?Qu¨¦ pensar¨ªamos de la trata de esclavos si la hubieran sufrido los blancos?
Bernardine Evaristo, premio Booker por ¡®Ni?a, mujer, otras¡¯, imagina en su novela ¡®Ra¨ªces rubias¡¯ que los esclavos hubieran sido los europeos. Se publica esta semana en Espa?a y ¡®Babelia¡¯ adelanta en exclusiva un fragmento
En memoria de los entre diez y doce millones de personas que fueron secuestradas y llevadas desde ?frica a Europa y a Am¨¦rica como esclavas, y en memoria tambi¨¦n de sus descendientes. 1444-1888
Buana y su familia han salido a las fiestas m¨¢s elegan?tes de la calle, a brindar con copas rebosantes de ron con cola y a mover esos culos suyos, que menean como flanes. Yo, mientras tanto, tengo que ordenar los libros de contabilidad del despacho de Buana. Du?rante un tiempo tuve la esperanza de que la celebra?ci¨®n del Festival del Vud¨² ser¨ªa tambi¨¦n festivo para nosotros, los esclavos. Pero no, como de costumbre, hay que atender el negocio.
Al otro lado de la ventana veo las palmeras que flan?quean las avenidas, ornamentadas con guirnaldas do?radas y plateadas. Son altas, esbeltas, altaneras, con el porte de quien ha crecido haciendo equilibrios con la preciada leche de los cocos sobre la cabeza. De las fron?dosas y resplandecientes palmas cuelgan, titilantes, l¨¢m?paras de aceite hechas con calabazas pintadas de rojo.
Ayer se barri¨® del adoquinado de la calle toda la arena ca¨ªda durante la tormenta. Adem¨¢s, mandaron a casa a todos los vendedores de comida callejera.
Las ranas y los grillos cantan como un coro em?briagado y los carruajes tirados por camellos llevan a los bien ufanos invitados a los recintos vecinos. Los hombres visten vistosos caftanes y las mujeres, grue?sas y glamurosas, compiten por la atenci¨®n con sus coloridos fulares estampados, que se arreglan de ma?nera tan femenina como espl¨¦ndida.
Todas las casas est¨¢n reci¨¦n encaladas, y en sus vi?drieras refulgen las figuras de los dioses: Ocha, Chan?g¨®, Yemay¨¢. Esfinges de piedra guardan los porches e iluminan los portales antorchas que se levantan sobre elevados z¨®calos de m¨¢rmol y parecen acariciar con sus ¨¢giles dedos llameantes el aire nocturno y pega?joso.
El mayimbe Kanga Konata Katamba I es el Buana. Hizo fortuna importando y ex?portando a trav¨¦s de la infame ruta trasatl¨¢ntica de los esclavos, para, a continuaci¨®n, dedicarse a vivir la vida en sociedad, ejerciendo de magnate del az¨²car en la distancia y hombre de bien jubilado
Desde las habitaciones de la segunda planta de las corralas llega el grave retumbo electr¨®nico de la m¨²?sica juvenil, y en la planta baja resuena el suave tinti?neo de una marimba, entre las risas y el parloteo de hombres y mujeres que tienen todos los motivos del mundo para celebrar estas fiestas de la buena volun?tad, pues son libres y viven en el coraz¨®n del barrio m¨¢s caro del mundo conocido: Mayfah.
El mayimbe Kanga Konata Katamba I es el Buana al que me refer¨ªa antes. Hizo fortuna importando y ex?portando a trav¨¦s de la infame ruta trasatl¨¢ntica de los esclavos, para, a continuaci¨®n, dedicarse a vivir la vida en sociedad, ejerciendo de magnate del az¨²car en la distancia, esposo a tiempo parcial, padre por cuen?ta propia, hombre de bien jubilado y, ni que decir tie?ne, alma vendida.
Mi mayimbe, adem¨¢s, lucha contra el abolicionis?mo a tiempo completo y hace p¨²blicas de buena gana ¡ªsin cobrar por ello¡ª sus diatribas proesclavistas en La Llama, un panfleto que se distribuye por todo el orbe conocido.
No quer¨ªa, pero estuve hojeando el ¨²ltimo n¨²mero. Me result¨® repugnante. Se me estaba revolviendo el est¨®mago y la garganta se me empezaba a cerrar cuan?do una mano apareci¨® por el ventanuco del despacho y dej¨® sobre la mesa un papel doblado, retir¨¢ndose antes de que me diera tiempo a comprobar a qui¨¦n pertenec¨ªa.
Desdobl¨¦ el papel, le¨ª aquellas palabras m¨¢gicas y sent¨ª que la cabeza empezaba a darme vueltas.
Not¨¦ olas batiendo contra el interior de mi cr¨¢neo.
Dej¨¦ escapar un aullido tan poderoso como callado.
Y, a continuaci¨®n, perd¨ª el conocimiento.
No s¨¦ durante cu¨¢nto tiempo. Quiz¨¢ unos minutos. Cuando recobr¨¦ el sentido, estaba derrumbada sobre la silla, como un fardo, con la cabeza ca¨ªda hacia de?lante y el papel a¨²n en la mano.Lo le¨ª de nuevo a trav¨¦s del velo h¨²medo de las l¨¢?grimas.
Era real. Era cierto. Alguien me daba la oportuni?dad de escapar.
Oh, Se?or.
Despu¨¦s de muchos a?os de espera, ten¨ªa al alcance de la mano lo que m¨¢s deseaba en el mundo. Y, sin embargo, todo me pareci¨®, de repente, demasiado atropellado. Me qued¨¦ ah¨ª, sentada, inm¨®vil. Se me pas¨® por la cabeza un millar de desenlaces posibles. Devolver mi vida a su leg¨ªtima propietaria ¡ªyo mis?ma¡ª significaba tambi¨¦n ponerla en riesgo. Si no te?n¨ªa cuidado o si me faltaba la suerte, terminar¨ªa atada al poste de azotar o, peor a¨²n, colgada en el cadalso.
Fue entonces cuando se me activ¨® el instinto de su?pervivencia.
Se me aclar¨® la mente.
Volv¨ª en m¨ª.
Hice a?icos el papel.
Me levant¨¦ y contempl¨¦ la m¨¢scara de madera que colgaba en la pared frente a m¨ª, el retrato esculpido de Buana.
Le dediqu¨¦ un regio saludo, el m¨¢s indicado para el momento: el del dedo levantado.
Sab¨ªa que los esclavistas jam¨¢s dejar¨ªan escapar la gallina de los huevos de oro. Despu¨¦s de todo, era uno de los negocios m¨¢s lucrativos de la historia de la civilizaci¨®n: el transporte de millo?nes de blankos desde el continente de Europa a las is?las del Jap¨®n Occidental, as¨ª llamadas porque cuando el ¡°gran¡± explorador y aventurero Chinua Chikwue?meka buscaba una nueva ruta hacia Asia, confundi¨® esas islas con el legendario archipi¨¦lago del Jap¨®n. Con ese nombre se quedaron.
La nota dec¨ªa que el ferrocarril subterr¨¢neo funciona?ba de nuevo, tras haber sido suspendido el servicio debido a un descarrilamiento. Estos se produc¨ªan cuando no era posible pinchar la electricidad que mo?v¨ªa los trenes a la red que daba suministro a la ciudad o cuando el tren se averiaba por el exceso de esclavos que trataban de escapar de la ciudad para emprender el largo viaje de vuelta a la Tierra Madre.
Quise pensar que el mensaje era de fiar. La Resis?tencia estaba infiltrada por agentes de inc¨®gnito cuyo objetivo era delatar a las c¨¦lulas rebeldes.
En lo m¨¢s hondo, sab¨ªa que los esclavistas jam¨¢s dejar¨ªan escapar la gallina de los huevos de oro. Despu¨¦s de todo, era uno de los negocios m¨¢s lucrativos de la historia de la civilizaci¨®n: el transporte de millo?nes de blankos desde el continente de Europa a las is?las del Jap¨®n Occidental, as¨ª llamadas porque cuando el ¡°gran¡± explorador y aventurero Chinua Chikwue?meka buscaba una nueva ruta hacia Asia, confundi¨® esas islas con el legendario archipi¨¦lago del Jap¨®n. Con ese nombre se quedaron.
As¨ª que aqu¨ª estoy, en el Reino Unido de Gran Ambossa (abreviado como RU o GA), que forma par?te de ?phrika. El territorio continental nos queda jus?to al otro lado del canal Ambossano. Lo llaman tam?bi¨¦n el Continente del Sol, porque hace un calor de mil demonios.
Gran Ambossa es en realidad una isla muy peque??a, y su poblaci¨®n no para de crecer, as¨ª que no deja de alargar sus deditos codiciosos, que llegan a todas las esquinas del globo, para robar pa¨ªses y personas.
Yo, entre ellas. Yo soy una de las personas robadas.
Por eso estoy aqu¨ª.
La nota dec¨ªa que ten¨ªa apenas una hora para lle?gar a la estaci¨®n de tren de Paddinto, ya en desuso, y daba indicaciones sobre c¨®mo encontrar un aguje?ro que hab¨ªan practicado en el suelo, entre unos ma?torrales, y a trav¨¦s del cual podr¨ªa acceder al t¨²nel del ferrocarril subterr¨¢neo. All¨ª me estar¨ªa esperan?do un miembro de la Resistencia que me guiar¨ªa a trav¨¦s de aquellos fr¨ªos y oscuros t¨²neles. Esa era la promesa, en cualquier caso. Si no se cumpl¨ªa, estaba acabada. La esclavitud me hab¨ªa ense?ado que las promesas nunca vienen acompa?adas de garant¨ªa y que, si te quejas al servicio al cliente, terminan denunci¨¢ndote a direcci¨®n. Y entonces s¨ª que est¨¢s fastidiada.
En cualquier caso, yo creo firmemente en mantener la esperanza. Sigo viva, despu¨¦s de todo.
Los ambossanos nos divid¨ªan en tribus, pero en realidad form¨¢bamos naciones, cada una con su idio?ma y sus costumbres, tan antiguas como peculiares. Como los de las gentes de las Tierras Fronterizas, cuyos varones vest¨ªan faldas de cuadros sin nada debajo.
El ferrocarril subterr¨¢neo de la ciudad de Londolo hab¨ªa dejado de funcionar oficialmente hac¨ªa muchos a?os, cuando los t¨²neles empezaron a derrumbarse por el peso de los edificios levantados en la superficie. Las autoridades municipales propusieron regresar a medios de transporte m¨¢s lentos pero m¨¢s seguros: caballos, carruajes, diligencias, carretas, camellos, ele?fantes y, para los fan¨¢ticos de la forma f¨ªsica, veloc¨ª?pedos. Los esclavos, sin embargo, solo dispon¨ªamos de un tipo de veh¨ªculo: el pieb¨²s.
El caso es que, en un momento dado, en la Resis?tencia alguien tuvo una idea genial: utilizar los t¨²neles en desuso para ayudar a los esclavos a escapar de la ciudad de Londolo, cuyas calles estaban sometidas a una f¨¦rrea vigilancia, y llegar hasta los muelles, desde donde emprender la larga y peligrosa traves¨ªa de vuel?ta a Europa.
Por primera vez desde que me hicieron esclava, pude imaginar, con alg¨²n viso de realidad, mi vuelta a casa. ?Lo conseguir¨ªa? Conservaba recuerdos tan v¨ªvi?dos de mis padres, de mis tres hermanas, de nuestra casita de pedernal, de mi querido cocker spaniel, Rory. Estar¨ªan todos muertos, probablemente. Aunque so?brevivieran en su d¨ªa a aquellas incursiones de los norte?os de las Tierras Fronterizas, los primeros que me capturaron.
Los ambossanos nos divid¨ªan en tribus, pero en realidad form¨¢bamos naciones, cada una con su idio?ma y sus costumbres, tan antiguas como peculiares. Como los de las gentes de las Tierras Fronterizas, cuyos varones vest¨ªan faldas de cuadros sin nada debajo.
Los ambossanos llamaban a Europa el Continente Gris, pues nuestros cielos siempre estaban cubiertos.
Pero, ay, ?c¨®mo echaba yo de menos esas nubes plomizas!
C¨®mo a?oraba la llovizna incesante y las r¨¢fagas de viento golpe¨¢ndome las orejas.
C¨®mo a?oraba mis mullidos jers¨¦is de lana para el invierno y mis s¨®lidos zuecos de madera.
C¨®mo a?oraba los entrepanes que me preparaba la mama, humeantes y jugosos, y su espeso caldo de ca?labaza.
C¨®mo a?oraba el fuego crepitando en el hogar y las canciones que cant¨¢bamos en rededor.
C¨®mo a?oraba ese lejano se?or¨ªo del que me lleva?ron.
C¨®mo a?oraba Inglaterra.
C¨®mo a?oraba mi hogar.
Sabed que desciendo de un largo linaje de agricultores dedicados a la col, y a mucha honra.
Provengo de una familia de honrados labriegos que trabajaban la tierra y jam¨¢s robaron, ni cuando neva?ba en verano ni cuando llov¨ªa todo el invierno y la verdura se pudr¨ªa y terminaba convirti¨¦ndose en man?tillo.
Provengo de una familia de honrados labriegos que trabajaban la tierra y jam¨¢s robaron, ni cuando neva?ba en verano ni cuando llov¨ªa todo el invierno y la verdura se pudr¨ªa y terminaba convirti¨¦ndose en man?tillo.
No ¨¦ramos propietarios, desde luego que no, ¨¦ra?mos servidumbre, el ¨²ltimo escalaf¨®n de la cadena de alimentaci¨®n agr¨ªcola, aunque no arrastr¨¢semos grille?tes. Tampoco ¨¦ramos propiedad de nadie, exactamen?te, pero nuestras ra¨ªces se enterraban hondo en el suelo, porque la tierra cambiaba de manos ¡ªa causa de la muerte, de matrimonios o incluso de la guerra¡ª y tam?bi¨¦n cambi¨¢bamos de manos nosotros, as¨ª que perma?nec¨ªamos atados a ella, generaci¨®n tras generaci¨®n.
El trato era el siguiente: nos arrendaba unos cam?pos nuestro amo, lord Perceval Montague (al que to?dos, sin que ¨¦l lo supiera, llam¨¢bamos Percy), el en¨¦si?mo primog¨¦nito de una familia a la que la m¨ªa estaba unida como a trav¨¦s de un cord¨®n umbilical. A cam?bio del arrendamiento, todos los varones de la familia eran reclutados durante la leva y enviados a luchar en infanter¨ªa en la guerra de turno. Creedme si os digo que aquella sociedad no estaba sujeta a ley alguna. El extremo norte del continente europano era un lugar salvaje en aquella ¨¦poca. Si alguien se propon¨ªa asolar tus tierras o robarte el ganado, lo hac¨ªa por la fuerza bruta, a menos que pudieras hacer frente a los atacan?tes y ahuyentarlos a tiros, o defender tus tierras con una milicia privada, aunque fueran un hatajo de cam?pesinos, cada uno de su padre y de su madre.
As¨ª pues, nosotros trabaj¨¢bamos nuestra parcela de tierra y tambi¨¦n las tierras de Percy. Independientemente de lo que hubi¨¦ramos planta?do, ten¨ªamos que hacerle entrega de la mitad de la co?secha.
Supuestamente, ¨¦l deb¨ªa prestar ayuda a sus siervos m¨¢s pobres, pero rara vez lo hac¨ªa.
Nos cobraba un dinero adicional si us¨¢bamos su carreta para llevar los productos al mercado, o mol¨ªa?mos el grano en sus molinos o coc¨ªamos el pan en sus hornos, de manera que, caso de sufrir una mala cose?cha, empez¨¢bamos a acumular deudas que a veces tard¨¢bamos a?os en devolver.
La casa se?orial de los Montague era una impo?nente mole hecha de bloques de granito que, como l¨¢pidas, se levantaban hacia el cielo que retumbaba. Las nubes, como una cota de malla, chasqueaban y produc¨ªan cada d¨ªa sin falta alg¨²n chubasco.
A nosotros, los ni?os, aquella gran casa nos llama?ba enormemente la atenci¨®n. De entre mis hermanas, solo yo ten¨ªa el valor de dejarme hechizar por sus en?cantos.
Para nosotros, los campesinos, el Nuevo Mundo no era sino una tierra distante situada al otro lado del ancho mar. No sab¨ªamos nada de ella, salvo que nadie quer¨ªa ir, pues quienes iban no regresaban jam¨¢s.
Una vez, mientras todo el mundo estaba en la feria estival que se celebraba en el se?or¨ªo, me col¨¦ en la casa. La pesada puerta de madera se hab¨ªa quedado entreabierta. Mis hermanas se quedaron atr¨¢s, escon?didas entre unos matorrales como unas miedicas. La puerta se abr¨ªa a un cavernoso recibidor de enormes dimensiones. Trat¨¦ de caminar de puntillas, pero el golpeteo de los zuecos hac¨ªa eco igualmente. El soni?do de la madera contra la piedra resonaba contra la elevada techumbre. De los muros colgaban tapices en los que aparec¨ªan doncellas de pelo claro acarici¨¢ndole el cuerno a un unicornio y astas de renos que parec¨ªan crecer desde la pared como las ramas de un ¨¢rbol. Frente por fren?te de la puerta de entrada, una enorme cabeza de oso mostraba unos colmillos que parec¨ªan a¨²n empapa?dos de saliva. Su mirada h¨²meda y cristalina segu¨ªa con atenci¨®n cada uno de mis movimientos.
O¨ª entonces una especie de gemido que parec¨ªa provenir del subsuelo. Me asust¨¦ y di media vuelta para echar a correr, pero me choqu¨¦ con un lobo dise?cado que guardaba uno de los flancos de la puerta de entrada, con aspecto de ir a atacar en cualquier mo?mento. Los gemidos deb¨ªan de provenir de las maz?morras que, seg¨²n se contaba, hab¨ªa en el subsuelo. En ellas se encerraba a cazadores furtivos y a los pri?sioneros hechos en las escaramuzas libradas en los l¨ª?mites con las Tierras Fronterizas. En ¨²ltima instancia, a los prisioneros se los enviaba a recorrer el largo ca?mino que, a trav¨¦s de los bosques, desembocaba en los muelles, donde los esperaba un barco con destino al Nuevo Mundo. O eso hab¨ªamos o¨ªdo.
Para nosotros, los campesinos, el Nuevo Mundo no era sino una tierra distante situada al otro lado del ancho mar. No sab¨ªamos nada de ella, salvo que nadie quer¨ªa ir, pues quienes iban no regresaban jam¨¢s.
Yo viv¨ªa en la que llamaban Casa del Manzano, que estaba situada en las lindes de la finca. La casa eran cuatro muros de tablones y tierra apretada, in?festados de ruidosos insectos. Estos correteaban por toda la casa: las avispas anidaban en la techumbre de paja y las pulgas saltaban de un cuerpo a otro en bus?ca de sangre, su man¨¢. Una ¨²nica puerta daba a una diminuta estancia de piso de tierra, con un hogar ex?cavado en el suelo. Se le sumaban dos espacios para dormir, separados uno de otro por sendos cortinones de lana gruesa. Entre ambos, un estrecho corredor que hac¨ªa las veces de cocina. No nos pod¨ªamos per?mitir vidrios en las ventanas por los grav¨¢menes, as¨ª que hab¨ªa que cerrar los postigos, con lo cual dentro siempre parec¨ªa invierno.
Madge, Sharon, Alice y yo compart¨ªamos un jer?g¨®n de paja. Dorm¨ªamos bajo una colcha multicolor que hab¨ªan confeccionado a base de retales dos t¨ªas abuelas, muertas antes de que naci¨¦ramos nosotras. Yo me las ingeniaba para hacerme siempre con uno de los sitios del medio, entre dos de mis hermanas, para estar bien calentita en las g¨¦lidas noches del no?reste.
Nuestro perro, Rory, siempre se dedicaba a dar vueltas por la estancia y a tirar cosas, aunque ya no era ning¨²n cachorro, como sol¨ªa vociferar la mama. De un puntapi¨¦ inesperado, mam¨¢ lo mandaba volan?do a la otra esquina de la casa, donde aterrizaba con un ga?ido, c¨®micamente despatarrado.
Mi papa era el se?or Jack Scagglethorpe, y mi mama era la se?ora Eliza Scagglethorpe.
Al papa se le ve¨ªan los m¨²sculos entretejidos de du?ros tendones. No ten¨ªa un gramo de grasa con que abrigarse los huesos. Hac¨ªa gala de una poblada bar?ba, que le daba cierto aspecto de carnero y que no se rasurar¨ªa ¡°ni aunque le pagaran¡±. Ten¨ªa las mejillas peladas y agrietadas por los duros y fr¨ªos vientos de nuestra tierra. Caminaba levemente encorvado, como un arbolillo que las galernas hubieran obligado a cre?cer torcido. Llevaba plantando y recolectando coles desde que era ni?o.
El pelo del papa era de un color anaranjado oscu?ro, t¨ªpico de la gente de las Tierras Fronterizas, y le ca¨ªa por los hombros en espirales. Se cubr¨ªa siempre con un sombrero de ala ancha, t¨ªpico de labriego, que no se quitaba jam¨¢s si estaba fuera de la casa.
Recuerdo que cuando yo era a¨²n muy peque?a se remangaba, me ped¨ªa que apretara la yema del dedo sobre una de sus venas y me dec¨ªa que dentro de su cuerpo viv¨ªan ciempi¨¦s. Yo me iba corriendo y gritan?do y ¨¦l me persegu¨ªa. En la carrera tir¨¢bamos al suelo taburetes, sartenes y hasta a mis hermanas.
Al papa lo apasionaban sus coles y dec¨ªa que hab¨ªa que tratarlas con amor, como si fueran ni?as. ?Qu¨¦ no sabr¨ªa yo sobre las coles y sus m¨²ltiples usos! Por ejemplo, admin¨ªculo para cocinar en las festividades ¡ªse vaciaban y se les colocaba un hornillo dentro¡ª. La que llam¨¢bamos Reina de Enero era crujiente y muy sabrosa; la Reina de Oto?o era de color verde oscuro, y la de Saboya, ¡°peque?ita pero matona¡±. ?Qu¨¦ no sabr¨ªa yo sobre las guerras de la Col de anta??o, cuando los Scagglethorpe hab¨ªan luchado junto a los Montague contra los Paldergrave y los suyos, ayu?dando a obtener la victoria!
Yo odiaba comer col en aquellos d¨ªas a. e. (antes de la esclavitud).
Qu¨¦ no dar¨ªa por comerme una col hoy.
Fragmento de ¡°Oh, Se?or, ll¨¦vame a casa¡±, primer cap¨ªtulo de ¡®Ra¨ªces rubias¡¯, de Bernardine Evaristo. Traducci¨®n del ingl¨¦s de Miguel Marqu¨¦s Mu?oz. AdN, 2022. Se publica este jueves, 10 de febrero.
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