No sabe ni contesta
La ciencia puede salvar vidas, pero nuestra subjetividad seguir¨¢ oscilando entre la incertidumbre y la ilusi¨®n
?A qui¨¦n pedir ayuda? Ni al ¨¢ngel, ni a los hombres. Y los astutos animales ya se han dado cuenta de que no confiamos ni nos sentimos en casa en el mundo de los significados¡±. Tal escribi¨® Rilke en su primera Eleg¨ªa de Duino, publicada en Leipzig en 1923. La guerra hab¨ªa terminado en 1918 y persist¨ªa en la memoria. Pero ?Rilke no alude solamente al recuerdo, sino a la capacidad de comprender y apropiarse del sentido de una experiencia. Estamos en lo mismo hoy, vacilantes entre la experiencia y los rastros de otro tiempo.
Leo dos diarios todos los d¨ªas y cuatro el domingo. Imposible recibir mayor cantidad de informaci¨®n organizada por un oficio period¨ªstico que todav¨ªa se mantiene frente a los desconcertantes embates de las redes sociales. Soy una lectora adicta desde mi infancia.
En el escritorio de mi casa, una t¨ªa de 80 a?os me ense?¨® las diferencias entre las secciones de un diario y la raz¨®n de que algunas frases, adem¨¢s de los t¨ªtulos, fueran impresas en negrita o en cursiva. El diario que ella le¨ªa no era ilustrado, de modo que nada pod¨ªa distraerme del aprendizaje. A mi casa llegaba otro diario que tra¨ªa un pliego de fotograf¨ªas. Debo confesar que me interesaban menos que los textos porque no pod¨ªa reconocer a todos los protagonistas de las im¨¢genes, excepto, claro est¨¢, a Per¨®n y Evita. Curiosamente las fotograf¨ªas eran m¨¢s dif¨ªciles de entender que la letra, porque la televisi¨®n a¨²n no hab¨ªa difundido hasta el hartazgo el mismo ¨¢lbum de caras.
Los diarios eran m¨¢s pr¨®ximos que los invisibles ¨¢ngeles rilkianos y formaron parte de mi cotidianidad desde entonces. Aprend¨ª que se permit¨ªa discutirlos, criticarlos, destrozar su partidismo, su falta de objetividad o su informaci¨®n repetida. A la tarde, coincidente con mi regreso de la escuela, llegaba otro diario, mi preferido porque su contratapa estaba ocupada por c¨®mics y tiras de aventuras, entre ellas una historieta criolla cuyo protagonista llevaba el pintoresco nombre de Lindor Covas, un gaucho perseguido, especie de Mart¨ªn Fierro peleador, justo y honrado. Lindor Covas, de haber conocido los versos de Rilke, hubiera terminado de ubicarse en el orden de los ¨¢ngeles ca¨ªdos que se convierten en h¨¦roes terrenales.
Adem¨¢s de Lindor Covas estaba Periquita, llamada Nancy en Estados Unidos, su patria original, que fue una temprana antecesora de Mafalda. Fea e inteligente como la ni?ita inventada por Quino, que hoy yo llamar¨ªa feminista, porque se ensa?aba con la zoncera de las chicas que solo pensaban en casarse y tener hijitos. Mafalda era una especie de simp¨¢tica rebelde. Ni linda ni simp¨¢tica, su cualidad definitoria era la inteligencia. Periquita y Mafalda, que eran feas, mostraron tambi¨¦n un camino alternativo a las segundonas seductoras o las mujeres maravilla. Si ellas se las arreglaban sin ser hermosas, nos pod¨ªa ir bien a todas nosotras.
Claro, cuando le¨ª esos versos de Rilke ya sab¨ªa que Mafalda pod¨ªa acompa?arme solo un trecho, porque lo que nos acontec¨ªa a cada una de nosotras no encontrar¨ªa respuesta nunca, en ninguna parte: las ¨®rdenes ang¨¦licas no pod¨ªan ayudarnos y todo ser viviente sab¨ªa que el mundo de los sentidos era tan variable como cruel. Eso nos sucede hoy frente a dos sensaciones opuestas que experimentamos durante la temporada de la peste. Las ciencias pueden salvar vidas. Pero es dif¨ªcil que nos ayuden en ese momento decisivo en que la esperanza y la desesperanza se enfrentan como rivales que aspiran a dominar subjetividades, proyectos, ilusiones. La peste fue una gran maestra. Ni los ¨¢ngeles, repito a Rilke, pueden ayudarnos frente al miedo.
Por cierto, se dir¨¢, est¨¢ la ciencia. Y cualquier fundamentalismo irracionalista me parece rid¨ªculo. Sin embargo, la ciencia no tiene tanto poder sobre nuestra subjetividad. En alg¨²n tiempo lograr¨¢ ser poderosa frente al virus de la peste. Pero nuestra subjetividad seguir¨¢ oscilando entre la incertidumbre y la ilusi¨®n.
Si lleg¨® este virus, ?por qu¨¦ no pueden llegar otros igualmente desconocidos a los que haya que secuenciar, como aprend¨ª que se dice, para encontrarles el lado d¨¦bil? Tal pregunta se hizo una amiga ante m¨ª, que, por supuesto, no estaba en condiciones de responderla. Sentadas en la terraza de un bar, le dije que, salvo que se fuera un cient¨ªfico, no ten¨ªa sentido darle vueltas al asunto. La terraza donde est¨¢bamos ese mediod¨ªa corresponde a un viejo bar de Buenos Aires, cuyo nombre es Los 36 Billares. Adentro sonaban las bolas contra las mesas, un ruido conocido desde la infancia, cuando mi padre me llevaba a su bar, y me convidaba con un s¨¢ndwich tremendo mientras ¨¦l jugaba.
?Qui¨¦n podr¨¢ auxiliarnos?, se preguntaba Rilke. Mi padre solo conoc¨ªa poes¨ªa espa?ola y rioplatense, ambas menos filos¨®ficas que la alemana. Yo, haciendo un camino inverso, encontr¨¦ en la pregunta desesperada de Rilke la misma indeterminaci¨®n que hoy nos gobierna. Los agn¨®sticos no podemos esperar que ning¨²n ¨¢ngel nos escuche. En nuestra libertad, la pregunta de Rilke es un grito solitario.
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