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Elizabeth Geoghegan: escribir con Lucia Berlin como maestra

La escritora fue disc¨ªpula de la autora de ¡®Manual para mujeres de la limpieza¡¯ e ¨ªntima suya en los ¨²ltimos a?os de su vida. ¡®Babelia¡¯ adelanta en primicia ¡®El Chico ?rbol¡¯, un relato de su primer libro en Espa?a, ¡®Bola ocho¡¯, que publica N¨®rdica, donde mezcla ficci¨®n, memoria y relato de viajes

La escritora estadounidense Elizabeth Geoghegan.
La escritora estadounidense Elizabeth Geoghegan.Meghan Allen

El Chico ?rbol asoma cuando la clase ya ha empezado. Camiseta blanca ajustada, botas con punta de acero, pantalones cargo lavados con el programa de ropa delicada y llenos de manchas de ¨¢rbol gomero. Lo he visto usando una motosierra tantas veces como disertando acerca de los primeros grandes fot¨®grafos. Talbot. Cartier-Bresson. Aunque me habla de diversos lugares donde ha vivido, solo soy capaz de imaginarlo cerca del Pac¨ªfico. Una vida en la pen¨ªnsula Ol¨ªmpica. Un legado marcado por los camiones forestales y la pobreza.

El Chico ?rbol es el m¨¢s mimado y a la vez el m¨¢s gamberro del programa de posgrado. Lleg¨® a la universidad gracias a una beca. Trabaja en el monte por necesidad. La facultad nunca le permite olvidar su gran talento ¡ªtan evidente que no necesita padrinos¡ª. En el campus se oyen comentarios casuales sobre su trabajo: el Chico ?rbol corta las ramas de la universidad y usa la carga de le?a como material art¨ªstico. Entre tantos m¨ªticos linajes originarios de la costa este, es como si ¨¦l encarnara todo cuanto aborrecen de esta ciudad, tan al norte y tan al oeste que muy bien podr¨ªa situarse en Alaska. Sin embargo, a la hora de repartir premios o puestos docentes, siempre lo se?alan a ¨¦l.

El Chico ?rbol vive de alquiler en un ¨¢tico cerca del acantilado del lago Union con vistas al oeste, a su tierra. Suelo llevarlo en coche a casa. Nunca me invita a entrar, pero empieza a sentarse a mi lado en clase. O me espera plantado en la puerta de mi estudio con un vaso de cart¨®n lleno de caf¨¦ en una mano y una bolsa marr¨®n arrugada con melocotones en la otra. Va proclamando por ah¨ª que ya no hace fotos, que una fotograf¨ªa nunca podr¨¢ estar a la altura del objeto real. Pero cuando le ense?o las que hice el a?o que viv¨ª en Roma, me dice que le gustar¨ªa quedarse con una.

Una noche, el Chico ?rbol se pone a deambular por mi estudio. Ya es muy tarde. Sin darse cuenta, se quita el l¨¢piz que lleva detr¨¢s de la oreja y lo hace rodar por su pelo corto, por todo el cuero cabelludo hasta la nuca y vuelta a empezar. Me dice que ha venido a ver mi trabajo, y observa mis fotograf¨ªas en silencio. Mientras va pasando las im¨¢genes de una en una, me siento desnuda bajo su mirada. Y lo estoy. He hecho una serie de autorretratos, primeros planos de mi cuerpo tan de cerca que el paisaje de la piel se vuelve irreconocible en muchos de ellos. El pliegue del codo. El borde difuminado de la cara interna del muslo. En todo caso, creo que ¨¦l s¨ª es capaz de reconocerlos. Sin pedir permiso, descuelga una hoja de contacto de la pared y se sienta en mi silla con treinta y seis negativos de mi pecho izquierdo en la mano. Al levantar la vista, me dice que mis fotos son infantiles.

Luego me pregunta si me apetece una cerveza.

Seattle parece dulce despu¨¦s de Chicago. Demasiado verde y demasiado hermosa. Demasiado sosegada. Encierra un lado siniestro, pero este permanece camuflado tras las glicinias en flor y las inofensivas casitas de madera que salpican las colinas. Yo solo soy capaz de vislumbrarlo desde lejos, igual que el monte Rainier. Meses interminables envueltos en la niebla e incontables masas de agua ¡ªa cada peque?o despiste con el coche, me encuentro en mitad de un largo puente, obligada a seguirlo hasta que, por fin, puedo volver a la otra orilla¡ª. Mi br¨²jula interior resulta totalmente in¨²til. No hay un solo lago que marque el este, como si no existiera este alguno. No hay luz al amanecer, solo un destello de color ocasional, la niebla que se disipa ya con el atardecer de verano y el dolor ante una puesta de sol casi consumada que desaparece por el estrecho de Sound.

Durante casi un semestre, lo estuve observando mientras talaba los ¨¢rboles o arrastraba la broza para cargarla en su maltrecha camioneta, de color blanco desgastado y con varias manchas de pintura de retoque a la vista. Me pas¨¦ meses deseando ser una de aquellas ramas. Que tirara de m¨ª hacia ¨¦l y me liberara a golpe de sierra. Sentir mi propia ca¨ªda una y otra vez. Ser la rama esculpida por ¨¦l en una forma seductora y quedar expuesta en la galer¨ªa ante la mirada de todos. Pero ocurre que el Chico ?rbol siempre destruye sus instalaciones. Crea objetos exquisitos y luego los quema hasta reducirlos a cenizas, sin dejar rastro alguno ni documento gr¨¢fico de ellos, simplemente aparece al final de la exposici¨®n y barre los restos con un recogedor de metal.

Mientras cruzamos el patio, me describe los incendios forestales que presenci¨® en la pen¨ªnsula de ni?o. Le pregunto si esa es la raz¨®n por la cual quema su trabajo.

¡ªNo ¡ªresponde, y me mira como si fuera tonta¡ª, pero siempre acaba envuelto en llamas.

Antes de que le prenda fuego, me acerco a hurtadillas a la galer¨ªa y fotograf¨ªo su ¨²ltima instalaci¨®n. D¨ªsticos grabados con esmero en la madera de pino. Acaricio lentamente la madera lisa y suave, siento las letras como si fueran venas en su esbelto brazo. Pienso en la contingencia del fuego; en su trabajo, que regresa a la tierra en forma de ceniza bajo el cielo raso y asfixiante del noroeste. M¨¢s tarde, cuando le digo que deber¨ªa escribir, me sermonea durante media hora acerca de la futilidad de las palabras. Al d¨ªa siguiente, me trae un libro: Modos de ver, de John Berger, con un mont¨®n de hojas sueltas y p¨¢ginas deformadas por la humedad. Al hojearlo, advierto su perfecta caligraf¨ªa en la lista de iniciales con sus respectivos n¨²meros de tel¨¦fono que aparece en el interior de la contracubierta. Contemplo la lista y me pregunto qui¨¦nes ser¨¢n. Sobre todo, me pregunto cu¨¢ntas ser¨¢n mujeres.

De vez en cuando, me llama para pedirme que le d¨¦ uno de esos n¨²meros. Insisto en devolverle el libro, pero ¨¦l se niega a aceptarlo. Me dice que ya lo ha le¨ªdo y no tiene sentido conservarlo.

Lo guardo como un relicario junto a mi cama.

Busco respuestas enterradas en los cap¨ªtulos de Berger.

Me aprendo de memoria la lista de tel¨¦fonos.

Incluso mi perra se ha quedado prendada del Chico ?rbol y act¨²a como una desvergonzada de primer a?o. Cuando la traigo a la universidad, llora y gimotea, golpeando la puerta de mi cuarto de trabajo sin cesar. La dejo salir y se pone a deambular por el pasillo, describe c¨ªrculos frente a la puerta de su estudio, se enrosca en s¨ª misma y se persigue la cola. Por mucho que la amenazo, no logro que me haga caso. Me rindo y vuelvo al cuarto oscuro, me sumerjo en el resplandor de la bombilla roja y el reconfortante aroma a sustancias qu¨ªmicas. Me quedo ah¨ª merodeando hasta que todo el mundo se marcha a cenar o a fumarse un cigarro, y entonces revelo el carrete con las fotos que hice de la obra del Chico ?rbol, veo c¨®mo las im¨¢genes plateadas irrumpen entre las aguas. Guardo las copias en una carpeta y escribo en la tapa: ¡°Le?a¡±.

Las cosas siguen as¨ª durante varias semanas. Dejo de escuchar m¨²sica para poder o¨ªr el chirrido de la puerta cuando entra. Cocinamos algo de cena a ¨²ltima hora y nos sentamos a comer en el suelo. Bosqueja mi retrato a la luz de las velas. Bebemos whisky a palo seco. Cuando estamos solos, nunca me toca, pero en cuanto alg¨²n profesor o compa?ero nos mira, empieza a trazarme c¨ªrculos peque?os y lentos con los dedos en el interior de la mu?eca, o se interrumpe a media frase para apartarme el pelo de los ojos.

Una noche, me habla de las mujeres con quienes se ha acostado. C¨®mo las tocaba. C¨®mo las deseaba. Casi en susurros, me habla de su antigua novia. De cu¨¢nto le gustaba ba?arla, sentado en los fr¨ªos azulejos junto a la ba?era, enjuag¨¢ndole el pelo con agua templada. C¨®mo, despu¨¦s de que ella lo dejara, corri¨® descalzo por las monta?as de las Cascadas hasta que los pies se le quedaron en carne viva, sangrando, y entonces volvi¨® arrastr¨¢ndose por la tierra durante dos horas, sorteando a los senderistas y los ciclistas y las familias de picnic hasta llegar a la camioneta.

¡ªTodo en Seattle me recordar¨¢ siempre a ella ¡ªdice.

El Chico ?rbol cree que nunca podr¨¦ hacer buenas fotograf¨ªas porque nunca he tenido que arregl¨¢rmelas yo sola. Quiero pensar que se equivoca, pero una parte de m¨ª teme que est¨¦ en lo cierto. ?l insiste en se?alar mi educaci¨®n burguesa, los psiquiatras y las vacaciones en familia, los colegios privados.

¡ªSiempre he trabajado ¡ªobjeto¡ª. Las cosas no son tan sencillas.

Me mira y esboza un gesto, tal vez una sonrisa.

Me esfuerzo por mostrarle qui¨¦n soy realmente. Le hablo de los amantes que tuve en Chicago. El bajista, el mensajero de la bici, el arquitecto. Le cuento lo que me gusta ¡ªque me corro solo con que un hombre me toque el cuello, solo con eso¡ª. Le cuento que me gusta que me follen por detr¨¢s, porque prefiero no ver la cara de mi amante si no estoy enamorada de ¨¦l. Le cuento demasiado y sigo empe?ada en no haberle contado lo suficiente. Le cuento que la primera c¨¢mara que tuve fue una Brownie. Le cuento que mi ¨¢rbol favorito es el magnolio y mi santa preferida, Luc¨ªa, con la tierna imagen de sus ojos arrancados y dispuestos en el plato que siempre lleva en las manos.

Tambi¨¦n le cuento los largos y pegajosos d¨ªas que pas¨¦ en los establos, cuando me quitaba la ropa y me met¨ªa en el lago con mi caballo, para deslizarme por su lomo brillante y sentir el suave zarandeo de su cola a trav¨¦s del agua verde. Y le cuento el d¨ªa en que lo castraron. C¨®mo dejaron los test¨ªculos en el pasto para quemar y, con el paso de los d¨ªas, a todas horas ¡ªincluso a las nueve de la ma?ana¡ª, sent¨ªa la necesidad de fotografiarlos. Dos bultos de sangre y piel hinchada sec¨¢ndose al sol de agosto.

El tel¨¦fono me despierta antes del amanecer. El Chico ?rbol llama para pedirme un n¨²mero de tel¨¦fono. Me dice las iniciales en voz baja, sin a?adir nada m¨¢s al respecto. Me demoro en dictar el n¨²mero, pese a sab¨¦rmelo de memoria. Dejo el auricular sobre la almohada, finjo ir a buscarlo antes de leerlo; primero el prefijo internacional de Italia y luego una larga ristra de n¨²meros.

Despu¨¦s de todo, s¨ª que soy una rama. El sauce que se dobla una y otra vez.

Pero el Chico ?rbol quiere partirme en dos.

Cuando estoy en la facultad, aguzo el o¨ªdo para intentar escuchar su motosierra. Busco en el aparcamiento, pero su camioneta no est¨¢. No aparece por el campus en una semana. Mi perra monta guardia frente a la puerta de su estudio. Llamo a todos los n¨²meros de Seattle que hay en la lista de Berger. Escucho con atenci¨®n el sonido de cada voz femenina antes de colgar. Considero la posibilidad de llamar a Italia. En lugar de eso, pongo Modos de ver en la parrilla de la barbacoa. Vierto un buen chorro de l¨ªquido inflamable sobre la cubierta, enciendo una cerilla y emulo el martirio de san Lorenzo, mientras contemplo c¨®mo arde esperando, de alg¨²n modo, que el libro se alce y me plante cara.

Por la ma?ana, solo quedan cenizas y trocitos apelmazados de tiza gris que extraigo de la rejilla con un palo. Cambio de tercio y sigo fotografiando mi cuerpo. Rebano las im¨¢genes en trocitos y las reconfiguro, intentando convertirme a m¨ª misma en otra persona.

Y entonces, un d¨ªa, aparece ah¨ª, tumbado en mi hamaca, con mi perra estirada sobre el torso. No quiero que se d¨¦ cuenta de lo feliz que soy de verlo.

¡ªChico ?rbol ¡ªle digo, echando una mirada culpable a la barbacoa.

¡ªTe he echado de menos ¡ªdice.

Pero cuando vuelvo a mirarlo, est¨¢ acariciando a la perra.

Subimos a la camioneta. Gira la llave y arranca, pero al cabo de un instante detiene el motor, se acerca y se queda mir¨¢ndome durante un largo rato. Justo cuando creo que va a besarme por fin, alarga el brazo por delante para echar el cerrojo a mi puerta. Vuelve a arrancar, mete primera y espera a dejar atr¨¢s la manzana para encender los faros. Un haz de luz cada vez m¨¢s d¨¦bil observando la calle desierta.

Cruzamos un puente, y luego otro, para salir de la ciudad. Los ¨¢rboles de la cuneta se vuelven m¨¢s espesos conforme avanzamos por la carretera. Cuando alarga el brazo para reducir la marcha, me roza la pierna con la mano.

¡ªEscucha ¡ªdice.

Y yo escucho, s¨ª. Pero escucho del mismo modo que puedo escuchar las canciones del CD que preceden a la que realmente estoy esperando o¨ªr.

Entonces me habla de la pintora de quien se enamor¨®, no por sus pinceladas ¡ªque eran geniales¡ª, sino por su ligero acento de Kentucky y sus largas y melosas pausas, su querencia por la palabra pap¨¢. Me cuenta c¨®mo enga?¨® a su novia, con quien llevaba siete a?os, para perseguirla. C¨®mo empez¨® todo. Y c¨®mo termin¨®. Que la pintora estaba liada con su profesor favorito, y lo sigui¨® hasta Italia gracias a una beca Fulbright.

Pero, para entonces, ya era demasiado tarde. Su novia hab¨ªa arrojado sus cosas m¨¢s preciadas al suelo del patio, un d¨ªa de lluvia. Durante semanas, estuvo pasando con el coche por encima de sus posesiones, sus trabajos, incluso las fotos que hab¨ªa hecho de ella. Dibujos destrozados y atrapados entre los postes. L¨¢minas arrugadas mezcladas con el barro y la basura por los bordillos y los desag¨¹es. Todo cuanto qued¨® pas¨® a incrustarse en el suelo pavimentado o bien se lo comi¨® el musgo: verdes y fecundos zarcillos reclamando el legado de aquel que hab¨ªa sido hasta entonces.

¡ªAs¨ª que estuviste en Italia ¡ªle digo.

El Chico ?rbol tamborilea con los dedos en el volante, y la d¨¦bil luz del faro parpadea a modo de respuesta.

La oscuridad est¨¢ llena de curvas cerradas. El aire lucha por entrar a trav¨¦s de la ventanilla, la luna del coche traquetea y la goma bate contra la puerta. Por un momento, los ¨¢rboles despejan el camino y, aunque es de noche, puedo ver que una tala masiva ha devastado la ladera de la colina. Solo quedan tocones, desolados como l¨¢pidas, entre los surcos de los neum¨¢ticos.

Llegamos a un camino embarrado. Los matorrales y las ramas chocan contra los bajos de la camioneta mientras avanzamos lentamente, sorteando los baches. Observo sus manos, que se abren y cierran en torno al volante. Cuando detiene el motor, rodamos en punto muerto hasta que, finalmente, nos paramos.

Sale del coche y cierra la puerta. La perra da un brinco desde el asiento de atr¨¢s y ambos desaparecen en la oscuridad. Traidor, pienso. Quito el cerrojo y busco a tientas la manija, que se desprende y se me queda en la mano. La miro un instante, y luego la dejo en el salpicadero y bajo la ventanilla. Las ramitas crujen bajo sus pies a medida que se acerca. Me abre la puerta y salto hacia el suelo, casi me hundo en sus brazos. Siento sus manos y una c¨¢lida brisa. El olor a tierra h¨²meda y ropa fresca, su olor.

Las rocas empiezan a desperdigarse conforme nos alejamos, m¨¢s y m¨¢s all¨¢, entre los ¨¢rboles. El collar de la perra cascabelea al son de su trote, por delante de nosotros. Con un susurro de alas, un p¨¢jaro abandona la rama en que est¨¢ posado en plena oscuridad. Cuando salimos del bosque, la luna baja y rojiza centellea sobre el lago. Recuerdo haber le¨ªdo en alguna parte que contemplar el reflejo de la luna en el agua constituye un remedio tradicional contra la histeria. Casi me echo a re¨ªr. Ahora lo deseo m¨¢s que nunca.

Cada detalle de su traici¨®n me hizo desearlo a¨²n m¨¢s. Escuch¨¦ su relato como una especie de confesi¨®n, una prueba con la que admit¨ªa el gran error de toda aquella historia. Como si estuviera ajustando la apertura para, por fin, enfocarme a m¨ª. Y ya no me importa d¨®nde haya estado, si en Italia o en cualquier otro sitio. Y no me importa a cu¨¢ntas se ha follado si ahora soy yo quien est¨¢ en el centro del encuadre.

El aire est¨¢ pre?ado de promesas calientes. Mueve los dedos despacio, recorri¨¦ndome la clav¨ªcula, roz¨¢ndome la garganta. Cierro los ojos. No quiero ver nada. Solo quiero que no se detenga.

Se detiene.

Cuando parpadeo y abro los ojos ya est¨¢ adentr¨¢ndose en el lago, con los vaqueros empapados hasta la rodilla. Entonces sale, viene a darme la mano con suavidad, me convence para que me meta en el agua con ¨¦l y desaparece. Luego vuelve a emerger a lo lejos, flotando boca arriba sobre el agua negra. Sin embargo, soy yo quien va a la deriva. ?rboles alt¨ªsimos y una luna granada. Pero quiero forzar el fruto hasta que se abra. Que las rojas semillas se me hagan jugo en la boca.

Por fin, se acerca a m¨ª nadando y me conduce hacia la orilla.

Casi me sorprende cuando me tiende en el suelo. Me desabrocho la blusa y me recorre la curva de las costillas con su palma callosa. No es ni brusco ni cauteloso ¡ªcasi c¨ªnico¡ª, como si yo fuera un trozo de madera y ¨¦l me inspeccionase en busca de alguna tara. Me baja la cremallera de los vaqueros, me los desliza por debajo de las caderas y hunde la cara en la llanura de mi vientre. Puedo sentir la caricia de su pelo reci¨¦n rapado, las gotas de agua aplastadas en mi piel. Me rodea el ombligo con la lengua, y luego baja, y solo se detiene para guiar las bragas por las piernas abajo.

No deseo otra cosa que sentirlo dentro de m¨ª.

Pero primero quiero que me bese, suave y despacio, durante mucho tiempo.

Se quita la camisa mojada de un tir¨®n y la arroja al suelo. Tiene un abdomen firme, un torso lampi?o y delicado, un tatuaje de la Virgen junto al coraz¨®n. La tinta se ha puesto verde y tiene la cara llena de l¨¢grimas. Me siento y lo busco a tientas, pero ¨¦l me agarra las mu?ecas y me las aprieta con una sola mano. Tiene un cuerpo tan bello que, de repente, me siento cohibida. Aunque me he fotografiado los labios de la vulva y los he colgado en la pared para que todo el mundo los vea, nunca me he sentido tan expuesta.

No me asusto cuando me tira al suelo.

Ni cuando se mueve y, sin dejar de sujetarme las mu?ecas, me pone una rodilla encima de cada hombro y se cierne sobre m¨ª.

Se desabrocha el cintur¨®n y la hebilla casi me restalla en la cara.

Y no es que no quiera.

Es que no me ha besado ni una sola vez.

Es que no me atrevo a ped¨ªrselo.

Lo gu¨ªo hasta mi boca y recuerdo cu¨¢n lentamente parec¨ªa quemarse el libro. El modo silencioso en que las p¨¢ginas se enrollaban y ennegrec¨ªan. Las chispas refulg¨ªan en el aire y flotaban alrededor. Las pavesas y cenizas me ca¨ªan a los pies.

Como si todo estuviera volvi¨¦ndose demasiado ¨ªntimo, el Chico ?rbol me suelta las mu?ecas, se incorpora y me levanta hacia ¨¦l para darme la vuelta. Las rocas se me clavan en las rodillas y las manos se me hunden en el barro.

No fue como yo quer¨ªa: las manos del Chico ?rbol parti¨¦ndome como le?a, los vaqueros mojados del Chico ?rbol serr¨¢ndome los muslos.

Soy una rama demasiado crecida que necesita una poda.

Soy la sombra que usurp¨® su lugar a la luz.

Bola ocho

Bola ocho

Elizabeth Geoghegan
Traducci¨®n de Blanca Gago
N¨®rdica, 2022
296 p¨¢ginas, 18,95 euros

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