Mi primer encuentro con Jean Genet, mentiroso sublime
Tahar Ben Jelloun recuerda en este texto la llamada que, siendo ¨¦l un joven de 30 a?os, recibi¨® de un autor consagrado de 64, volcado en la militancia pol¨ªtica, cansado de la literatura y de su propia imagen de maldito. Aquel d¨ªa naci¨® una amistad a la que el autor marroqu¨ª ha dedicado un libro, ¡®Jean Genet, mentiroso sublime¡¯, que esta semana llega a las librer¨ªas de la mano de la editorial Huerga & Fierro
Blanca escarlata, la voz de Jean Genet. El recuerdo de una voz tiene un color; la de Genet ten¨ªa algo de luminoso y al mismo tiempo de juguetona. Todav¨ªa la oigo. Voz trabajada por el tabaco, un poco ronca, casi femenina, pero una voz sonriente. Con el tiempo se volvi¨® gruesa, calma y siempre presente, urgente. Escribir¨¢ en Un cautivo enamorado: ¡°Como todas las voces, la m¨ªa est¨¢ falsificada, y si no se adivinan las falsificaciones ning¨²n lector es consciente de su naturaleza¡±.
Yo estaba lejos de advertir sus efectos especiales. Hab¨ªa cierta constancia en aquella voz, un tono que variaba poco. Nunca hablaba en voz alta y, hasta cuando estaba enojado, solo expresaba su exasperaci¨®n con palabras escogidas. Era natural en ¨¦l. Pero cuando escrib¨ªa o¨ªa su voz interior, que deb¨ªa ser diferente de la que utilizaba en p¨²blico. A veces murmuraba o recalcaba ciertas palabras para hacer sentir mejor su importancia. Las acompa?aba con gestos precisos como si dibujara caras y expresiones corporales. La voz de la falsedad. La voz de la verdad. La voz correcta. Pasaba de una a otra sin previo aviso. Proced¨ªa, ingenuamente, de un modo tan burdo que produc¨ªa risa. Mentir es hacer piruetas. ?l estar¨ªa de acuerdo con lo que dec¨ªa Cavafis: ¡°La verdad solo pertenece a los vencedores¡±, y a?ad¨ªa: ¡°La verdad no es suficiente, pero el poeta da testimonio incluso de lo que no ha visto¡±. Genet no se reconoc¨ªa ¡°en el hilo de las evidencias¡± (Ren¨¦ Char); lejos de ello, todo le parec¨ªa complejo y desconfiaba de todo y de todos salvo de los que amaba. Pasaba as¨ª de un exceso a otro y no le incomodaba. Era el hombre de la palabra dada, palabra que daba muy raramente. Del resto, firma, contrato, promesa, le daba por burlarse y re¨ªrse.
En ning¨²n momento sent¨ª que su voz era ¡°falsa¡±, salvo cuando imitaba a la gente. M¨¢s de 40 a?os despu¨¦s, a¨²n la conservo claramente en la memoria. La escucho, regreso al pasado y vuelvo a ver aquella ma?ana soleada de primavera, el 5 de mayo de 1974; yo ten¨ªa treinta a?os y ¨¦l la edad que yo tengo hoy, cuando escribo estas l¨ªneas: 64 a?os. Mucho m¨¢s que sus escritos, a los que vuelvo a menudo, es su voz la que m¨¢s me acompa?a. Para m¨ª era la voz de un hombre verdadero, no la de un mentiroso, de un embustero, de un jugador o de un comediante. Sobre todo no la de un santo.
Me habl¨® por tel¨¦fono, y me esforc¨¦ en represent¨¢rmelo. Hab¨ªa solo visto una foto suya con los Black Panthers en Am¨¦rica. Me acordaba de su nariz de boxeador y de su cabeza calva. No estaba seguro de reconocerlo si me lo encontrara por la calle. Hab¨ªa o¨ªdo hablar de ¨¦l cuando se posicion¨® en favor de los prisioneros negros en Am¨¦rica. Fue en julio de 1969, en el Festival Panamericano de Argel. Unos hombres ven¨ªan de caminar por la luna, y nosotros, incr¨¦dulos, prefer¨ªamos la compa?¨ªa de los militantes negros con Angela Davis a la cabeza. Fue all¨ª cuando o¨ª por primera vez el nombre de Genet en boca de Jean S¨¦nac, poeta franc¨¦s que se hizo argelino, asesinado en 1973 en Argel porque era homosexual, porque era rebelde, porque molestaba a un r¨¦gimen militar duro y al¨¦rgico a la poes¨ªa, al pensamiento libre, a la imaginaci¨®n creadora.
¡°Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo s¨ª, lo he le¨ªdo y me gustar¨ªa quedar con usted... ?Est¨¢ libre para comer?¡±. Me dije: resulta gracioso, el mundo al rev¨¦s. ?Un mito de las letras francesas que me invita a m¨ª! No me lo pod¨ªa creer. Estaba vagamente al corriente de sus bromas, de sus pol¨¦micas, de sus esc¨¢ndalos y de sus obras prohibidas. Cuando estaba escribiendo mi primera novela, Harrouda, entre 1970 y 1972, descubr¨ª el Diario del ladr¨®n, que un amigo me hab¨ªa recomendado. ¡°L¨¦elo, habla de T¨¢nger, un T¨¢nger que ni t¨² ni yo conocimos¡±. Efectivamente, me qued¨¦ sorprendido y al mismo tiempo me intrig¨® lo que aquel hombre relataba de su viaje de Barcelona a T¨¢nger. Aquella lectura me conmocion¨®, pero fue una conmoci¨®n saludable, formidable.
¡°Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo s¨ª, lo he le¨ªdo y me gustar¨ªa quedar con usted... ?Est¨¢ libre para comer?¡±. Me dije: resulta gracioso, el mundo al rev¨¦s. ?Un mito de las letras francesas que me invita a m¨ª!
?Jean Genet quer¨ªa conocerme! ?Por supuesto que estaba libre! Lo habr¨ªa anulado todo para aceptar su invitaci¨®n. Fue la ¨²nica vez en que me habl¨® de usted. El tuteo era en ¨¦l inmediato, salvo con las personas que quer¨ªa tener a distancia.
Yo sab¨ªa que hab¨ªa le¨ªdo Harrouda, aparecida en 1973, en Maurice Nadeau. Hab¨ªa hablado de ella en una emisi¨®n de France Culture. Su intervenci¨®n se public¨® en L¡¯Humanit¨¦. Un amigo librero de la Rue de Rennes me lo comunic¨® algunos d¨ªas despu¨¦s, pero demasiado tarde para encontrar el diario en los kioscos. Me dijo que Genet se meti¨® con Sartre. ¡°Harrouda de Tahar Ben Jelloun, Une vie d¡¯Alg¨¦rien de Ahmed, Le Cheval dans la ville de Pel¨¦gri, Le Champ des oliviers de Nabile Far¨¨s ¨Dhab¨ªa declarado Genet el 2 de mayo de 1974¨D son los libros que uno tendr¨ªa que leer para conocer la miseria de los emigrantes, su soledad y sus desdichas, que son tambi¨¦n las nuestras. [...] Es necesario que hable, y volver¨¦ a hablar de estas voces m¨¢s l¨²cidas que lastimeras, ya que nuestros intelectuales, a los que todav¨ªa se les llama est¨²pidamente pensadores, escurren el bulto; los que supuestamente son los mejores se callan; uno de los m¨¢s generosos, Jean-Paul Sartre, parece haber cometido un error y complacerse en el mismo. No se atreve a pronunciar una palabra, una palabra que podr¨ªa ayudar a esas voces de Tahar Ben Jelloun y Ahmed. Pero Sartre ya no es el pensador de nadie, salvo de una pintoresca banda ya desbandada¡±.
Estas palabras me hab¨ªan en un principio sorprendido, pues eran inexactas: mi novela no trataba de la miseria de los inmigrantes, sino de la historia de un ni?o que descubre la sexualidad entre las ciudades de Fez y T¨¢nger. Genet solo hab¨ªa retenido la figura de la madre del ni?o y la de aquella anciana prostituta convertida en mendiga que los ni?os apodaban ¡°Harrouda¡±. A la espera de leer todo el art¨ªculo, me dije ¡°he de darle las gracias¡± y envi¨¦ una carta bastante banal a Gallimard con mi direcci¨®n en el dorso del sobre: ¡°Maison de la Norv¨¨ge, Cit¨¦ Universitaire, boulevard Jourdan, Paris XIV¡±.
Estaba muy lejos de imaginar que me responder¨ªa y no pod¨ªa adivinar que elegir¨ªa telefonearme. En la Ciudad universitaria no ten¨ªamos tel¨¦fono en las habitaciones, solo una campana para avisarnos. Hab¨ªa entonces que bajar a recepci¨®n para atender la llamada. Yo estaba en pijama y, mientras me vest¨ªa, solo me invad¨ªa un temor: que el comunicante no hubiera ya colgado.
Me llamaban raramente. Deb¨ªan de ser, pens¨¦, mis padres o mi hermano seguramente de paso por Par¨ªs. Cuando tom¨¦ el auricular, su primera frase sali¨® de una vez. Ni una sola vacilaci¨®n, ni el m¨¢s m¨ªnimo silencio entre las palabras. Como aprendida de memoria, como recitada por un comediante sin derecho a equivocarse: ¡°Me llamo Jean Genet...¡±.
Me pidi¨® que nos encontr¨¢ramos en el restaurante L¡¯Europ¨¦en, frente a la Gare de Lyon. Tom¨¦ el metro con la emoci¨®n de ir a conocer al escritor con el que nunca hubiera esperado encontrarme un d¨ªa. Pero he aqu¨ª que, perturbado por la invitaci¨®n, me equivoco de estaci¨®n y me encuentro en la Gare du Nord. Baj¨¦ de nuevo al metro volviendo a pensar en las p¨¢ginas del Diario del ladr¨®n, un libro que me hab¨ªa dejado noqueado por su virulencia, su crueldad y su audacia. Me acordaba de los escupitajos, de los piojos y de las palabrotas: ¡°Los piojos nos habitaban. Proporcionaban tal animaci¨®n a nuestras ropas, tal presencia, que, al desaparecer, parec¨ªa que estaban muertas. Nos gustaba saber, y sentir, pulular las bestias transl¨²cidas que, sin ser domesticadas, eran tan buenas con nosotros que el piojo de otro nos asqueaba. Las caz¨¢bamos, pero con la esperanza de que en el d¨ªa hubieran nacido las liendres. Con nuestras u?as las aplast¨¢bamos sin asco y sin odio¡±.
Se me hab¨ªa quedado este pasaje en la memoria porque me regresaba con precisi¨®n a aquellas noches pasadas en el campo disciplinario del ej¨¦rcito cazando chinches (cuando uno los aplasta, desprenden un olor insoportable) y piojos que se ocultaban en las s¨¢banas, ya que nuestras cabezas eran sistem¨¢ticamente rasuradas cada dos d¨ªas.
Despu¨¦s de haber atravesado todo Par¨ªs en metro, llegu¨¦ finalmente con mucho retraso. Era un d¨ªa particularmente soleado, Genet estaba en la acera, con un libro en la mano. Me sorprendi¨® el rosa fresco de sus mejillas, un rosa caramelo. Un beb¨¦ risue?o, peque?o de talla, camisa de un blanco relumbrante, pantal¨®n beige no muy limpio, gastado chaquet¨®n de gamuza, restos de nicotina en los dedos. Fumaba cigarrillos Panter, el humo ol¨ªa fatal. Al entrar en el restaurante, cre¨ª que hac¨ªa bien dici¨¦ndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: ¡°No me vuelvas a hablar nunca m¨¢s de mis libros; escrib¨ª para salir de prisi¨®n, no para salvar a la sociedad; he salvado mi piel aplic¨¢ndome como un buen escolar, ya lo sabes, eso es todo¡±.
Me qued¨¦ sorprendido, un poco desconcertado, sin saber c¨®mo reparar la metedura de pata. Me hab¨ªa hecho ciertas ilusiones y pensaba que un gran escritor no hablar¨ªa as¨ª de su obra. Era el lado ingenuo de mis inicios en la literatura. Pero confieso que esta reacci¨®n violenta, sorprendente, me ayud¨® enormemente en mi vida y en mi trabajo. Era la primera vez que me encontraba con un escritor que no soportaba que se mencionara delante de ¨¦l su obra. Resultaba muy raro. Le pregunt¨¦ por qu¨¦. Me mir¨® y me dijo: ¡°?Qu¨¦ es lo importante, un hombre o una obra?¡±. Puso ante m¨ª la obra que ten¨ªa en la mano, un libro en ¨¢rabe. Me dijo: ¡°Son Las mil y una noches, estar¨ªa bien que las tradujeras¡±. Le respond¨ª que ya hab¨ªa buenas traducciones de aquel libro. No insisti¨® y comenz¨® a hablarme con m¨¢s detenimiento: ¡°Vengo de Palestina y, al final, de Jordania y de los campos palestinos. La polic¨ªa jordana me arrest¨® y luego me expuls¨®. Yo hablaba del Septiembre Negro, de la responsabilidad del peque?o rey; en pocas palabras, no fui bienvenido. En fin, tienes que saber que es horrible lo que he visto; s¨ª, horrible, la gente tiene que saber lo que pasa all¨ª. He visto a ni?os deshidratados, a madres implorar al cielo, a combatientes salir al alba a luchar contra el ocupante; he visto tales cosas que he escrito un texto que me ha pedido Arafat. Ha sido traducido al ¨¢rabe. No lo tengo, pero me gustar¨ªa mucho pas¨¢rtelo para que me dijeras si est¨¢ bien traducido, ?comprendes?, para los palestinos. Las palabras han de ser precisas, sin contrasentidos, es importante¡±.
Pidi¨® una ca?a y pur¨¦. El camarero le dijo: ¡°Pur¨¦, ?con qu¨¦?, ?carne, pescado?¡±. ¡°Carne picada¡±. Me dijo: ¡°En Par¨ªs, no se puede comer un plato de pur¨¦. Apenas me quedan dientes, de modo que no puedo masticar la carne, me alimento de pur¨¦; pero es necesario que pida carne, o no hay pur¨¦. Aunque, t¨², toma lo que te apetezca. Eres mi invitado¡±. Durante el resto de la comida, en ning¨²n momento habl¨® de Harrouda ni de su intervenci¨®n en France Culture; me habl¨® de los campos palestinos, de Hamza, un combatiente palestino que hab¨ªa conocido, de la madre de Hamza, de los ni?os que jugaban con balones pinchados, de las polvaredas, de la falta de agua, de la dignidad de las mujeres. Insisti¨® sobre este ¨²ltimo punto y luego me dijo: ¡°Hay que hacer algo, es necesario que los europeos sepan lo que pasa all¨ª; les promet¨ª que les ayudar¨ªa informando a la gente. El otro d¨ªa recib¨ª una carta de Claude Mauriac de Le Figaro, me ped¨ªa escribir algo sobre ya no s¨¦ qu¨¦ y me daba una p¨¢gina entera, le telefone¨¦ proponi¨¦ndole contar mi viaje a Palestina. Marc¨® un tiempo de espera y luego me dijo: ¡°?No, lo que te pido es una p¨¢gina literaria!¡±. Pero ?yo no tengo nada que ver con eso, con la literatura! Lo que yo quiero es dar testimonio, ?denunciar! ?La literatura! ?Menuda patra?a!¡±.
Cre¨ª que hac¨ªa bien dici¨¦ndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: ¡°No me vuelvas a hablar nunca m¨¢s de mis libros; escrib¨ª para salir de prisi¨®n, no para salvar a la sociedad; he salvado mi piel aplic¨¢ndome como un buen escolar, ya lo sabes, eso es todo¡±.
Hablando lentamente, como si dictara un texto aprendido de memoria, me dijo una frase parecida a la que ahora leo al principio de Un cautivo enamorado: ¡°En Palestina, m¨¢s que en otros lugares, me pareci¨® que las mujeres pose¨ªan una cualidad m¨¢s que los hombres. Por muy bravo, valiente, atento con los dem¨¢s, todo hombre est¨¢ limitado por sus propias verdades. A las suyas, las mujeres, por otra parte no admitidas en las bases pero responsables de los trabajos del campo, a?aden a todas estas una dimensi¨®n que parece implicar una risa inmensa¡±.
Me di cuenta de que, para ¨¦l, era de las mujeres palestinas de quienes deber¨ªamos hablar con prioridad si tuvi¨¦ramos que hacer algo juntos. Era incluso la raz¨®n secreta de aquella comida. No me decepcion¨®; al contrario, aquello me estimul¨®. Yo mismo estaba bastante comprometido con los palestinos en Par¨ªs y acababa de perder a un amigo, a Mahmoud Hamchari, asesinado en su casa al explotarle su tel¨¦fono. Los servicios secretos israel¨ªes proced¨ªan de ese modo, en aquel tiempo, cuando quer¨ªan eliminar a tal o a cu¨¢l representante de Palestina en Europa. Yo hab¨ªa escrito un poema en su memoria, que se convirti¨® en un cartel que distribu¨ªan los simpatizantes belgas de la causa palestina.
Le propuse de inmediato a Genet encargarme de escribir un art¨ªculo sobre el asunto en Le Monde, donde justamente hab¨ªa comenzado a colaborar. Me mir¨® aturdido y luego me dijo: ¡°No creo que quieran publicar algo que vaya a enojar a sus amigos israel¨ªes¡±. Estaba convencido, y lo estuvo el resto de su vida, de que los medios franceses estaban ¡°bajo la f¨¦rula de los sionistas¡±...
Al d¨ªa siguiente de nuestro encuentro, visit¨¦ a Pierre Viansson-Pont¨¦, el redactor jefe de Le Monde, para el que deb¨ªa escribir en aquel diario desde que me lo presentara mi amigo Fran?ois Bott. Viansson me aconsej¨® que me viera con Claude Julien, que dirig¨ªa Le Monde diplomatique. Lo que hice inmediatamente. Julien era un hombre elegante, cort¨¦s y atra¨ªdo por los dem¨¢s. Me dijo: ¡°Eso me interesa mucho; le reservo la ¨²ltima p¨¢gina del mes de julio, es muy le¨ªda; espero su escrito¡±.
Comenz¨® luego un verdadero taller de trabajo con Genet. Ven¨ªa casi a diario a mi cuarto de la Maison de la Norv¨¨ge y me hablaba. Yo tomaba notas. Cuando no consegu¨ªa imaginarme los lugares, cog¨ªa ¨¦l un bol¨ªgrafo y me dibujaba el campo con unos trazos. Quer¨ªa ser preciso, exacto, y repet¨ªa varias veces la misma frase. Yo escrib¨ªa casi bajo su dictado. ?l me rele¨ªa luego; con un bol¨ªgrafo rojo, tachaba las frases que no le gustaban. Ven¨ªa a durar aquello unas dos horas. Todo lo contrario del Monde des livres, que me hab¨ªa ense?ado a ser r¨¢pido pidi¨¦ndome a veces un obituario justo antes del cierre. Yo sab¨ªa trabajar con urgencia. Hab¨ªa hecho ya reportajes y enviaba mis art¨ªculos por telex porque la actualidad no espera. Lo que no le imped¨ªa al gran Jacques Fauvert, director de Le Monde en aquel tiempo, repetir: ¡°Una informaci¨®n ha de verificarse m¨¢s de una vez antes de ser publicada, incluso si hemos de aparecer despu¨¦s de los dem¨¢s¡±. Eran otros tiempos, otras exigencias.
Me di cuenta de que, para ¨¦l, era de las mujeres palestinas de quienes deber¨ªamos hablar con prioridad si tuvi¨¦ramos que hacer algo juntos. Era incluso la raz¨®n secreta de aquella comida.
Ya no me acuerdo cu¨¢ntas ma?anas y tardes trabajamos, Genet y yo, aquel texto. Una ma?ana muy temprano, ¨¦l se levantaba a las seis, me llam¨® simplemente para cambiar una palabra. Me dijo: ¡°?Sabes?, se trata de los palestinos, hombres y mujeres sin patria; no podemos adem¨¢s maltratarlos con palabras incorrectas o impropias, se merecen nuestras mejores palabras; es por lo que hemos de ser precisos, muy precisos, y no dejar ninguna deficiencia o ambig¨¹edad en el texto¡±. Deb¨ª teclear el art¨ªculo una decena de veces en mi vieja m¨¢quina de escribir. ?l lo rele¨ªa con un bol¨ªgrafo Bic rojo en la mano; subrayaba ciertos pasajes, escrib¨ªa en el margen, tachaba algunas de sus propias palabras, le¨ªa en voz alta y luego me lo devolv¨ªa para que lo volviera a teclear. Yo ya no era a sus ojos un periodista, sino un c¨®mplice al que le encargaba transmitir un mensaje. Estaba apasionado, decidido a hacer lo que fuera para dar testimonio de todo lo que hab¨ªa visto all¨ª y de las condiciones inhumanas en las que viv¨ªan los refugiados palestinos. Se tomaba su papel tan en serio que hab¨ªa perdido el sentido del humor. Estaba serio, impaciente y, cuando hac¨ªa una pausa, despotricaba contra la prensa francesa que daba la espalda a la desgracia de aquel pueblo.
Deb¨ª teclear el art¨ªculo una decena de veces. ?l lo rele¨ªa con un bol¨ªgrafo rojo en la mano; subrayaba, escrib¨ªa en el margen, tachaba, le¨ªa en voz alta y luego me lo devolv¨ªa para que lo volviera a teclear. Yo ya no era a sus ojos un periodista, sino un c¨®mplice al que le encargaba transmitir un mensaje.
Terminado por fin el art¨ªculo, tras innumerables revisiones y correcciones, Genet puso una condici¨®n sine qua non para su publicaci¨®n: Azzedine Kalak, el representante de la OLP en Par¨ªs, deb¨ªa darme su autorizaci¨®n. Y aqu¨ª se encontraban ya reunidos en torno al texto, en mi peque?¨ªsima habitaci¨®n de la Ciudad universitaria: Jean Genet, Azzedine Kalak y Mahmoud Darwich, que, de paso por Par¨ªs, se nos hab¨ªa unido. Yo le¨ªa en franc¨¦s y, seguidamente, traduc¨ªa al ¨¢rabe para Azzedine Kalak y Mahmoud Darwich. Estaban orgullosos y conmovidos por toda la atenci¨®n que les prestaba Genet. Mahmoud lo conoc¨ªa ya un poco, se hab¨ªan conocido en Amm¨¢n. Iniciamos una conversaci¨®n entre nosotros cuatro, en una mezcla de franc¨¦s y ¨¢rabe. Genet se lo tomaba todo tan en serio que lleg¨® a parecernos un poco demasiado meticuloso, demasiado riguroso, lo que hizo incluso sonre¨ªr a Azzedine y a Mahmoud, en particular a este ¨²ltimo, dotado de un gran sentido del humor. Frente a ellos, Genet se encontraba totalmente desprovisto del mismo. Pero conservo de aquel encuentro el recuerdo de un general buen humor y de una relaci¨®n muy fraternal. ?C¨®mo pod¨ªa imaginar entonces que Azzedine Kalak ser¨ªa asesinado cuatro a?os despu¨¦s, en aquella misma ciudad y probablemente por los servicios secretos iraqu¨ªes? Genet idealizaba sin duda a los palestinos y su causa, pero sab¨ªa lo que hac¨ªa; no era aquel su primer combate, y su lucha junto con los negros americanos le hab¨ªa ense?ado que uno deb¨ªa ser muy exigente y estar muy vigilante si quer¨ªa ganar la partida.
Le llev¨¦ el escrito a Claude Julien, quien me dijo que estaba muy contento de publicar un texto inspirado por Jean Genet y su lucha en favor de la causa palestina. El art¨ªculo apareci¨® en el n¨²mero de julio de 1974. Tuve muy pocas reacciones a su contenido; en compensaci¨®n, mis amigos no dejaban de repetirme que frecuentaba a quien ellos consideraban un enorme escritor. Por m¨¢s que rectificara y dijera que el Genet que conoc¨ªa era m¨¢s un militante que un escritor, no dejaban de repetirme que la suerte me sonre¨ªa. ¡°No solamente ha escrito sobre ti ¨Dme dijo uno de ellos¨D, sino que ahora escribe contigo¡±. M¨¢s tarde comprend¨ª hasta qu¨¦ punto era Genet quien eleg¨ªa siempre a las personas que frecuentaba y no al rev¨¦s. Era ilocalizable, inasequible, fuera de alcance. Cuando nos ve¨ªamos, hac¨ªa todo lo posible por evitar a los que llamaba los ¡°latosos¡±, una categor¨ªa que englobaba a los agentes del fisco como a los antiguos conocidos que esperaban retomar el contacto con ¨¦l. En cuanto a la amistad, era intratable.
Traducci¨®n de Pedro Gand¨ªa Buleo.
¡®Jean Genet, mentiroso sublime¡¯. Tahar Ben Jelloun. Traducci¨®n de Pedro Gand¨ªa Buleo. Huerga & Fierro, 2021. 184 p¨¢ginas. 16 euros. Se publica el 15 de abril.
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