Oro de palabras
Pedro Mari S¨¢nchez ha urdido un ¡®collage¡¯ de fragmentos que abarcan el repertorio de las pasiones humanas, de la opresi¨®n y la rebeld¨ªa, del amor y la angustia de la muerte, del deseo y la humillaci¨®n y la injusticia
En la sala de los Teatros del Canal en la que Pedro Mari S¨¢nchez ha actuado ¨¦l solo durante unas cuantas noches no hab¨ªa ni escenario. En frente de las butacas el suelo estaba tan desnudo como el de un almac¨¦n. No hab¨ªa escenario, ni decorado, ni vestuario de ¨¦poca, ni juegos de luces, m¨¢s all¨¢ del foco que a veces se concentraba en su figura. De vez en cuando sonaba una voz grabada que era la del propio S¨¢nchez o una breve r¨¢faga de m¨²sica. En un momento dado aparecieron en escena un juego de timbales y unos platillos, y Pedro Mari S¨¢nchez los golpe¨® con tanta furia que pod¨ªa no advertirse que lo hac¨ªa con mucha destreza y un gran sentido musical. Tambi¨¦n hab¨ªa una lona, sujeta por cuerdas en sus cuatros ¨¢ngulos, que pod¨ªa convertirse en un tel¨®n, en una s¨¢bana, en una mortaja, en la tierra que ha de tragarse a quien ha muerto en una batalla. En esa sala de los Teatros del Canal no hab¨ªa nada m¨¢s que una presencia humana, un actor vestido sumariamente de negro, Pedro Mari S¨¢nchez, pero durante una hora y diez minutos ese hombre solo se transform¨® delante de nuestros ojos en una sucesiva multitud, en rey, en arc¨¢ngel, en demonio, en mujer, en poeta, en violador, en pr¨ªncipe incestuoso, en Sor Juana In¨¦s de la Cruz, en Segismundo, en Absal¨®n, en el falso pastor Cris¨®stomo y en la pastora Marcela de Cervantes.
Eran tan r¨¢pidas sus transformaciones que hac¨ªa falta mucha atenci¨®n para no perderse ninguna. Y con cada nuevo personaje en el que se encarnaba, como si llevara en la cabeza la malla de oro del enano Alberich, Pedro Mari S¨¢nchez llenaba todo aquel espacio vac¨ªo de tremendas escenograf¨ªas invisibles, invocadas y erigidas por ¨¦l sin otros materiales que el sonido y el sentido de las palabras dichas en voz alta. Pod¨ªamos estar en el cielo abstracto de la Teolog¨ªa o delante de uno de esos retablos barrocos que serv¨ªan de fondo a los autos sacramentales de Calder¨®n. Est¨¢bamos entre los pe?ascales de Sierra Morena por los que se esconde para siempre buscando su sagrada soledad la hermosa Marcela. Est¨¢bamos en las terrazas del palacio de David en Jerusal¨¦n donde el pr¨ªncipe Amn¨®n esp¨ªa muerto de deseo y de culpa a su hermana Tamar, y en el convento donde escrib¨ªa Sor Juana In¨¦s sus rimas afiladas como cuchillas, y en un campo de batalla, y en una mazmorra, y en la celda en la que San Juan de la Cruz iba componiendo de memoria cada una de las estrofas del C¨¢ntico espiritual.
En ese espacio donde no hab¨ªa nada cab¨ªa todo. Ese hombre solo, sin m¨¢s accesorio ocasional que una tela y una corona dorada de cart¨®n, pisaba el suelo desnudo, se arrastraba por ¨¦l, se alzaba en agon¨ªa, en rebeli¨®n, en soberbia, en terror, en ira desp¨®tica, y su voz poderosa se modificaba tan a cada instante como los gestos de su cuerpo, diciendo algunos de los fragmentos de poes¨ªa o literatura teatral m¨¢s estremecedores del Siglo de Oro. Pedro Mari S¨¢nchez, que posee un conocimiento profundo de todo ese patrimonio, y que parece preservarlo vivo y entero en su memoria de actor, ha urdido, con la ayuda de Susana Cantero, un collage de fragmentos, La palabra de oro, que abarcan el repertorio de las pasiones humanas, siguiendo el hilo de la opresi¨®n y la rebeld¨ªa, del amor y la angustia de la muerte, del deseo y la humillaci¨®n y la injusticia.
El teatro cl¨¢sico suele verse entre nosotros como un t¨²mulo arcaico que solo puede llegar al espectador si se lo adapta
El teatro cl¨¢sico suele verse entre nosotros como un t¨²mulo arcaico que solo puede llegar al espectador si se lo adapta, moderniza, ¡°versiona¡±. Hay un terror universal a no ser contempor¨¢neos ¡ª?como si pudi¨¦ramos ser otra cosa¡ª. Tampoco tenemos una tradici¨®n de lectura y recitado en voz alta, de celebraci¨®n de la sonoridad de las palabras y la m¨²sica del idioma, que alcanza su m¨¢xima intensidad y elocuencia en la poes¨ªa, teatral o no.
Es como si tuvi¨¦ramos un inmenso legado musical que no se interpreta nunca: por ignorancia, por descuido, por soberbia, por condescendencia hacia el pasado, por simple pereza. La m¨²sica verbal y la sabidur¨ªa de Shakespeare permea no solo la literatura, sino hasta el habla cotidiana en las culturas de lengua inglesa; lo mismo ocurre con Dante en la vida italiana. La poes¨ªa salta del silencio de la p¨¢gina impresa para decirse en voz alta y alumbrar el presente. Irgui¨¦ndose ¨¦l solo en un espacio vac¨ªo, delante del silencio sobrecogido de los espectadores, Pedro Mari S¨¢nchez empe?a su voz recia y sabia y su rotunda presencia f¨ªsica en una vindicaci¨®n apasionada de lo mejor de nuestra literatura del Siglo de Oro, prosa y verso, teatro, poes¨ªa, narrativa. Las palabras adquieren una intensidad de incandescencia. Corren como un torrente de agua clara en la prosa de Cervantes. Se elevan en la dif¨ªcil pirotecnia de las formas m¨¦tricas m¨¢s ce?idas, las redondillas y d¨¦cimas de Calder¨®n, tan complicadas en la dicci¨®n del ritmo y la rima como en el enunciado de los conceptos, en espirales de sutileza barroca. Decir con naturalidad esas tiradas de versos, con el equilibrio justo entre la fluidez del discurso y el respeto de las exigencias m¨¦tricas, requiere un grado de virtuosismo t¨¦cnico no muy distinto que el de la interpretaci¨®n de partituras musicales muy exigentes. Los versos blancos de Shakespeare y los solemnes alejandrinos del clasicismo franc¨¦s permiten un vuelo verbal mucho m¨¢s amplio que el de las formas m¨¦tricas de nuestro teatro, tan machaconas a veces por la exigencia de la rima y las estrofas cerradas.
El talento, desde luego, consiste no ya en sobreponerse a tales limitaciones, sino en volverlas a favor de la inspiraci¨®n, o de eso que llama Cervantes ¡°la escritura desatada¡±. Y el talento del poeta dram¨¢tico requiere para manifestarse plenamente la interpretaci¨®n del actor, la presencia visible y el sonido de la voz en el espacio esc¨¦nico. Es el misterio del teatro, y tambi¨¦n el secreto no ya de su perduraci¨®n, sino de su atemporalidad. En tiempos de lujosas fantasmagor¨ªas tecnol¨®gicas, nadie da m¨¢s con menos. Durante una hora y diez minutos en los que no hay respiro, Pedro Mari S¨¢nchez va de una identidad a otra, de un sexo a otro, como un cham¨¢n que se transforma a capricho en criaturas innumerables, como un ?Houdini liber¨¢ndose con fuerza y astucia prodigiosas de los l¨ªmites de cada una de sus identidades. Visto y no visto. En esa hora y diez minutos y en ese espacio sin nada hemos tenido ante nosotros todo el gran teatro del mundo.
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