A la orilla de ese r¨ªo
Clara Sanchis repone Una habitaci¨®n propia, de Virginia Woolf, bajo la direcci¨®n de Mar¨ªa Ruiz
Noche fr¨ªa, neblinosa. Parece un barrio desierto en un pueblo de provincia. Bares cerrados. Vamos a la sala Beckett. Clara Sanchis vuelve a ser la joven Virginia Woolf en Una habitaci¨®n propia, el mon¨®logo escrito en 1928, inspirado en una serie de conferencias sobre mujeres y literatura, dirigido por Mar¨ªa Ruiz (que tambi¨¦n firma la versi¨®n), protagonizada y producida por la actriz. Misterio: la Beckett parece, por unos instantes, deshabitada. Alguien dice: ¡°Aqu¨ª no habr¨¢ venido ni un alma¡± (como si nosotros fu¨¦ramos fantasmas). Miramos de espalda al escenario. ¡°A ver si nos hemos equivocado¡±. Feliz error, porque entra Clara Sanchis, nos giramos y, magia, platea repleta. Luego sabremos que la funci¨®n hizo una larga gira por Espa?a, y ahora recala en la sala de la planta baja de la Beckett, donde permanecer¨¢ en cartel hasta el 21 de marzo.
Algunas im¨¢genes y sonidos para el recuerdo: tem¨ªamos no ser apenas cuatro gatos, como si Woolf fuese alguien muy lejano, y al final no pararon de llover aplausos. Qu¨¦ alegr¨ªa tan inesperada con tanto silencio y tanta humedad. Otra imagen que me vuelve una y otra vez: Sanchis/Woolf, sentada en la mesa del despacho con los pies colgando. Pens¨¦: esta muchacha eterna, una tarde de verano, junto al r¨ªo, solo puede ser la Virginia Woolf que pint¨®, palabra a palabra, Flush, el spaniel dorado, y mi libro favorito de todos los que escribi¨® la se?ora Woolf, por cierto. M¨¢s m¨²sica: frases sencillas, breves, directas como pu?etazos en la ¨¦poca que sonaron: ¡°Es curioso: la historia de la oposici¨®n masculina a la emancipaci¨®n de las mujeres quiz¨¢s sea m¨¢s reveladora que la historia misma de la emancipaci¨®n¡±. El asunto de Una habitaci¨®n propia es ¡°las mujeres y la literatura¡±. Profundo tema, pero lo que m¨¢s me gusta es c¨®mo lo dice, c¨®mo lo sonr¨ªe, c¨®mo nada en ese r¨ªo. Le preguntan: ¡°?Qu¨¦ necesitan las mujeres para escribir buenas novelas?¡±. Canta, Clara. ¡°Independencia econ¨®mica y personal. Es decir, una habitaci¨®n propia¡¡±.
Escucho, y la cabeza no para de jugar de un lado a otro. Juego, por ejemplo, a imaginar que Woolf y Duras hablan de sus libros en un square parisino, antes de la guerra. Me pregunto: ?cu¨¢nto hace que no ve¨ªa en teatro a Clara Sanchis? A su madre, Mag¨¹i Mira, le iba al pelo La noche de Molly Bloom, que dirigi¨® Sanchis Sinisterra. Su hija Clara exhala una iron¨ªa a caballo entre fuerza suave y cantarlas claras. Me recordaba mucho a la escritora Marta Sanz. Me acuso de no haber visto bastante a Clara Sanchis. As¨ª que veo (y escucho) a la Virginia que pinta lo que atrapa a su alrededor y que nada en un r¨ªo de hierba crecido para ella. Atrapo este p¨¢rrafo de la charla: ¡°Todo era intenso y tenue a la vez, como si una estrella o una espada rasgara el velo que el crep¨²sculo hab¨ªa tendido sobre el jard¨ªn, como si el rel¨¢mpago de una terrible realidad estallara en el coraz¨®n de la primavera¡¡±. Vuelan estos adjetivos tan aparentemente opuestos: tenue e incandescente. Volar, atrapar, nadar.
La m¨²sica: un pasaje de Bach en un piano real, como el parque parisino, pero m¨¢s resultar¨ªa, como una de sus novelas, la balada central de The Long Day Closes, que le imagino, que le presto, zote, sin una idea de m¨²sica. Y el r¨ªo Ouse, que serpentea en su voz, en las teclas del piano. En aquella ¨¦poca, aquel r¨ªo salvaba porque era hierba. ¡°El r¨ªo reflejaba a su capricho, puente y ¨¢rbol encendido, y cuando un estudiante en su barca de remos cruz¨®, los reflejos volvieron a cerrarse por completo tras ¨¦l, como si nunca hubiera existido. Un lugar perfecto para pasar el rato divagando. S¨®lo profesores y estudiantes pueden pisar el c¨¦sped: el camino de grava es el lugar. Fue cosa de un instante¡¡±.
Vuelve, Clara, joven Virginia. Lanzando el sedal, concentrada, hasta hundir la ca?a en el agua y pescar una idea brillante como una trucha centelleante. Una met¨¢fora reci¨¦n pescada, de las que se tarda horas en atraparla. No puedo olvidar su sonrisa, tan lejos de los pomposos soliloquios de Oxbridge, y luego, como una condena, la luz apag¨¢ndose, y la imagen de la muchacha entrando en el Ouse, metiendo las piedras en sus bolsillos, al anochecer. Las piedras son peque?as y cuadradas y cada una tiene una fecha y un t¨ªtulo: El cuarto de Jacob (1922), La se?ora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Flush (1933), Los a?os (1937), Entre actos (1941), Las olas (1931). El 28 de marzo de 1941, la escritora sucumbe a una grave dolencia mental y se suicida entrando en el agua. Busco un t¨ªtulo. Se me ocurren dos. Uno lo quiero con la sonrisa de Shirley McLaine. Ti?o su cabello de rojo granada. El primer t¨ªtulo es ¡°Esp¨ªa busca despacho secreto¡±. El segundo llega al anochecer. Una calma extraordinaria. ¡°A la orilla de un r¨ªo¡±. El agua solo acaricia sus tobillos. Vuelve el vendaval de los aplausos, que no para de sonar. Y la canci¨®n: The Long Days Closes. ?Vuelve, Flush, que te puedes perder!
Una habitaci¨®n propia. Texto: Virginia Woolf. Versi¨®n y direcci¨®n: Mar¨ªa Ruiz. Sala Beckett. Barcelona. Hasta el 21 de marzo.
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