Arte de ni?os
Sorolla retrataba a los hijos de familias pudientes, a los suyos y a los de clase trabajadora a los que nunca nadie iba a retratar
En el jard¨ªn de la Casa Museo Sorolla estalla el rosa carnal de las camelias y el blanco de las flores de almendro; en las salas interiores estallan los rosas, los blancos, los rojos, los azules del ¨®leo y de la acuarela. Es una ma?ana fr¨ªa y limpia con una luz exacta para apreciar por igual los colores de la vegetaci¨®n y los de la pintura, que en el caso de Joaqu¨ªn Sorolla tienen una fuerza explosiva de naturaleza en su plenitud. En el jard¨ªn de la Casa Museo hay bancos donde tomar el sol y sillas plegables como de merendero, y como no hay nada que pedir ni nada que comprar y el ruido de la ciudad queda algo amortiguado por los muros de ladrillo, uno puede sentarse tranquilamente a mirar las plantas y su reflejo en el estanque, como en un carmen a la vez suntuoso y rec¨®ndito de Granada, y repasar en la memoria todo lo que acaba de ver, sumergido todav¨ªa en la sensaci¨®n de intimidad dom¨¦stica y trabajo que irradia la casa, y en la belleza de la exposici¨®n que hay en la segunda planta, La edad dichosa, un recorrido por la presencia constante de los ni?os en la obra de Joaqu¨ªn Sorolla.
Sorolla retrataba por encargo a los ni?os de familias pudientes y retrataba por gusto y sin descanso a sus propios hijos, y tambi¨¦n ten¨ªa una mirada atenta y compasiva hacia los ni?os de clase trabajadora a los que nadie iba nunca a retratar. Sorolla se extasiaba retratando a su mujer, Clotilde, dando el pecho a la primera hija que tuvieron, en el confort de su casa burguesa; y tambi¨¦n retrata a las pescadoras valencianas con sus beb¨¦s en brazos, a los ni?os mendigos, a los ni?os tullidos de los orfanatos, a los ni?os que trabajan en el campo o en el mar y a las ni?as que hilan, todos ellos dotados de la misteriosa gravedad de los ni?os que se ven obligados desde muy pronto a ganarse el sustento. Sorolla, que se educ¨® en Par¨ªs en la ¨¦poca de la supremac¨ªa del naturalismo en las artes, obedec¨ªa a una pasi¨®n de pintor puro por las formas, los colores, los movimientos, y tambi¨¦n a una vocaci¨®n testimonial que unas veces se concentraba valerosamente en la denuncia y otras se complac¨ªa sin reserva en el espect¨¢culo dram¨¢tico o jubiloso de la vida visible.
Pint¨® a ni?os burgueses que jugaban en parques custodiados por institutrices y a ni?os asilvestrados y desnudos saltando entre las olas o escalando entre rocas en busca de mariscos. Pint¨® a ni?os reci¨¦n nacidos y a ni?os que acababan de morir. Cuando pinta ni?os por encargo se nota mucho el esmero que pone en lograr el parecido y en transmitir sin ambig¨¹edad la posici¨®n social de las familias que pueden permitirse ese lujo. Cuando retrata a sus hijos, la libertad y el atrevimiento de la forma son tan evidentes como la efusi¨®n del amor paternal. Un cuadro cuyo t¨ªtulo parece enunciar lo puramente convencional, y hasta lo relamido, Elenita y sus mu?ecas, es una furia de manchas y trazos rojos, blancos, negros, claridades y sombras, l¨ªneas convulsas como de expresionismo: con la diferencia de que en este caso se trata de un expresionismo no de la negrura, sino de la alegr¨ªa, lo cual no deja de ser de una originalidad extraordinaria. En Elenita y sus mu?ecas, Sorolla logra el prodigio de hacer simult¨¢neo el boceto y la obra concluida: de mantener en el resultado final, como ped¨ªa Virginia Woolf, la libertad y la palpitaci¨®n de los primeros borradores.
Sorolla hac¨ªa bocetos sobre lo primero que tuviera a mano, una hoja de papel que luego pegaba sobre cart¨®n, una l¨¢mina de madera del tama?o de una cuartilla. En un pa¨ªs donde todo se tira y todo se pierde y nada parece importarle mucho a nadie, resulta alentador que los herederos de Sorolla pusieran tanto cuidado en preservar la casa familiar y tantas huellas materiales de su trabajo y de su vida cotidiana. Una de las obras m¨¢s memorables de toda la exposici¨®n es un lienzo pegado sobre cart¨®n que mide exactamente 12,6 ¡Á 19,4 cent¨ªmetros, pintado sin duda en pocos minutos en 1895, cuando Clotilde acababa de dar a luz a su hija Elena. La cara del beb¨¦ es una mancha rojiza cercada por el blanco de un gorro. La de la madre se vuelve feliz y agotada hacia el marido que las observa a las dos. Hay cuadros, como hay libros, que se hacen en un arrebato, y otros que tardan en llegar, o que se quedan en suspenso, madurando en el inconsciente como semillas o materia org¨¢nica bajo la tierra. El boceto de 1895 se ha convertido en 1900 en un cuadro de gran envergadura, Madre, y el salto del uno al otro es una lecci¨®n pr¨¢ctica sobre las sutilezas del proceso creativo. En el boceto hay un contraste muy marcado entre los blancos y los grises: blanca la ropa de la cama, gris oscuro la pared de la habitaci¨®n. En el cuadro final todo es una inmensidad de blancos que van adquiriendo m¨¢s variadas transparencias seg¨²n se fija en ellos la mirada. En el boceto la mujer mira y sonr¨ªe a quien la observa; en el cuadro est¨¢ dormida, demacrada, pl¨¢cidamente naufragada en lo blanco y lo confortable de la cama, confiada en el sue?o id¨¦ntico de su criatura.
Sorolla hab¨ªa mirado los ni?os de Vel¨¢zquez con la misma atenci¨®n que Manet, o que John Singer Sargent. Y lo mismo que Sargent, no dej¨® de estudiar Las meninas. Uno de los mayores deslumbramientos de esta exposici¨®n es ese retrato de familia, el ¨²nico que hizo en el que aparecen juntos ¨¦l y Clotilde y los tres hijos, donde hay tambi¨¦n, como en Las meninas, un espejo, un espacio de penumbra, un pintor tan alerta que parece al acecho, una ni?a seria que mira al espectador. A estas alturas ya la identificamos: es Elena, la peque?a. Como la infanta Margarita, lleva un adorno en el pelo que es el centro magn¨¦tico del cuadro. En el jard¨ªn me acuerdo luego de esa flor roja como una llamarada, y del fulgor blanco del vestido de la ni?a. Al aire libre sigo habitando la fervorosa imaginaci¨®n visual del hombre que habit¨® en esta casa, que mirar¨ªa las camelias y los almendros reci¨¦n florecidos y el reflejo de las plantas y de las nubes fugitivas en el estanque queriendo imposiblemente medirse con ellos.
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