su vida consciente en torno a ciertas intuiciones y cualidades. Podr¨¢ utilizar los aviones, los puentes o los edificios que le ofrece el f¨ªsico, sin necesidad de asumir, como hace ¨¦ste, que el tiempo pueda reducirse al espacio. La vida es una constante elecci¨®n y esta decisi¨®n concierne a la vida misma. ¡°El primer acto de libre albedr¨ªo es creer en el libre albedr¨ªo¡± (William James). Para el humanismo singular, los dioses son siempre locales. Y su cosmolog¨ªa sit¨²a el centro del cosmos en cada ser vivo. Una geometr¨ªa extremadamente compleja y diversificada. Cada especie y cada individuo es un ¨¢ngulo que ofrece una visi¨®n particular del cosmos. El humanismo singular considera que hemos abusado de la cr¨ªtica y la atomizaci¨®n del pensamiento, que es hora de profundizar en la empat¨ªa, de ver con los ojos del otro. Descarta la b¨²squeda de leyes inmutables y se limita a un arte de la simpat¨ªa, a cierta cultura mental y ciertos h¨¢bitos del pensamiento. Una participaci¨®n que asume que vemos las cosas seg¨²n el tipo de relaci¨®n que establecemos con ellas. Se recupera as¨ª una visi¨®n art¨ªstica del cosmos, como organismo vivo y fluctuante, con diversos humores seg¨²n ¨¦pocas y lugares. Un cosmos l¨²cido y enajenado, que puede caer en contradicciones o en ataques de ira. Donde caben los recuerdos y los sue?os, junto con los drones, los relojes y los ordenadores cu¨¢nticos. El tiempo no es una caja o habit¨¢culo, tiene facetas y ¨¢ngulos. Ese tiempo vivo puede someterse a medici¨®n cuantitativa (y de ello resultan ciertos beneficios tecnol¨®gicos), pero esa reducci¨®n no hace justicia a su naturaleza y, sobre todo, no la agota. El tiempo, esa es su magia, tiene dif¨ªcil medida. La memoria lo experimenta a diario.
La cuesti¨®n de fondo que palpita en este debate es si la vida domina sobre el mecanismo o el mecanismo sobre la vida. El organismo vivo y consciente es un elemento inalienable del conocimiento. Concebir algo sin ¨¦l (ya sea el espacio, el tiempo o la luz) es un contrasentido. Podemos construir colectivamente una objetividad, pero cuando hablamos de la relatividad del tiempo o del espacio, siempre es respecto a un ¡°sistema de referencia¡±, a un observador consciente. Sacar al testigo de la ecuaci¨®n es il¨ªcito. Einstein nunca termin¨® de aceptar la teor¨ªa cu¨¢ntica. Quiz¨¢ porque nos ense?¨® que la detecci¨®n autom¨¢tica lo ¨²nico que hace es diferir la observaci¨®n. El gato de Schr?dinger lo sabe bien.
Naturaleza proteica
Los antrop¨®logos lo han repetido de mil maneras. Nuestra observaci¨®n del mundo no es meramente contemplativa o desinteresada. Est¨¢ cincelada por nuestros recuerdos, por la lengua y la cultura. No hay un sistema definitivo para la interpretaci¨®n de la naturaleza. Ella es como el dios Proteo, podr¨¢ convertirse en todos los seres, pero es astuta y nunca revela todos sus secretos. Responde a las cuestiones que se le plantean, y lo hace en el lenguaje que se plantean. Leibniz lo entendi¨® bien. En funci¨®n de la catadura de la pregunta, lo que revela la naturaleza ser¨¢ importante o trivial.
Los historiadores de la ciencia saben bien que, a nivel cient¨ªfico, observar es teorizar. Los instrumentos hablan el lenguaje de la teor¨ªa con la que fueron dise?ados. La naturaleza, esa es su cortes¨ªa, responde en ese mismo lenguaje. Pero ello no quiere decir que hable ¡°ese¡± lenguaje, sino que puede hacerlo en la lengua que le propongamos. Einstein neg¨® esa prerrogativa para justificar el lenguaje propio de su teor¨ªa (la geometr¨ªa de Riemann), al igual que otros lo hacen para justificar el lenguaje de la tribu filos¨®fica en la que se han educado. Cometi¨® en mismo desliz que Galileo. Poincar¨¦ y otros protestaron, pero el prestigio y la celebridad acabaron imponi¨¦ndose.
Whitehead advirti¨® las dificultades de distinguir lo local de lo distante, mediante su ¡°falacia de la ubicaci¨®n simple¡±. ?Pertenece al cuerpo lo que el ojo mira y el modo en que lo mira? El ser vivo no siempre est¨¢ donde est¨¢. La percepci¨®n lo desplaza en el espacio, el recuerdo en el tiempo. Con este planteamiento tomaba distancias respecto a la distinci¨®n entre sucesos locales y distantes. La definici¨®n de tiempo de Einstein depend¨ªa de esa distinci¨®n. La sincronizaci¨®n de dos sucesos en un ¨²nico lugar, llevaba inscrita esa contradicci¨®n. Russell sosten¨ªa que la ciencia depend¨ªa de la distinci¨®n entre lo local y lo distante. La falacia de la ubicaci¨®n simple implicaba la muerte de la ciencia. Para Russell, supon¨ªa asumir un ¡°pante¨ªsmo m¨ªstico¡± incompatible con la ciencia. Pero no existe un criterio para determinar d¨®nde termina lo local y d¨®nde empieza lo distante.
S¨®lo al final de su vida, Einstein reconoci¨® la dificultad de distinguir los resultados experimentales de las premisas te¨®ricas. De ah¨ª que no aceptara algunos principios esenciales de la teor¨ªa cu¨¢ntica: la dualidad de la luz, que se comporta como onda o corp¨²sculo en funci¨®n del instrumento utilizado para observarla. Tampoco acept¨® el principio de indeterminaci¨®n y, parad¨®jicamente, rechaz¨® la importancia del observador (cuya mirada condiciona el resultado del experimento), a pesar de su compromiso con los sistemas de referencia, esenciales a la relatividad. No pudo aceptar la indeterminaci¨®n esencial de la naturaleza (¡°Dios no juega a los dados¡±), una idea que fascinaba a Leibniz y que resulta esencial en el universo cu¨¢ntico. Como apunt¨® Watanabe, la teor¨ªa cu¨¢ntica parec¨ªa haber descubierto el eslab¨®n perdido entre el tiempo interior y el tiempo f¨ªsico. No conven¨ªa establecer una divisi¨®n r¨ªgida entre ambos. Cualquier medici¨®n f¨ªsica del tiempo contiene un elemento mental. La cuesti¨®n es establecer prioridades. La teor¨ªa cu¨¢ntica revolucion¨® el concepto de medici¨®n (que est¨¢ en la base de la relatividad) e introdujo en ¨¦l una incertidumbre inevitable. Esa incertidumbre era para el poeta una alegr¨ªa. Paul Val¨¦ry vio en ella un motivo de celebraci¨®n: ¡°los f¨ªsicos han encontrado la libertad¡±.
La idea de la ley eterna, tan sina¨ªtica, nunca abandonar¨ªa a Einstein. La m¨¢quina no es tiempo, funciona en el tiempo y se deteriora, no as¨ª el ser vivo, que es tiempo encarnado. Su ¡°pecado original¡±, como ¨¦l mismo reconocer¨ªa, fue confundir la medici¨®n del tiempo con el tiempo mismo. En su juventud hab¨ªa sido un soldado de la ciencia con una misi¨®n. Estaba orgulloso de haber barrido los elementos subjetivos del tiempo y de haber contribuido a la construcci¨®n del mundo objetivo de la ciencia. Pero esa fe inquebrantable en su misi¨®n se fue diluyendo. Einstein fue incapaz de justificar por qu¨¦ hab¨ªa definido el reloj de luz como un reloj ideal. La luz parec¨ªa algo diferente a todas las dem¨¢s cosas. Mientras todo cambia, la luz no lo hace y su velocidad se mantiene constante. Le inquietaba que su teor¨ªa dependiera tanto de un n¨²mero concreto. Cualquiera que entienda la naturaleza de los n¨²meros descartar¨ªa esa posibilidad. S¨®lo hay un n¨²mero alrededor del cual giran todos los dem¨¢s. Ese n¨²mero es el 1, que para Nicol¨¢s de Cusa no era un n¨²mero, sino aquello que hac¨ªa posible los n¨²meros. Para Einstein la unidad absoluta, que hace posible la medici¨®n (la ciencia f¨ªsica), era la velocidad de la luz.
La vida civilizada necesita del reloj y del calendario, pero eso no quiere decir estos marquen el ¨²nico tiempo posible. En una entrevista en Princeton, Einstein admiti¨® la direcci¨®n del argumento: que la velocidad de la luz fuera una constante fundamental permit¨ªa consensuar el tiempo objetivo. Impl¨ªcitamente admit¨ªa que lo objetivo (el reloj de luz) era un ¡°acuerdo com¨²n¡± entre expertos. Nordmann lo encontr¨® inquietante: las mediciones de la velocidad de la luz mostraban que era constante en todas las direcciones y que no depend¨ªa del movimiento de su fuente. Pero ese resultado depend¨ªa de c¨®mo se defin¨ªan las unidades de tiempo y espacio, a partir de ondas de luz. El argumento parec¨ªa circular. La ciencia de Einstein, como una religi¨®n revelada, se asentaba en esa aceptaci¨®n. La constancia de la velocidad de la luz (que permite definir el tiempo de modo objetivo) era un juicio sint¨¦tico a priori (un juicio extensivo y universalmente v¨¢lido).
En sus ¨²ltimas reflexiones, Einstein tambi¨¦n admiti¨® que no hay una diferencia clara entre impresiones sensibles e ideas mentales. Esa distinci¨®n era el ¡°pecado¡± que deb¨ªa cometer el f¨ªsico para realizar su trabajo. Esa dificultad de distinguir con precisi¨®n entre las sensaciones y la mente, supon¨ªa de alg¨²n modo admitir que la distinci¨®n entre el tiempo interno y el objetivo era espuria. Pero ya era tarde. Con su elecci¨®n la f¨ªsica sali¨® airosa y someti¨® a la filosof¨ªa. La correcci¨®n de esta situaci¨®n est¨¢ muy lejos de haberse cumplido.
Somos una civilizaci¨®n cient¨ªfica donde todav¨ªa es posible llevar una vida filos¨®fica. Entramos ahora en la era de la biotecnolog¨ªa y corremos el riesgo de que los datos sensoriales sustituyan a las sensaciones (Deleuze), amenazando las antiguas formas de vida. El observador no deber¨ªa ser nunca irrelevante, la teor¨ªa cu¨¢ntica nos lo recuerda. No hay una disyuntiva entre la ¡°raz¨®n viva¡± y la ¡°raz¨®n mec¨¢nica¡±. La segunda est¨¢ incluida en la primera, pero decantarse por una u otra es vital, tanto para el individuo como para la sociedad que queremos construir.
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