Casualidades en Nueva York: cuando cada concierto era una sorpresa
Hoy deseo que mi vida tenga los mismos inconvenientes del pasado, cuando llegaba a escuchar m¨²sica en un bar desconocido, sin referencias sobre quienes iban a tocarla
Nueva York se abri¨® de nuevo y podr¨¢n llegar los visitantes primerizos o los nost¨¢lgicos. Es una ciudad que conozco bastante. Trabaj¨¦ all¨ª durante meses y volv¨ª con cierta frecuencia, para conferencias o paneles, donde los latinoamericanos somos bien recibidos.
Antes de internet, era m¨¢s dif¨ªcil saber qu¨¦ se iba a encontrar cuando se llegaba a Manhattan. En un vuelo desde Buenos Aires, por casualidad, porque The New Yorker no suele estar a disposici¨®n de los pasajeros de clase turista, pude leer la cartelera de m¨²sica. Durante todo el viaje supe donde ir¨ªa la noche siguiente. El baterista Art Blakey tocaba con su grupo, los Messengers, en Sweet Basil. Aquella noche de enero, mientras hac¨ªa fila en la calle sobre la nieve, y los copos me humedec¨ªan el impermeable, un tipo dijo: ¡°Blakey, Blakey, esto s¨®lo lo hago por ti¡±. Yo, extranjera, no ten¨ªa tantas pretensiones como mi vecino y lo habr¨ªa hecho tambi¨¦n por otros. Al fin, pudimos entrar. Fue mi primera vez en ese bar de jazz y tuve la seguridad de que volver¨ªa muchas m¨¢s. No me equivoqu¨¦. A?os m¨¢s tarde, Sweet Basil cambi¨® su nombre por Sweet Rythm. Y como todo acaba en esta vida, Sweet Rythm cerr¨® sus puertas en 2009.
Hoy aquel suspenso se ha desvanecido. Con semanas de anticipaci¨®n sabemos d¨®nde toca cada m¨²sico, recita cada actor, canta cada contralto, y podemos hacer las correspondientes reservas. Pero en aquel entonces tuve mi recompensa por haberme congelado, porque esa noche me sucedi¨® lo que todo el mundo quiere que le suceda. Una vez que pudimos entrar al local y ubicarnos en el bar, a mi lado estaba el trompetista Don Cherry conversando con un saxo tenor, Clifford Jordan, que se arrim¨® al bar just waiting for a Jack (primera vez que escuch¨¦ esa forma sint¨¦tica de designar una medida del whisky americano Jack Daniels).
Envuelto en una capa oscura, alt¨ªsimo y muy flaco, en el momento en que iba a tomar un asiento, Don Cherry mir¨® hacia abajo y me lo ofreci¨®: ¡°Please, lady¡±. Nada mejor pod¨ªa pasarme. Debo confesar que soy un poco fan¨¢tica. Por supuesto, Don Cherry no pod¨ªa medir el impacto de su amabilidad. Tampoco le interes¨® averiguarlo. Seguramente, lo ¨²nico que sab¨ªa de Argentina es que de all¨ª hab¨ªa llegado un saxofonista como el Gato Barbieri. Despu¨¦s, Don Cherry camin¨® hacia el escenario, donde comenz¨® una conversaci¨®n con otro m¨²sico, que no pude identificar. Hubiera dado lo que no ten¨ªa por escucharla, ya que, d¨ªas despu¨¦s, me enter¨¦ de que su interlocutor era el ya consagrado Archie Shepp. Finalmente, al ritmo de la bater¨ªa de Blakey, empez¨® la m¨²sica.
En aquel entonces yo llegaba a la ciudad y corr¨ªa para buscar ¡®The Village Voice¡¯, que se convert¨ªa en mi gu¨ªa semanal. Organizaba toda mi vida, ma?ana, tarde y noche en la ciudad
Si alguien hoy viaja a la reabierta Nueva York sabe qui¨¦n toca y d¨®nde esa noche. No s¨¦ qu¨¦ prefiero. En aquel entonces yo llegaba a la ciudad y corr¨ªa para buscar The Village Voice, que se convert¨ªa en mi gu¨ªa semanal. Organizaba toda mi vida, ma?ana, tarde y noche en la ciudad: museos, conferencias, galer¨ªas de arte, teatro underground y, por supuesto, m¨²sica. Parada en una esquina, hojeaba como una posesa las carteleras; indefectiblemente desilusionada, me daba cuenta de que hab¨ªa llegado un d¨ªa despu¨¦s y lo mejor hab¨ªa sucedido la noche anterior; pero descubr¨ªa tambi¨¦n que algo me esperaba esa misma noche.
Cuando todav¨ªa no exist¨ªan los celulares, buscaba una cabina de tel¨¦fono en la calle para hacer una reserva; en el n¨²mero al que llamaba me respond¨ªa un contestador y dejaba un mensaje, pero quedaba inquieta. Esperaba hasta la noche y llegaba al bar con la breve informaci¨®n de cartelera (con suerte, un comentario o un destacado de la semana). No sospechaba que una d¨¦cada despu¨¦s toda esa excitaci¨®n iba a disolverse en internet: las revistas que antes se compraban y despu¨¦s se obten¨ªan gratis, ahora est¨¢n en la pantalla de mi computadora, y puedo armar mi itinerario como si hubiera contratado un paquete tur¨ªstico en una agencia especializada en freaks, fans, mel¨®manos, jazzeros y bizarros.
Extra?o esas d¨¦cadas donde el azar traz¨® las l¨ªneas inesperadas de una relaci¨®n suspensiva y azarosa con las ciudades extranjeras, a las que llegaba como a una fiesta sorpresa en la que se admiten desconocidos. Hoy el mapa y la ciudad real se acercan. Ahora espero justamente que, en alg¨²n lugar, se produzca una dislocaci¨®n, un salto inesperado y fuera de programa. Hoy deseo que no todo me lo indique la web d¨ªas antes; deseo que mi vida tenga las mismas sorpresas e inconvenientes del pasado, cuando llegaba a escuchar m¨²sica en un bar desconocido, sin referencias sobre quienes iban a tocarla. En aquel entonces, yo descubr¨ªa, en lugar de recibir el paquete ya formateado.
Y todo el tiempo suced¨ªa algo fuera de programa. Una noche, Sarah Vaughan baj¨® al escenario del m¨¢s lujoso club de jazz protestando porque le molestaban sus zapatos, queja que repiti¨® entre canci¨®n y canci¨®n. Otra noche, un baterista alto y atl¨¦tico ayud¨® al ya anciano Cecil Taylor a llegar hasta el piano. Poco antes, un mendigo me salud¨® diciendo ¡°nice coat, lady¡±. Todav¨ªa uso el impermeable a rayas grises y negras que le gust¨® a ese hombre, pero nadie ha repetido aquel elogio.
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